
Vine al cementerio para no tropezarme con el tumulto de la efemérides que recuerda a los muertos y me vi aquí abajo, en el periódico, ante la realidad de España, ante el invisible Larra fumando frente a la Iglesia de Santiago el Burgo. Antes, el periodismo se hacía con humo -decía Umbral- que era como el último Larra sólo que en mortal y rosa y ahora el humo está en las ruedas de prensa, en el “no hay preguntas” o “eso no toca” o se redacta una nota con acuse de recibo, un mensaje de móvil, como antes se hacía con los ecos de sociedad. Al entierro de Zorrilla (mañana la Compañía de La Tijera pasa en el Principal su “Don Juan”), asistió impertérrito Larra y luego Valle lo recreó en “Luces de Bohemia” junto a Max Estrella y Latino de Hispalis dando lugar al esperpento. De aquel tiempo de entonces a este de ahora la realidad se ha transfigurado en un terreno de nadie, ni de la política, ni de la sociedad. Ambas, una y otra, van una por San Torcuato y la otra por Santa Clara, o si se quiere, para no faltar, una por Balborraz y la otra por la Cuesta del Caño; da igual. Ambas van a parar al mismo río. De aquel artículo de Larra que vino a ser como una carta de San Pablo a los Efesios o, si se quiere, para no faltar, como una filípica de Cicerón, queda el eco de un desgarro que reverbera en la vida nacional, en la de hoy mismo. Si alguien entra sin lupa en aquellas palabras que pueden leerse en una biblioteca o en la página del Cervantes virtual encontrará que hay detalle para entender el espejo de Larra y su lamento sobre la vida pública española. Y algo más, claro. Cuanto pasa desapercibido es lo que Larra contó en esta tremenda sacudida: “Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!”.
Larra se preguntaba sobre demasiadas cosas sin orden de aparición: la vida, el amor y la política. Pero detrás de cada una de estas palabras andaba la interrogación, que es como el papel de plata para envolver cuanto quería decir: la conciencia, la humildad, la corrupción, la ignorancia, la crueldad, la barbarie, la codicia, la mordida, la ruina, el desempleo – sí, también, qué raro, ¿no? - , el desasosiego, la honestidad y la imaginación. Con tales mimbres y preguntándoselo tantas veces al mismo tiempo Larra sólo tenía un camino y de ahí nació la detonación que Buero llevó al teatro precisamente en plena transición española de la dictadura a la democracia. ¿Puede hablarse hoy del espejo donde Larra reflejó su realidad? ¿Es la realidad española un reflejo de aquella o es un desatino preguntarse tal cosa? ¿Es acaso la realidad nuestra no la de Larra sino la de Valle Inclán? Y, entonces, ¿dónde está el callejón del gato? ¿Y los espejos cóncavos donde la deformación se nos aparece? . O, en el fondo ¿No es más cierto que habremos de evitar toda clase de preguntas para no enturbiar el orgullo por los éxitos deportivos en este circo romano en vísperas de difuntos? .
Ah, he dicho vísperas. Debo al amigo Luciano García Lorenzo el recuerdo zamorano de esta palabra que viene a ser la cosa que antecede a otra, y en cierto modo la ocasiona.