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martes, 3 de noviembre de 2009

La emocionante escultura de Agustín Casillas

Años hacía que no veía al Fréjoles. Tener el pequeño hormigón estos días en la sala de exposiciones de “La Salina” me ha hecho recobrar el tiempo de la infancia junto a Antonio Casillas jugando en barro en el estudio de su padre, pasándonos horas viendo como remataba una escultura antes de que volviéramos a Tolima para visitar con Fede, el otro amigo de la Plazuela, al sheriff King. La exposición de Agustín Casillas que dentro de unos días se clausura en la Diputación, además de celebrar una memoria espléndida, octogenaria y vivaz, una obra tan intensa como hechizadora, detalla el espejo de Salamanca en la fugacidad del tiempo y de la vida. Si “El Fréjoles” es una muestra de ello, como el tratante que andaba por las escaleras de Pinto o en los arcos de “la Granja” dejándose ver como santo y seña de su blusa a quien interesare, no es menos cierto que hay una lectura más honda en la madurez intrínseca de la obra de Casillas y que forma parte de su interpretación sobre los personajes, reales y ficticios de la historia de Salamanca.

Es verdad que si hay una palabra que figura entre las interpretaciones de estas esculturas, entre la geografía humana y la antropológica, el sentimiento y la memoria, esa es precisamente la que da nombre a la exposición “Identidades salmantinas” y es una buena razón para aproximar precisamente el recién creado Instituto de Identidades ante una obra sosegada en madurez y cuya emoción en su realismo depara precisamente un objeto de culto por cuanto adquiere el denominador de tradicional en su factor humano. Casillas, ante todo, ha sido precisamente un retratista del factor humano y su escultura conversa, cara a cara, no sólo con el espectador sino con su propio eco, la reverberación de sus ancestros, el detalle de su memoria en definitiva.

Hay una lectura en estas piezas que tiene que ver con el re-cordis, con la palabra memoria y el papel del corazón en la emoción de su propio significado. El mismo diálogo entre Celestina y Melibea, en un acto singular de los que gusta evocar Emilio de Miguel; las ideas para el bajorrelieve de esta tragicomedia o las figuras escénicas sobre el teatro del Lunes de Aguas mitifican un concepto trascendente de lo salmantino. Ese detalle por la trascendencia no se antoja en la obra de Casillas sino desde un lenguaje popular, cotidiano y, por ende, sincero con el espejo que nos descubre. Hace casi cuarenta años dibujábamos de niños, en el estanque de la Alamedilla, unos ciervos de barro -¿Qué fue de ellos?- que compartían la orilla con las cuatro estaciones. Afortunadamente queda en Salamanca un paseo escultórico por la obra emocionante y genial de un artista tan profundo como serena y llana es su percepción por la realidad, pues podría decirse que la obra de Casillas es una escultura en el tiempo.

Desde la cabeza de Torres Villarroel hasta la pequeña huella del poeta “Adares”, esta muestra nos acerca al hecho de mirar cada pieza más allá de su propio escenario, pues se trata sin duda de un gran teatro que subyace en la obra misma, en su conjunto y en su propia individualidad. Casillas es un escenógrafo de la percepción; no sólo retrata la costumbre, el tipo y el instante, sino que dialoga con la serenidad, la crudeza y el sentimiento de la realidad: he ahí el realismo ante el factor humano y su emoción.