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miércoles, 10 de noviembre de 2010

La decadencia y Rafael Altamira


La fotografía que nos acompaña del señor de larga, espesa y blanca barba cuya mirada trasciende el tiempo nos refiere a una de las últimas de Rafael Altamira Crevea tomada en su exilio de Méjico donde murió hace casi sesenta años. Este verano, una buena amiga, su nieta zamorana Mari Luz Altamira Tapia me regaló un espléndido documento audiovisual realizado por su hermana Pilar que ha investigado con detalle la profundidad de la obra de su abuelo. Y no es para menos. Como suele ser habitual en este país parece que la memoria produce dolor de cabeza. Unos la desprecian porque consideran que la memoria les pertenece y que los demás no la necesitan para eludir quizás el concepto de justicia en su recuperación, y a los otros porque les justifica planes y planes de Educación donde la memoria no sólo es inútil sino contraproducente para el conocimiento pues de nada sirve aprender los afluentes del Duero sino intuir, colegir y desarrollar la distribución administrativa de la confederación hidrográfica. El caso de la memoria viene a ser como el de la decadencia. Hubo un tiempo en que la decadencia era contemplada como algo sugerente y aunque no tanto en la vida sí lo era en el arte. Hoy, la decadencia nos asola en la vida real y de ella queda la parte de su significado que refiere la ruina, la ruina moral, pues de la otra, paso palabra.
Rafael Altamira, gran amigo, por cierto, de Clarín, zamorano que hizo de otra ciudad un referente literario universal, tomó como base el hecho educativo y por ello estuvo muchas veces en la pendiente de la incomprensión. Consideraba que un pueblo sin Educación estaba abocado al fracaso y apostó por la palabra y la ecuanimidad como razón de su propia intelectualidad. Colaboró a tal fin con Giner de los Ríos en la Institución Libre de Enseñanza y escribió, en otros “Historia de la civilización española” título que así dio para “evitar que llamándose a secas Historia de España se creyese que sólo comprendía (como es uso corriente) la parte política externa”. Ello nos lleva a considerar la vigencia de la visión de Altamira al reconocer hoy la petulancia, el narcisismo, la arrogancia y la vaguedad que ha tomado la política como profesión y no como servicio, tal como demandaba ya en el capítulo primero la reflexión de Aristóteles. No cejó Altamira en su empeño cuando, herido en el alma, pudo pasar las líneas en la guerra civil con pasaporte diplomático dado que, -y este es otro de los infames olvidos- el español Rafael Altamira fundó el Tribuna Penal Internacional que hoy en La Haya juzga a criminales de lesa humanidad.
Y quizás haya que significar que este hombre de arrolladora fuerza intelectual y sosegada expresión, retratado por su amigo Sorolla, fue propuesto en tres ocasiones para el premio Nobel de la Paz. Su legado moral está más cerca hoy de nosotros de lo que pudiera pensarse si nos acercamos a su correspondencia con Blasco Ibáñez, Unamuno o Menéndez Pidal. Por eso, en este estado de las cosas, donde los filósofos están mal vistos, las humanidades despreciadas y los argumentos olvidados, la memoria de Altamira recobra una fuerza extraordinaria. Ese es el juego de la política: considerar acaso que el pasado es un hecho decadente cuando al presente de indicativo le asalta la ruina del pensamiento. lozanoanibal@gmail.com

El signo y el símbolo

La cercana desaparición de Marcelino Camacho ha recordado, por justicia, su lucha por la democracia y por los derechos de los trabajadores. Viendo algunas imágenes de los líderes políticos evocar al histórico sindicalista no he dejado hasta este momento de pensar en la fragilidad de algunas cosas acumuladas en la trastienda de las ideologías, las rebeliones y los conceptos amontonados, unos sobre otros, cuando antaño eran tan importantes y tan vacíos ahora en el tiovivo de la actualidad. Recuerdo una vez, en tiempos de la denostada transición, que el profesor Juan José Coy – de innegable huella machadiana - explicó en su clase de Literatura norteamericana lo sucedido cuando un grupo de intelectuales españoles fueron expulsados de la Universidad en 1965 por apoyar las revueltas estudiantiles contra Franco. Junto a Enrique Tierno Galván, primer alcalde democrático de Madrid tras la muerte del dictador y el zamorano universal Agustín García Calvo que enseñaba Lenguas Clásicas en la Complutense la dictadura se ensañó también con el profesor José Luis López Aranguren, catedrático de Ética en la Autónoma madrileña. El hecho fue que en la universidad de Barcelona ejercía la cátedra de Estética y Literatura el profesor José María Valverde quien, viendo los acontecimientos, envió una tarjeta-collage a su colega de Ética en Madrid con el siguiente detalle: “Nulla estetica sine etica”, lo que venía a significar que él mismo abandonaba la Universidad, autoexiliándose. Era el signo lo que marcaba las actitudes ante la vida. Luego, cuando este país se levantó en democracia, que no lo hizo de un día a otro, sino tras pasar por innumerables pesadillas e insomnios al signo le llegó la reconversión ideológica y lo que entonces era actitud pasó a perfil (¿cumple el perfil?) y el signo dejó de ser llamado como tal para quedar en símbolo.
Un signo de los tiempos era entonces Marcelino Camacho y su muerte ha querido que sea hoy un símbolo; ya lo era en vida desde hace unos años, pero era un símbolo sin salir de casa, la misma en la que vivió cuando consideraban su palabra y actitud. Precisamente una de las paradojas actuales es la no por extraña, curiosa relación entre la clase política de la izquierda parlamentaria y la clase social de muchos sindicalistas. Unos se nutren de otros y así puede hoy uno llegar a la melancolía preguntándose cómo es posible que quien hace un mes consideraba una huelga general contra una reforma lesiva para los trabajadores sea hoy mismo ministro de Trabajo con el gobierno que la impulsó. Lo que parece una gran incongruencia entre la realidad y la ficción, sin embargo, tiene una explicación: se trata de una razón de imagen. Este poderoso argumento, -a fin de cuentas la imagen es lo que cuenta-, construye hoy la arquitectura de los hechos consumados, y en definitiva supone nada más y nada menos que la proclamación de lo que no se explica, la verdad, el santo y seña del nombrado y renombrado misterio: el proyecto. El mismo que sirve para que muchos sindicalistas realicen “un enorme esfuerzo” para estar a las órdenes del Partido y llevar la penosa tarea de una dirección general, una subsecretaría o un ministerio.
El signo de los tiempos: la muerte de Marcelino Camacho, signo de una ética sindicalista, aparece hoy como símbolo estético para lavar la cara a los mismos sindicatos. La imagen no puede perder la conciencia, venía a decir José María Valverde.

Corvina por sementera

La higuera que vigila el estudio del escultor Fernando Mayoral apareció ayer en el patio como una pieza fundida en bronce. “Ahora que acaba la sementera, viene la helada” me decía el autor de algunos pasos procesionales de la semana santa zamorana como “La última cena”. En el discurrir por la carretera de Salamanca a Toro, antes de llegar al Guarrate de Luis Miguel de Dios queda La Vellés en un extraño mar de ocres, sienas, cafés y tabacos. Buscando el nombre de un pigmento que defina estas tierras uno puede percibir que sementera viene a ser precisamente el color y para qué buscar otra definición si la tiene delante de sus ojos, ante la palabra misma. El maestro de las palabras, José Antonio Pascual, ya lo advertía en su discurso de ingreso en la RAE recordando a Tzvetan Todorov: “A la memoria se la representa en el Renacimiento como una mujer de dos caras, una de las cuales mira al pasado, mientras la otra vuelve sus ojos hacia el presente; nos previene este ejemplo del conflicto que se produce entre la fidelidad que tenemos los seres humanos a la historia y la comprensión con la que solemos justificar nuestro presente.”

Así que estamos en tiempo de sementera y en tierra de labranza, por eso, el amigo Argimiro, compañero de tertulias, baja del tractor con la lumbalgia de la época, mientras se retuerce en Losilla, más allá de Carbajales. La vida nos da que ahora atardece temprano, porque es cuando me figuro que podríamos echar unas corvinas a la brasa y apañar un hueco para la charla con estos sembradores de tierra adentro. He dicho corvina, sí, ya sé y de ahí el contraste que tiene un pez originario del Pacífico y que ahora puede verse en los mostradores de cualquiera de las pescaderías de la ciudad, incluso en el pedido del vendedor ambulante que pasa por El Maderal. Esta otra palabra, corvina, la ví por primera vez en un cuento de Eduardo Galeano, el gran escritor uruguayo que en “Memorias del fuego” detalla la historia al desnudo a través de las palabras, los testimonios, las noticias escritas y orales, las leyendas y también las narraciones de los marginados siempre. García Márquez no desdeña tampoco unas corvinas en sus amores desvencijados ni Vargas Llosa en aquella histórica casa verde. Pero con los años, la corvina había quedado ahí clavada, como una punta oxidada en la membrana de la memoria hasta que la joven de la pescadería me preguntó qué hacía con el pez en la mano, si lo abría como un libro o lo dejaba tal cual como si fuera pariente de una lubina. “¿Y cómo lo hacen allá?”. “Al horno”. “Pues eso”. De pronto surgió el recuerdo de Galeano y ahora, al salir del estudio de Mayoral y dejar atrás la higuera y los moldes desvencijados de los apóstoles de la última cena, me pregunto ante un campo de sementera si no podrían ellos haber echado unas corvinas a la brasa, en aquel tiempo.

Todo queda tan cerca y tan lejos de la geografía, en la geometría de este paisaje duro, seco y frio más allá de Fuentesaúco, que unas corvinas por sementera bien podría firmar el sentido de las palabras hermanadas entre el mar y la tierra dentro en aquel jardín de senderos que se bifurcan del que hablaba Borges. Y también el escultor Fernando Mayoral.