
El regreso de Joyce
Para Ana. En Coruxo
Aníbal Lozano
Toda traducción merece la consideración de una deuda contraída. Es como el afán de poseer lo irrenunciable, la sospecha de estar, aun sin conocerla, dentro del alma de la lengua que dio origen a su creación. Si se trata de una traducción como el “Ulysses” (Cátedra, 2000) el acto de fe se convierte en alumbramiento de la traducción que Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas nos han legado hoy, tras una escondida senda de siete años alrededor de esta razón literaria. No todos los días, años, lustros y décadas aparece una traducción de “Ulises”, perseguida desde su origen, ya por Scotland Yard, ya por el FBI (aún tan sólo hace unos años desclasificó los papeles de su prohibición) y bueno será recibirla –como el desayuno de su personaje emblemático- entre riñones y casquería de los best-seller actuales. Pintemos aquel mundo en que nace y anotemos que en el intervalo de la primera posguerra mundial, 1919-1922, en Europa tiene lugar un periodo singular donde el arte y el hombre, desde la literatura, alimentan la ruptura más trascendente del siglo y una de las más insignes en la historia de la humanidad. A la entronización por parte de Valle Inclán del esperpento que se origina en “Luces de bohemia”, Proust ha desvelado hace pocos años que la careta es la memoria en “A la busca del tiempo perdido” y es en este año cuando de James Joyce se apiada la propietaria de la Shakespeare’s Library de París para publicar la novela que, bajo todos los signos perceptibles, aún hoy es tan vigente y contemporánea como el nuevo milenio.
Con la humildad de un científico seguro de su trabajo diario, con la sabiduría de un profesor enamorado de su papel, la traducción aporta, sobre todo hoy, una clave en el ritmo trepidante de las publicaciones que sobre James Joyce y sobre todo “Ulysses” siguen convirtiendo al autor en mito y al personaje –mito ya era- en carne viva. “Traducir ‘Ulysses’ representa una auténtica odisea” escribe en la introducción del libro este profesor que fue de la Universidad de Salamanca en los difíciles años setenta, y cuya persecución como PNN le llevó hasta Joyce.
Las traducciones anteriores de “Ulysses” son de todo encomio, no sólo la clandestina, argentina, de Subirat sino sobre todo la del gran profesor y eminente poeta José María Valverde que a tantos y tantos abrió el camino de una lectura emblemática como ésta. La traducción que hoy celebramos es, ante todo, además de un signo de gratitud, una bellísima razón de amor como escribió Pedro Salinas. Estamos ante una novela de amor fuera del tiempo o si se quiere más allá de él, donde el eco de la musicalidad y la vibración acompañan el carácter de alumbramiento que una traducción así merece para su lectura.
Resalta, en una aproximación inicial, comparada con otras traducciones, que el profesor Tortosa haya acercado la lengua en la terminología que ha considerado más al uso popular de la lengua castellana. Y ello, es de agradecer. Primero porque estamos ante “Ulises” y segundo porque recordamos el episodio del cura y el barbero en la biblioteca de don Quijote:
“Ni aun fuera bien que vos le entendiérades –respondió el cura-; y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo memos harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua; que por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento”.
¿Es Ulises una novela difícil?. Puede. Como lo es la vida, el amor, y como tal necesita de algo que esta traducción nos invita a contemplar: el humor. A la frase de “Yo no he leído el “Ulises” ¿Y qué?”. Respondamos: bueno, pues salud y suerte. No pasa nada por entrar en la duración de un día mítico como así es la génesis de esta novela, en una ciudad como Dublín y con unos personajes que nada quieren saber de ellos sino que en cada uno de ellos se revela su conciencia – y la del lector- en su actitud. De ahí la magia de esta biblia: para algunos suponen un evangelio y tortura es ámbito para otros. Que el orondo Mulligan se afeite mal y tarde, que tal acto se convierta en la contrariedad de Joyce con la religión católica, que las cosas más nimias sean representadas como galería de muecas escatológicas, que el sexo tenga más de túnel largo, que de “Trópico de Cáncer” de Miller pese a la proclamación erótica, que el señor Bloom tenga el aspecto no de un héroe sino de un tipo corriente o que su señora Molly describa sin puntos ni comas en el mayor y más trascendental monólogo el final antológico del libro, supone, ante todo, una elección que no resta libertad a quien la observa como lector, sino que la enternece y atesora como un diamante.
Ulises se fragmenta precisamente entre el diamante y la ternura, componiendo la frase de la complicidad de Valente, la concepción de una página de la vida cotidiana como algo histórico o, mejor dicho, algo intemporal que trasciende la actitud de personajes, la geografía de interiores, el paisaje urbano por la gravitación de la conciencia humana. Joyce sumó a su correspondencia interior la autobiografía de un hombre atormentado, casado con Nora Barnacle y de ella tan enamorado como de sus arrebatos. Su incipiente ceguera le llevó hasta Homero y de él dedujo la creación de una odisea cotidiana que entre Trieste, Zurich y París escribió durante siete años, Paradoja de esta traducción tan sincera y cercana. Acaso porque, a la multitud de detalles descritos sobre la novela en estudios científicos, glosas literarias y –como no, desdibujadas copias que nunca igualaron el original- la lectura hoy de “Ulises” forma parte del mismo ejercicio urbano del mundo por antonomasia, de su sístole, de su diástole.
Estamos ante una memoria que perdura porque en el fondo de la desnudez “Ulises” es una biblia libre de sospecha. Acepta y afecta al lector, a su libre albedrío, como un personaje más de la odisea humana a la que pertenecemos. Proclamemos, por tanto, esta celebración en la lengua de don Quijote donde ‘Ulises’ aparece como nombre en una sola línea y una sola vez. Tras la maldita novela subyace ese secreto que Joyce trató con humor. La hermosa parábola debería ser acogida entonces con tal sentido y no con mala leche. En “Ulises” nos acercamos al sentimiento de libertad, como no leerlo, o terminarlo antes de tiempo supone un acto de esta misma condición porque la elección está en la misma conciencia que James Joyce nos traslada con pasión. Y con ironía. Como el físico que da fe ante la deducción la palabra se muda en acto para tallar los recovecos de la imaginación. (*)
(*Versión corregida de un artículo publicado en TRIBUNA DE SALAMANCA Salamanca, 7 de junio de 1999)