Vistas de página la semana pasada

viernes, 2 de enero de 2009

Nochevieja



Ya en el pasillo, sintió que le crujían los huesos. Le había desvelado la próstata, lo que le obligaba a levantarse como si se tratara de un sms enviado en clave biológica. En tal estado, nunca podría encontrar un final para su novela, ni siquiera pensando en la amenaza de las dos semanas de plazo para entregarla. Se había empeñado en recordar los sueños uno a uno y creer que alguno de ellos le provocaría un argumento sin igual para el último capítulo. Por eso, últimamente solía dejar en el suelo, junto a la cabecera de la cama, un cuaderno y un lápiz de color, pensando que el alivio de la orina le ayudaría a escribir el desenlace soñado en una hoja de papel. Aquella noche creyó escribir tanto y tan deprisa que acabó rendido en la profundidad de otra somnolencia.

Regresó a Zamora con la esperanza de sacudirse algunos recuerdos que se fragmentaban en su memoria como el rompecabezas de un niño. Desde el autobús dibujó al otro lado de la plaza la memoria de un bazar en otro lejano lugar y de aquella mujer que no se arredró al ver destrozada la panificadora por un bombardeo. Desde el primer día que pasó frente a aquella ruina creció su interés observando el afán por evitar la cruda realidad. La veía junto a un niño que vestía una camiseta del Barça con un diez dibujado a la espalda, contrastando su apariencia como extrañísimo futbolista en una ciudad moribunda. Días después la descubrió atando las tuberías que quedaban desnudas, dándoles una sensación de órgano a la intemperie mientras las encajaba entre la metralla, lo que le daba una figura incierta de escultora en un museo de siniestros bajorrelieves. Fue entones cuando el capitán de Ingenieros ordenó detenerse un instante y las miradas de ambos coincidieron, la de ella y la suya, cruzándose sin conocerse, sin intuirse siquiera en aquella mañana, tan lejos, tan cerca aquella primavera de otras -pensó el capitán- mientras indicó al conductor del BMR que continuara camino. Hacía tres meses que se había desplegado sobre la pequeña ciudad encajada en un incipiente valle que disimulaba el carácter rocoso de la pequeña cordillera al este de Herzegovina con la misión de detectar y desactivar las minas que tras de sí había dejado el ejército serbio al retirarse de Sbrenika.

Mientras se veía frente al espejo salpicó su rostro de espuma y se fijó, solemne y malhumorado, en la cuchilla de afeitar. Fue entonces cuando recordó el cuaderno de notas. Corrió hacia el dormitorio, y allí estaba, en el suelo, entreabierta la libreta con un lápiz entre las hojas. Por un instante en muchos meses se sintió aliviado. Cayó de rodillas y temiendo que la espuma emborronara el papel se aferró a él como Long John Silver al tesoro que nunca disfrutó. Y leyó: “Al sentir su cuerpo en el suyo un latido se apoderó del rompecabezas extraviado en su infancia. Ella le dijo que cerrase los ojos. Su boca se había convertido en la cueva carnosa de una ballena. Sintió una profunda sensación de ternura mientras abriendo tímidamente los ojos observó que ella los tenía cerrados, como en trance, como si aquel descubrimiento maravilloso no fuera a acabar nunca. Bailaban. Era Nochevieja”.
Los otros



Ando estos días devorando otra vez la espléndida traducción del amigo Pollux Hernúñez -salmantino afincado desde tiempos de Plauto en Bruselas- que hizo en su día de “Oliver Twist” y una y otra vez el eco de Dickens se reproduce ante la vida como un espejo. Aunque se insinúe por parte de ellos que la cultura española ha exportado además del Instituto Cervantes el corte y confección de la picaresca económica allende los mares, mal que le pese a anglosajones, kuwaitíes y dubaitianos (si les extraña el gentilicio de esa finca artificial donde se juega el mundo no les asuste) nos queda aquí la ceniza de Dickens, las estaciones de autobuses y los cartones, los portales y San Martín compartiendo la capa con un mendigo mientras un adolescente se entretiene en quemar vivo a otro pobre que duerme donde puede y donde no le dejan. La España de “Plácido”, por otra parte queda aquí de nuevo, en la pantalla de la vida cotidiana y eso que si no fuera por el rastrillo aun la cosa iría a peor, quizás, pues en medio de tanto la solidaridad sigue siendo sinónimo de caridad bien entendida y no de justicia social. La crisis es como aquel concepto que el mismo Berlanga barruntaba sobre el erotismo como artículo para ricos mientras que la pornografía sería cosa de pobres. No es cuestión de proclamar el detalle de los nombres para situar los adjetivos. No parece correcto jugar con eso, con el lenguaje cuando haya quien cada vez lo pasa peor, más gente que lo pasa mal y el denominador de la pobreza bate registros de desigualdad. Por eso, encontrarse de nuevo con la lectura de Dickens nos lleva al paraninfo de los días y las noches, las madrugadas terroríficas de hielo y centella, y a quienes antes se les veía colgados resulta ahora que el mundo pende de una cuerda múltiple, y cualquiera puede caer de ella. Ni antes eran colgados ni ahora dejan de serlo; el lenguaje mata a veces por su propia desnudez.
Alrededor de este espacio resulta curioso el mensaje que el presidente de la Xunta de Galicia Toruriño le ha enviado al presidente Zapatero: “En Galicia hay dos lenguas”. O sea, claro. También. No en balde a una amiga profesora de Lengua de Signos le han preguntado –y que diga lo que cuesta, que no hay problema- si puede traducir la lengua universal de los sordos al gallego. No, no es coña. El asunto es que en estas cosas mandan quienes se olvidan que la cosa es seria y no coña, que el asunto de la enseñanza y de las posibilidades de acceder en el siglo veintiuno a la dignidad humana resulta con estos bártulos algo efímero. La bolsa de paro se augura mayor mientras la Bolsa en mayúscula hace negocio y no el suficiente como para que suba la minúscula y ello quiere decir que ante el hecho nos quedamos con los mensajes huérfanos de criterio. Corren tiempos malos.
Es como si se hiciera cierto aquel dicho de Montesquieu: “Para prosperar en este mundo hay que tener aire de tonto, pero sin serlo”. Vuelve uno al Dickens del amigo Pollux y ¡oh Dios! hete aquí la mezquindad y la avaricia fuera de la literatura, en la vida misma.