
El último día del año 1936 las zapatillas quemadas de Unamuno impregnaron de muerte un invierno cruel, al que siguieron otros de mayor cariz, mientras el falangista que lo había ido a visitar gritaba en el pasillo: “¡Yo no he sido! ¡Yo no lo he matado!”. Del relato del desaparecido Emilio Salcedo en ‘Vida de don Miguel” se desprende ese final angustioso de un Unamuno ¿encarcelado? en su propia casa tras la afrenta realizada a Millán Astray el doce de octubre en el Paraninfo universitario, donde tronaron para la historia las palabras “Venceréis pero no convenceréis”. Poco antes de morir Salcedo, tuve el atrevimiento de preguntarle sobre la posibilidad o la ficción acaso, de que Unamuno fuera envenenado. El periodista salmantino, afincado durante gran parte de su vida en Valladolid, fue tajante en su negativa, pero horas más tarde, al despedirnos, quizá con la ironía de lo que puede ser improbable me espetó: “Unamuno lleva la duda hasta en su muerte”. Pero, ¿y hoy?. ¿Qué papel tiene Unamuno en la trastienda de esa historia española donde el papel de los intelectuales ha sido relegado a una isla desierta?. No es difícil observar en la política española, tanto en el poder como en la oposición, la nula presencia de pensadores que ofrezcan detalle a la situación con más de cuatro millones de personas sin trabajo y un índice de pobreza que se acerca a la desnaturalización de la realidad. Veamos.
Un viejo amigo, alcalde de un noble pueblo y socialista desde que tenía uso de razón me confesaba en vísperas de nochevieja su decepción ante la geografía humana, social y económica que palpita. Lector de Cernuda, me aplicaba con indudable sinceridad que sentía la desolación de la quimera y que tal hecho le había llevado a pasar por tres estados diferentes cuando hablaba con los vecinos. En primer lugar, hace ya tiempo, echó mano de los argumentos proclamados en la ejecutiva: que la crisis no era para tanto, que eran los otros quienes estaban minando la credibilidad y la realidad, que la situación devenía de los efectos colaterales de carácter internacional, la herencia de Bush, la ostentosidad de multinacionales y que se trataba, como decía el presidente, de un efecto temporal pero no de una crisis en estado puro. Cuando la química hizo reacción resulta que el estado puro de la crisis le estalló en mitad de los argumentos y cuando apenas creía hacer frente a las réplicas no podía arrojar otras explicaciones que las que él mismo pedía a los representantes públicos que, por otra parte, trataban de evitarlo. Tras haber pasado los últimos meses en estado de derrota ante las cosas resulta que mi amigo se encuentra en la tercera fase, sin fuerza para esgrimir más que para impulsar el ánimo y la esperanza en los más débiles, quienes –me dice- no necesitan la presencia de un ídolo caído sobre su propia desazón sino la razón que imprima por vez primera un concepto de ilusión en la realidad misma.
Este amigo del que hablo me anunció mucho antes de las elecciones catalanas la debacle de quienes aun hoy todavía no la ven porque no la quieren ver. Acostumbrados muchos políticos socialistas, entre Madrid y Valladolid, a enrocarse en sí mismos, oyéndose entre ellos día y noche y cerrando la ventana a cualquier crítica y autocrítica, resulta que han dejado más que nunca ante los caballos a los alcaldes y concejales que no prejubilan su dignidad ante un panorama desolador.
Un viejo amigo, alcalde de un noble pueblo y socialista desde que tenía uso de razón me confesaba en vísperas de nochevieja su decepción ante la geografía humana, social y económica que palpita. Lector de Cernuda, me aplicaba con indudable sinceridad que sentía la desolación de la quimera y que tal hecho le había llevado a pasar por tres estados diferentes cuando hablaba con los vecinos. En primer lugar, hace ya tiempo, echó mano de los argumentos proclamados en la ejecutiva: que la crisis no era para tanto, que eran los otros quienes estaban minando la credibilidad y la realidad, que la situación devenía de los efectos colaterales de carácter internacional, la herencia de Bush, la ostentosidad de multinacionales y que se trataba, como decía el presidente, de un efecto temporal pero no de una crisis en estado puro. Cuando la química hizo reacción resulta que el estado puro de la crisis le estalló en mitad de los argumentos y cuando apenas creía hacer frente a las réplicas no podía arrojar otras explicaciones que las que él mismo pedía a los representantes públicos que, por otra parte, trataban de evitarlo. Tras haber pasado los últimos meses en estado de derrota ante las cosas resulta que mi amigo se encuentra en la tercera fase, sin fuerza para esgrimir más que para impulsar el ánimo y la esperanza en los más débiles, quienes –me dice- no necesitan la presencia de un ídolo caído sobre su propia desazón sino la razón que imprima por vez primera un concepto de ilusión en la realidad misma.
Este amigo del que hablo me anunció mucho antes de las elecciones catalanas la debacle de quienes aun hoy todavía no la ven porque no la quieren ver. Acostumbrados muchos políticos socialistas, entre Madrid y Valladolid, a enrocarse en sí mismos, oyéndose entre ellos día y noche y cerrando la ventana a cualquier crítica y autocrítica, resulta que han dejado más que nunca ante los caballos a los alcaldes y concejales que no prejubilan su dignidad ante un panorama desolador.