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domingo, 18 de noviembre de 2007


El murciégalo ilustrado


A Gabriel Solé Enríquez

Aníbal Lozano


Mi vida pasó de ser un templado clarinete a una sórdida trompeta el día en que Lidia me llamó para entregarme el último cheque. Así supe que había muerto o quizás, que había vuelto a nacer. Aquello formaba parte del empleo pues para la editorial yo había sido hasta entonces un negro obediente, un relator eficaz y sobre todo un anónimo honrado.
Una mañana de jubilado, mientras daba cuenta de ostras y albariño, alguien olvidó su periódico sobre la barra. No quería volver a ver una sola palabra pero el titular del Celta me encandiló. No fue la noticia del zurdo brasileño lo que me hizo derramar el vino sino el faldón de la publicidad que cerraba página: “Hoy se presenta en el Bahía ‘El murciégalo ilustrado’, la última novela de Lapoche”. Aquel anuncio me envolvió la cabeza de rencores y planes. No era posible más humillación. ¿No fui yo quien había jugado con las grafías de aquella arquitectura literaria a fin de darle gusto al director para que Lapoche, un zampón de vanidades y moluscos, apareciese como un impecable seductor de la filología en un mercado que no poseía?. Él y su yo eran vísceras de televisión. Pero, si bien él no era sino un falso novelista yo ahora me convertía en un asesino disfrazado. No fue difícil acceder al cóctel y servirme del favor de viejos conocidos para ocuparme de las ostras más exquisitas en la bandeja cercana al autor. Ni Vitelio hubiera rechazado semejante tentación, pese a que Lapoche pudo llegar hasta el baño cuando se sintió indispuesto. Mientras el presentador excusaba su ausencia, una infamia caía sobre el lavabo y el níquel del grifo reflejaba el gris azulado de un rostro con rabia. “Fue una mala ostra” escribieron sobre su muerte.
“Ya es mala suerte, sí, que un novelista muera atragantado, sin decir palabra. Eso le pasa por no saber escribir murciélago. ¿No le parece? ... –bromeó el barman. Y continuó: “Lástima, porque a mi mujer le gustaba eso del murciégalo. Tiene gracia”. “Claro” –añadí, mientras me servía un albariño del noventa y dos y un hombre flaco interpretaba a Gershwin en la puerta del hotel.
El otro Zamora


Aníbal Lozano

Al eco del legendario cancerbero que acompañaba la alineación recitada por mi padre y de la que no comprendía cómo sólo dos defensas, aun siendo ellos Ciriaco y Quincoces seguían siempre a Ricardo Zamora, como Epi y Blas, o Hernández y Fernández, contrasta ahora la reciente desaparición del profesor Zamora Vicente, cuya resonancia filológica algo tiene que ver con la de este recuerdo evocado. Conocemos a las personas por la huella que imprimen, ya sea en uno u otro lugar de nuestra vida o a un lado y a otro de lo que nos contaron sobre la suya al no coincidir en la nuestra misma o, indirectamente puede que sí, que en el marco del tiempo seduce lo que fueron en vida por la memoria recobrada de lo que sentimos. (Por cierto, ¿vendrá algún otro inquisidor a expoliarnos en muerte lo que nos fue arrebatado en vida?. En fin, dejemos tamaña estudipez para los indolentes).
El caso del profesor Zamora, de tan amplia resonancia épica por lo que el guardameta hizo en la arqueología del fútbol, guarda, sin duda, un espacio singular en la alineación de cuantos filólogos han alimentado durante generaciones el estímulo por los estudios hispánicos y la filología románica. Ni que decir tiene que su eco gravita en la facultad de Filología de Salamanca de cuya Universidad fue catedrático antes de tomar el tren hasta Madrid. Ilustre forjador de la escuela de estudios hispánicos, solía decir en vida que era el último discípulo nada menos que de don Ramón Menéndez Pidal. Zamora, el filólogo, asociaba su amistad además hasta Américo Castro y, como no, Dámaso Alonso. Nombres que, como Alvar, Lapesa, Alarcos, Bustos, Llorente o Lázaro Carreter han configurado junto a otros y otras, como María Moliner o Rosa Lida de Malkiel, las otras alineaciones de la Filología.
El manual de “Dialectología española” de Alonso Zamora Vicente aún hoy sigue siendo un punto de referencia para muchos profesores y estudiantes y ha servido como base para nuevos estudios de dialectología. Libro que ocupa algo más que la consulta sobre un fenómeno, como la metafonía, el cambio de pronunciación de una letra por otra, el trasunto de Zamora Vicente tuvo que ver también con su memorable discurso de ingreso en la RAE publicado después en un maravilloso libro como es “La realidad esperpéntica”. Ya en los años de transición, el profesor se acercó de nuevo hasta Salamanca para presidir el tribunal de la tesis doctoral de Ciriaco Ruiz, profesor de la USAL, sobre la lengua de Valle Inclán. El filólogo de reminiscencias épicas sacó entonces de la chistera eso que acompaña sólo a los sabios y que alguien ha resaltado recientemente: la decencia. Vaya el recuerdo por tanto de Zamora, el otro guardameta de las palabras.
GABRIEL Y GALÁN EN LA MEMORIA DE UN JUGLAR SALMANTINO: MANUEL DÍAZ LUIS


Aníbal Lozano

Más que un mote o apodo que diera nombre a lo que ocultaba la memoria en su combate con la ficción, el de Julio Burrablanca es un heterónimo, aplicado por oposición a «autónomo», al que es regido por un poder ajeno a él. Así aparece tal personaje en Las aguas esmaltadas[1], novela de Manuel Díaz Luis publicada hace veinticinco años, punto áureo de su obra, hoy corta, pese a lo intensa y embriagadora, a los diez años de su muerte.

Manuel Díaz Luis nace el 3 de junio de 1956 en Campillo de Salvatierra. Tras hacer estudios de Historia y de Psicología ve publicados sus primeros poemas mientras forma parte, en la transición de los setenta, del grupo TLALOC que reúne a músicos, intérpretes y poetas como Quini Sánchez, Ángel Luis Prieto de Paula, Juan Miguel González, Francisco Mata y más tarde traba la amistad con el pintor, también desaparecido, Florencio Vicente Cotobal. Manolo Díaz es un cantautor que buceará irremediablemente en la otra línea del folklore, intimista y personal, en torno a la memoria de las gentes de Escurial de la Sierra, Endrinal, Frades de la Sierra, Linares de Riofrío y, como no, Monleón.

“Los mozos de Monleón se fueron a arar temprano/para ir a la joriza/remudaron con despacio”. Entre la copla recuperada por García Lorca para ser cantada por La Argentinita y la dramaturgia que Ángel Carril imprimiera al romance queda, entre medias, como el Caballero – la flor de Medina, la gala de Olmedo-, el espacio y el eco de algunos poetas cuya voz en la tierra tiene que ver con el empleo que dieron en su día los ciegos al papel de su romance. Son poetas del pueblo, como así se ha dicho, y su palabra habita en la transmisión oral, en la razón y el tiempo como denominador común de la tradición a la que se suscriben.

Fronteras o límites, lo que separa o une a la tradición de la literatura popular forma parte de la geografía humana a la que dedicó memoria y ficción en su obra Manuel Díaz Luis. Y, en este recodo de su creación, ¿qué hay, qué hubo y qué tiene que ver la poesía de José María Gabriel y Galán?. A la casual o no-ubicación de la otra geografía física que atesora el paisaje de la Sierra baja salmantina, en las faldas primeras del Cervero, lo que resulta del poeta de Frades es la huella perceptible desde su imagen en los registros del autor de Las aguas esmaltadas.

Lo que el poeta padece y actúa es fuente copiosa de poesía verdadera. Son palabras de Emilia Pardo Bazán, según anota Jesús Gabriel y Galán Acevedo[2] en su libro sobre su abuelo. Se refiera a otro poeta salmantino, en quien descubre un alma gemela de Gabriel y Galán:

“La biografía es diferente: Ruiz Aguilera fue uno de tantos muchachos de provincia como se lanzan a Madrid. Rebosando ilusiones, después de haber agotado en el pueblo de su nacimiento lo que puede dar de sí la vida literaria, esas tertulias y círculos donde se encandilan los ingenios mozos, donde se entrenan y preparan a luchar por la nombradía.../... Con todo, no sé si la cultura estorba o auxilia al poeta en este caso.../... el autor de cierta bien forjada superchería popular y de cuentos aldeanos de sabor genuino, el autor de las donosas Querellas del ciego de Robliza y de las historietas Del campo y de la ciudad.../...”

Anota Pardo Bazán que se conmueve a una generación –al menos en poesía lírica- cuando la vida se desposa con el arte. ¿Se perdió por ello la Arcadia salmantina del siglo XVIII?. ¿Puede llegar a ignorarse desde entonces el territorio de palabra tales como la sementera, la siega, la arada...?. Quizá no resulte baldío atravesar los recovecos de aquella poesía de la arcadia salmantina, de Meléndez Valdés a Cienfuegos o a Quintana para entender el paisaje poético de José María Gabriel y Galán y de lo que vendrá años después.

“Estoy en el pecho
presidiendo mi hermosa sementera.
Todo lo escucho con avaro oído:
el blando hundirse de las anchas rejas;
el suave rodar hacia los lados
de la mullida tierra...” [3]


No es extraño que don César Real de la Riva citara esta sementera como “una iniciación tímida y hasta torpe, donde surge el más bello poema labriego de la poesía castellana” [4] como una de las más hondas y sentidas bucólicas.


El territorio de la fecundación no es ajeno a la complicidad de los poetas. Fue en Frades de la Sierra, durante una de las actuaciones de Manuel Díaz Luis como cantautor, donde emergió la defensa de éste sobre la poesía de aquel, tomando como denominador común del relato la cercanía de las gentes y la lectura de sus versos. No escapó el juglar –al fin y al cabo de eso trataba su oficio- del hecho de presentir la palabra en boca de quien la aprehendía con una “h” intercalada en el aliento.

Resultaba que la obra incipiente de Manuel Díaz Luis emergía de la hondura de la tierra y de la palabra fidedigna que había encontrado al traspasar la línea de una tarde cotidiana, al caer el sol, frente a las Quilamas:


“En el orfandad del monte
Vencida ya la tarde
Y el sol allá en poniente, como huido,
Regreso por la fronda de castaños
Con nidos de oropéndolas vacíos:
Qué sola está la tierra sin los pájaros,
Y qué desamparada la hoz del río.
La torre del castillo, sin cornejas,
Y el pueblo, solitario, recogido
Dentro de las murallas,
Encerrado en sí mismo:
Las tierras de labor abandonadas,
Los sembrados perdidos.”[5]


El poema se llama Monleón. Lleva por nombre el del pueblo en el que Manuel Díaz Luis levantó un mundo de ficción sobre la realidad de las gentes, circunscribiendo la memoria del lugar a un mundo onírico. Da la estricta casualidad de la proximidad entre Monleón y Frades de la Sierra.

Carretera provincial al uso, hay que marcar el camino entre Endrinal y Fuenterroble para dar con los huesos en la linde para avistar el torreón.

Frente a la puerta legendaria de los carros hay plantada desde hace años una catalpa que le recuerda que con ella el juglar diera nombre a una columna de periódico.[6]

Estamos, “como la vida reza”, a la misma altura del trabajo y del hombre, como recoge Fernando Gómez Martín en su libro El campo salmantino en la poesía de Gabriel y Galán,[7] pues ese era el ora et labora también de Manuel Díaz Luis en lo que le llevó su exilio interior en la misma sierra.

“Tú no sabías entonces los años de la tierra. Toda ella era de gozo y tenía tu tamaño. La esfera que giraba en la mesa de la escuela. Creías que aquel mundo redondo que cabía en tus manos, era el pueblo y su gente, la dehesa y las montañas, lo que veían tus ojos, todo lo que tocabas, que más allá, detrás de aquellos límites de tu mundo pequeño, estaba el cielo y Dios, su reino, la tierra prometida de la Historia Sagrada de las enciclopedias, el bien y el mal que aún no conocías. Allá se iban las gentes que no volvías a ver después de los entierros. La muerte era una fiesta que nunca te afectaba ”.[8]

Como en los mozos de Monleón, el designio era una palabra no sucedida pero advertida en el horizonte. Es Tierramadre la segunda novela de Manuel Díaz Luis, tras la exitosa aparición de Las aguas esmaltadas, pese a que pueda haber sido pergeñada antes y su prosa poética nos invite al conflicto que se debate en el inventado –pero existente- pueblo de San Andrés de la Sierra.

Quizás sea en Tierramadre donde el ahondamiento galaniano y el sentido de compartir su naturaleza poética se nos hace más evidente. De los cuatro libros que componen uno solo, es en el primero de ellos, el que lleva este nombre, donde acontece el paralelismo temático con la poesía que nos reúne. Lo que es narrado por un niño, en segunda persona, es lo que nos afecta: la rueda del tiempo.

José Luis Puerto, prologuista de varios de los libros de Manuel Díaz Luis, habla “del espacio y al tiempo primordial como fuente de toda revelación primera, que es la que, sin duda, deja las huellas más hondas y salvadoras en el alma humana”.[9]

Hay, por tanto, en esa búsqueda de la exploración rural, en el tejado y en el suelo de la literatura oída frente al fuego y en el habla de las gentes, un material sonoro y profundamente popular que el autor incorpora, no como el etnógrafo que detalla el registro de una conversación implacable sino como el poeta que intuye la emoción de lo revelado. Así, podemos sugerir la aparición de personajes versificados en la obra de Gabriel y Galán y reinventados en la prosa de Tierramadre.

Más allá de imágenes paralelas, encontramos en Las aguas esmaltadas estos ecos del Tío Tachuela galaniano:

“El ruido continuaba simulando, sucesiva y lentamente, zumbar de viento en el bosque, fragor de trueno lejano, sorda amenaza de nube cargada de granizo destructor, redoble de mil tambores de guerra, rumor de río despeñado, y luego, rodar de hierro... rodar de mucho hierro sobre más hierro..., / ... y al Tío Tachuela se le llenó el corazón de ternura mientras los veía pasar, porque eran cosas muy suyas, y las lágrimas le enturbiaron las pupilas... Y cuando todo aquel mundo estrepitoso y magnífico pasó, y en la próxima curva se iba hundiendo con marcha solemne y brava, el tío Tachuela sintió en toda su grandeza la maravilla de hierro que antes había maldecido, y la quiso saludar. Se atragantó ”.[10]

Quedamos, por tanto, en que el tiempo tiene que ver con la lexicalización de una palabra y así también con los dibujos de la memoria, pues entre Tio Tachuela y aquel Tio Berna, de Monleón, habita esa huella palpable del horizonte literario.

A esta misma razón, la de palpar la memoria en la complicidad de cuanto la memoria atesora no escapa el reciente libro de otro poeta de la tierra, Manuel García Blanco, cuya obra Yesca y palabras angulares[11] dedica por cierto, pues –nada es por causalidad- a Manuel Díaz Luis:


“Si tenemos que morir
nacemos para el camino.
La claridad no sueña ser día
ni por los montes el río precipitarse.
A la nada volvemos. Por nacer
la carne a la tierra
o se avienta, materia para el camino.”

Camino. Ésa es la palabra del escritor mientras conjugaba los versos de “El embargo” poniendo detalle en el ritmo, porque el verso en sí mismo es canción, como el juglar que ante las gentes dialoga en conciencia con su tradición.

En una hermosa carta que José Luis Puerto hizo pública para el prólogo de Labor de hombre[12], encontramos este detalle:

“Querido José Luis: Aquí tienes los poemas de que te hablé. Forman parte del trabajo de este año y creo que va en ellos los mejor de mí mismo. Son poemas de vida y esperanza, himnos de alegría y luz que me han sorprendido gratamente porque me han llegado como por asalto, cuando menos los esperaba, y creo que son un fiel reflejo de mi estado de ánimo desde que dejé la moribundia salmantina. Espero hacer algunos más y concluir este trabajo a finales de verano o de año, para meterme de lleno con los “HIJOS DE BRIBIAS”, mi segunda novela.” [13]


No es extraño que José Luis Puerto cite los signos cenitales del libro “de un modo lírico y muy puro del territorio primordial de Manuel Díaz Luis: la naturaleza, la niñez, la geografía salmantina del sur, Monleón, la Sierra de Francia, Batuecas, los elementos cósmicos (la luz, el viento, el agua...), ciertas claves religiosas... es decir, toda la urdimbre en la que el poeta se reconoce y en la que teje su sentido vital, en busca de una plenitud, que él nombre en ocasiones como resurrección”.[14]

Bien, pues tales elementos no son ajenos a la arcadia que Gabriel y Galán dibujó en “Castellanas” y “Extremeñas”. La ruralidad –como indica el antropólogo Flores del Manzano- bulle en los versos galanianos[15].

Es más, “nos acerca el poeta al ensimismamiento de los hondos valles y de las frescas vegas. Nos sube a las conspicuas sierras y hasta las agrias breñas. Nos pasea por unos campos –salmantinos y cacereños- mansos y cadenciosos”. Es verdad que estamos ante imágenes aliadas y percibidas bajo el denominador de la naturaleza y la interpretación del lirismo como factor sensorial. ¿Puede decirse que tal paralelismo es al uso costumbrista?.

Esta es una idealización que tiene que ver con el mismo hecho de la observación de la propia naturaleza y de sus gentes sobre la memoria y la palabra donde habita. Ya desde entonces, como así presimía el título primero de Las aguas esmaltadas,[16] el juglar había decidido cerrar la barra del Corrillo y vivir, hasta su temprana muerte, en 1996, en Santiago de Compostela.

El juego del amor y la pasión se habían comprometido definitivamente. Acaso como en un lejano paralelismo recóndito con el poeta de Frades, que acabó siendo cómplice de la dialectología extremeña en Guijo de Granadilla. Razón de amor y de paisaje.

Aún así, la memoria de los versos aprehendida en los pueblos de la sierra salmantina, llevó indudablemente a Manuel Díaz Luis a acercarse hasta ellos como juglar primero, y a regresar como escritor después, mientras interpretaba la obra de Gabriel y Galán, enhebrando esa aguja de finísimo alcance que hay entre la carne y la palabra.

Salamanca, 2005.

NOTAS
[1] Las aguas esmaltadas. Manuel Díaz Luis. Seix Barral. Madrid, 1990.
[2] José María Gabriel y Galán. Su vida. Su obra. Su tiempo. Jesús Gabriel y Galán Acevedo.
Editora Regional de Extremadura. Junta de Extremadura. 2004. pp.669.
[3] Las Sementeras. Poesías Completas. . José María Gabriel y Galán.
[4] Vida y poesía de José Mª Gabriel y Galán. César Real de la Riva. Publicaciones de la Diputación Provincial de Salamanca. 1954.
[5] Labor de hombre. Manuel Díaz Luis. Amarú Ediciones. Salamanca, 1999.
[6] Durante 1995-1996 Manuel Díaz Luis publicó una columna semanal “A la sombra de la catalpa” en el diario TRIBUNA DE SALAMANCA, colaboración que se interrumpió con su muerte.
[7] El campo salmantino en la poesía de Gabriel y Galán. Fernando E. Gómez Martín. Ediciones Diputación de Salamanca. Salamanca, 1992. pp. 139.
[8] Tierramadre. Manuel Díaz Luis. Presentación José Luis Puerto. Amarú Ediciones. Salamanca, 1994.
[9] Prólogo de Tierramadre. José Luis Puerto. Edic. Citada.
[10] EL TIO TACHUELA. Obra Citada por César Real Ramos en catálogo de la exposición “José Mª Gabriel y Galán: un fragmento de infinito”. César Real Ramos. Exposición conmemorativa del cincuentenario de la muerte de Gabriel y Galán. Frades de la Sierra. Ediciones Diputación de Salamanca, mayo 2005. (Obra en imprenta).
[11] Yesca y palabras angulares. Manuel García Blanco. Colección Autores salmantinos. Ediciones Diputación de Salamanca. Salamanca, 2004.
[12] Op.cit.
[13] Op.cit.
[14] Op.cit.
[15] La vida tradicional en la obra del poeta. Fernando Flores del Manzano. Publicado en el suplemento “Gabriel y Galán en el centenario de su muerte. HOY. Jueves, 6 de enero de 2005. p. 18.
[16] El título original de Las aguas esmaltadas fue “Yo le digo desde entonces”. El cambio fue debido a la consideración que la editorial hizo al autor alegando motivos de imagen.

GRAHAM GREENE Y EL OTRO QUIJOTE



Graham Greene y el Padre Leopoldo Durán recorrieron España durante años hasta dar vida a “Monseñor Quijote”



Aníbal Lozano
Un día inexacto de hace veinticinco años, el escritor Graham Greene se encontraba junto a su amigo el padre Leopoldo Durán ante el nicho número 340 del cementerio de Salamanca. Para entonces, el autor de “El americano impasible”, “El poder y la gloria” o “El tercer hombre”, no podía prever que ante la tumba de Miguel de Unamuno recibiera un destello de profunda pasión por un personaje que a ambos escritores sedujo con la inmensidad de un rayo, desde que Cervantes le pusiera por nombre don Quijote. ¿Qué hay, qué hubo, qué sucedió desde aquel viaje, al que siguieron otros muchos a España, para que Graham Greene, como Unamuno, Ortega o Borges escribiera su propio Quijote?. Puede que la memoria aún ardiente del hoy anciano padre Durán evoque más que un retrato nostálgico del gran escritor británico el paisaje humano y doliente que le llevó a escribir una singular obra como “Monseñor Quijote”.

Vayamos por partes. De los viajes por Greene por España, relatados por el padre Durán en su libro emblemático “Graham Greene: amigo y hermano” (Espasa, 1996) puede desprenderse que, en realidad, el largo caballero británico andaba ya metido en pieles y alma quijotescas, observando hacia fuera en una España de transición y auscultando hacia su adentro en un conflicto permanente con su fe. El catolicismo de Greene podía valer como paisaje de la Mancha y en “Monseñor Quijote” eso se revela, rebelándose, en su interior. Lo que sucede en esta novela no es sino el viaje agónico de dos hombres frente a todo y frente a la nada, de ruta por una España cuyo retrato se deja sentir en la Castilla interior, desde Ávila al ahondamiento más cercano a San Juan de la Cruz que a Santa Teresa hasta dar en Salamanca ante la tumba de don Miguel y pergeñar el motivo de su obra literaria. También en Salamanca, claro, nace la contradicción.

Según Emilio Pascual, cervantista y director editorial, “Unamuno es contradictorio en todo, escribió primero un artículo titulado “¡Muera don Quijote!”, y más tarde, en la propia Vida de don Quijote y Sancho lo reconoció y pidió perdón al caballero”. En uno de sus exilios, le habla de sus calcetines a su mujer: “desechos, acaso para que pueda decirme lo que se dijo Don Quijote, mi don Quijote, cuando vio que las mallas de sus medias se le habían roto, y fue: ¡Oh pobreza, pobreza!”. Estaba hablando del alma, como Greene en su propio Monseñor... así lo reconoce. Pero si Salamanca es para Graham Greene “la ciudad eterna” no es casualidad que uno de sus lectores más profundos sea de Barcelona.

El doctor Ramón Rami Porta es un eminente cirujano torácico que trabaja en el Hospital Mutua de Terrassa y él ha indagado en los vericuetos de “Monseñor Quijote” hasta repetir el itinerario que llevó durante años al propio Graham Greene y al padre Durán en la ruta del caballero y el escudero. “A Greene –alude el dr. Rami- le gustaba el sonido de la palabra compañero y la utiliza en español en el texto original. Greene prestaba atención al sonido de las palabras cuando escribía”. Su estudio sobre M.Q. es un espléndido catalejo para desnudar la esencia del autor del “Dr. Fischer en Ginebra”, el escrutador de los ambientes tórridos del poder en torno al espionaje político y las guerras insurreccionales (Greene predijo la entrada norteamericana tras el conflicto de los franceses en Indochina) y el hombre que evitaba ver las películas sobre sus novelas pese a que se tratara de buenos trabajos como los de Alec Guinness, James Mason o, nada menos que Orson Welles.

El Padre de Durán nos recuerda desde Vigo, que “Greene se enamoró de Salamanca, porque extraordinariamente se encontró, además, con Unamuno”. Jose “Valencia” regente del restaurante que lleva su nombre en el callejón salmantino de la calle Concejo, recuerda el paso de GG y su amigo “el cura” por la casa. Le dedicó una firma en el libro de honor y le regaló un par de botella de “verdejo” para seguir haciendo boca hasta Valladolid, León, La Rioja... hasta llegar, como final de trayecto, a la Galicia del Padre Durán que reservaba para la ocasión habitaciones en el Monasterio de Oseira. Lo que la línea del viaje trazaba era la definición de una amistad pero también, desde la visita a Unamuno, la historia se tornó en trascendencia por cuanto ficción y realidad se mezclarían, desde entonces, de manera indeleble.

La profesora Asunción Alba Pelayo recoge, en un magnífico estudio comparativo las sombras y luces entre Unamuno y Greene. Y hace constar lo siguiente: “También Unamuno, como Greene, se siente un poco Don Quijote incomprendido, y cuando oye los juicios que se emiten sobre sus dichos piensa: “¿No será acaso que pronuncio otras palabras que las que me oigo pronunciar o que se me oye pronunciar otras que las que pronuncio?. Y no dejo entonces de acordarme de la figura de don Quijote... Porque hay una turba de locos que padecen la manía persecutoria, la que se convierte en manía perseguidora, y estos locos se ponen a perseguir a Don Quijote cuando éste no se presta a perseguir a sus supuestos perseguidores”.
Llevó a Greene escribir “MQ” cerca de siete años, lo que implica, por otra parte, que en torno al cura de aldea, convertido en Monseñor y a su compañero de viaje, el alcalde comunista que lo acompaña para aliviar el dolor por las elecciones perdidas, hay un poso lento para la creación de los diálogos y un tiempo que lucha, permanentemente, por ser real desde la ficción y viceversa, además de una inescrutable sensación de intimidad y memoria: “Siempre hay una frontera en los temas de Greene –recuerda el Dr. Rami- que no se puede cruzar, un recuerdo permanente de la puerta de paño verde que separaba la escuela de Greene, y su ambiente poco amistoso, de la seguridad de la casa de sus padres”. El autor de “El cónsul hononario” y su amigo Leopoldo Durán continuaron su viaje por España, durante años. Mientras se alimentaban en ruta, ya en fondas como en merenderos naturales, crecía en Greene la necesidad de simular su historia personal desde el fondo de un personaje mítico y eso le llevó a Unamuno. Pero a don Miguel le traspasó otro personaje, que dialogaba contra su propia fe.
Aproximadamente a cien kilómetros de Zamora, entre las líneas de Orense y Portugal, se encuentra el Lago de Sanabria. Mítico, sobre una de las laderas se alza el pueblo de San Martín de Castañeda, convertido en Valverde de Lucerna por Miguel de Unamuno en “San Manuel Bueno y Mártir”, quizás un alter ego del mismo Quijote, un homónimo de su hermano Juan o, acaso también, de su propio “otro”. Indudablemente, en la lucha que Graham Greene jugaba consigo mismo, entre su fe y su matrimonio, sus visitas prostibularias y sus tramas, sus agentes y sus símbolos de transformación entre personajes de su propio yo, no resta cuidado que tal paisaje le llevara a su propia confidencia literaria. Lo curioso es que hoy Sanabria reivindica su Quijote. Leandro Rodríguez es un estudioso del habla de Cervantes que ha publicado el “Léxico en el Don Quijote de la Mancha y Cervantes de Sanabria”. De ello se percibieron también los lexicógrafos Maribel Riesco Prieto, que permanece en nuestra memoria y su esposo Enrique Fontanillo Merino. “De Cervantes hablé –dice Leandro Rodríguez- con Pura, ejemplo de tesón e iniciativa solidaria, nacida y criada en Santiago de la Requejada donde había sido pastora. Me informó que desde que cobra la pensión de ancianidad ha comenzado a estudiar la gramática y a leer el Don Quijote de la Mancha. –tengo que decirte, me dijo, añade Leandro Rodríguez- que el Don Quijote sólo lo podía escribir un sanabrés”. ¿Llegó tal eco hasta el mismísimo don Miguel de Unamuno y después hasta Greene?. Nada está lejos.
Lo que subyace en el Quijote de Cervantes es, además de todo lo que se quiera interpretar, una historia de amistad y ese es el recado que deja también Unamuno en su “Vida de don Quijote y Sancho” y, como no, Greene en su Monseñor. ¿Qué le llevó a camuflarse en la obra, él mismo, como Quijote y hacer de éste nada menos que otro personaje en las tripas de un Monseñor y dejar a Sancho en manos de un alcalde comunista, lector de Lenin hasta las entrañas si en los viajes de la vida real los hacía Greene junto a un cura llamado Leopoldo?. Esto fue así, hasta el final de su vida, en que decidió invertir los papeles tal como señala el Dr. Rami,: “Hay coincidencias asombrosas en las muertes de Monseñor y de Greene. Sus papeles parecen haberse intercambiado. Monseñor fue sostenido por un atento y cuidadoso Sancho, que había estado observando muy de cerca el deterioro de la vida de Monseñor durante la misa, hasta que al final se cayó. Greene murió en compañía del Padre Durán, como había deseado, y el Padre Durán le cogió de la mano durante los últimos minutos de su vida, observando cuidadosamente su respiración superficial hasta que se paró. La muerte de Monseñor fue como una premonición transferida: lo que Greene escribió de Monseñor le pasó realmente a él”.
En fin, así como no hay Don Quijote sin Sancho, declaremos que no hay historia alguna sin pasión en torno a la huella que Cervantes dejó en la trastienda del alma, caso de Graham Greene, el tercer quijote.
Material memoria
Aníbal Lozano

En este año se han cumplido veinte de la muerte de Aníbal Núñez (Salamanca, 1944-1987) cuya vinculación con Zamora residía tan cerca y tan lejos como entender su ausencia más allá del ámbito de la habitabilidad. De haber vivido hoy pasaría de cumplir los sesenta, cifra que según las impertinentes divisiones geoliterarias, falsamente estratégicas y aduladoramente crueles, el poeta –y pintor- sería considerado un clásico. ¿Bajo el mismo malditismo con el que vivió para unos y para otros, incluso –como no- para sí mismo?. Es posible.
Llevó a Aníbal Núñez titular Primavera soluble varios espacios de su vida entre­lazados y mezclados. No parece extraño, por tanto, que José Ángel Valente reparara en su obra y la prologara: “Inútil arrepentirse. Si se ha avanzado un pensamiento, ya no cabe retroceder. Se retrocede, a veces, por conveniencia o miedo. Mas, ya sabiendo que estar aquí es puro aparecer efímero entre una y otra nada, nada juzgaríamos capaz de retenernos o de impedirnos franquear el límite que apenas nos separa de la aniquilación final”. Así que veinte años nos separan de la primavera en que murió Aníbal Núñez y su poesía sigue siendo un referente de absoluta atención en la lectura contemporánea.
La irónica mirada que arroja sobre Villar y Macías y sobre la sociedad salmantina que lo maltrató tiene una doble interpretación en “Alzado de la ruina”: “Circulan dos relatos –anota el crítico Miguel Casado desde los versos de A.N.. sobre el lugar preciso donde Villar y Macías se arrojó-; para la versión culta, ‘un remanso apartado de aguas limpias’, para la popular, el puente en que ‘se vertían / todas las inmundicias de la ciu­dad”.
Desvelar, por otra parte, el contenido de un poema como “Casa Lys” resulta innecesario. Donde ahora hay un Museo de Art‑Decó y de peleas judiciales la palabra hace tiempo tomó ventaja: “...los troncos balaustres / remiten a los ojos incendiados / al desa­sistimiento que, en los límites / de la ciudad caduca, altos muros leprosos / representan...”.
Las dos últimas muestras aparecidas este año en Béjar y Salamanca: “Cartapacios” y “Estampas de ultramar”, al amparo de la Fundación PREMYSA y de la Diputación de Salamanca, respectivamente, que han corrido a cargo de Germán Labrador Méndez y Fernando R. de la Flor dan fe de la trascendencia y vigencia de su gran obra poética.
Por ello, desde la rebelión, desde la náusea incluso, desde la belleza y desde la verdad pese a tanta dureza que asoló su biografía, la palabra de Aníbal Núñez queda en ese instante donde “el diamante y la ternura” asoma por encima de cuanto desvelara el poeta José Ángel Valente en su memoria para concluir que su obra destaca hoy, aquí y allá, sobre la de “tanto vivo difunto”.