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viernes, 21 de diciembre de 2007






refiere la palabra antífona acerca del que responde. Pues bien, en el extraño maridaje de la memoria te deseo que las voces y los ecos adviertan desde la luz y no desde la sombra cuanto tiene la sonoridad de la antífona, ya sea porque una tarde nos acercamos a Borges, bajamos hasta Maria Moliner o cruzamos el mapa con Riszard Kapuscincki.

Feliz Navidad 2007

jueves, 20 de diciembre de 2007



La pintura insólita de Alfonso Cuñado

Aníbal Lozano (*)
Una de las cosas que de bueno tiene escribir de arte sin ser crítico de lo mismo es la libertad innata para atreverse a mirar sin tener que destacar lo que uno no ve. Tal cosa no suele suceder en la escultura, pero en la pintura, ¡ay en la pintura! Cuanto subyace nos desvela lo que es y también, lo que no existe, lo que pasó por ser o si acaso, lo que pudo haber sido y sin embargo acaba siendo algo tan diferente a lo que podría intuirse que aparece como trascendente y original. Bien, se me ocurre acudir a todas las alomorfias posibles del verbo ser para escribir a propósito de la extraordinaria pintura de Alfonso Cuñado (“Insólitos naturales”. La Salina. Hasta el 13 de enero de 2008).

Especialmente era delicada la infancia, solía detallar un eminente artista, para sobrellevar después cuanto propondría el futuro. Yo recuerdo a Alfonso Cuñado en el Maestro Ávila dibujar como los ángeles (creo que este verso ya lo escribí, pese a todo) y de aquella alquimia el pintor efervescente conoce hoy su espléndida madurez cuando se contempla la muestra actual de la Diputación. Quizás, en memoria de tanto, un cuadro guarda especial sentido con el evocado pasado. No me refiero al espléndido caballo que da nombre al naipe de bastos o a las tauromaquias o a los campos que firman el título de insólito; tampoco a la visión magnífica de una Salamanca ensoñada que me evoca la pintura de mi recordado Pérez Fiz o el rojizo crepúsculo de algo que pintó Francisco Rodríguez, no. Y no hablo en este caso del cuadro que da fe de la calle Zamora, la espadaña de la Plaza Mayor y los colores ensombrados unos sobre otros con la maestría de los recuerdos singulares de mi vida, tampoco. (Eso queda para los diálogos con Antonio Casillas o Javi Corona). El cuadro que sugiere cuanto hay en el fondo de lo que Valente ensombró como la línea imperceptible es el que da nombre al “Laboratorio” en el que, por otra parte, Alfonso Cuñado trabajó con la paciencia de un químico y el vértigo de un artista. Ahí se fraguó el Vulcano que transita entre la textura de una pintura muy seria, la veladura de una técnica prodigiosa y el dominio de un color que juega al equilibrio de las sensaciones con el espectador.

Desvelar lo que estos “Insólitos naturales” proyectan sobre la pintura tiene que ver con la fragmentación de la vida. Por ejemplo, desde el mismo instante en que el bodegón nos advierte de la cotidianeidad de las sombras hasta la geometría de los sentimientos que, por otra parte, no dejan de ser líneas abrazadas, una sobre otras, según las tome en consideración el color y la naturaleza que nos habla. Nos evoca. Y nos trasciende. Eso es insólito.

(* Publicado en EL ADELANTO. 19 DE DICIEMBRE DE 2007)

martes, 11 de diciembre de 2007

XXXV

La aparición del pájaro que vuela
y vuelve y que se posa
sobre tu pecho y te reduce a grano,
a grumo, a gota cereal, el pájaro
que vuela dentro
de ti, mientras te vas haciendo
de sola transparencia,
de sola luz
de tu sola materia, cuerpo
bebido por el pájaro.
José Ángel Valente

lunes, 3 de diciembre de 2007

Acerca de la palabra ser




Cuando alguien preguntó el otro día acerca de las razones que me llevaron a pensar en aquel personaje y considerar su asesinato como útil de mi venganza lo único que cruzó mi pensamiento no fue la conclusión sobre su muerte sino saber de la vida del otro, aquel hombre flaco que tres años antes tocaba el clarinete a las puertas del hotel. El taxi me dejó una plaza más abajo. Ya habían dado las seis y del trasiego de los camiones se desprendía una mezcla de salitre y salmón mientras las vendedoras de ostras esquivaban porteadores de lamprea hasta llegar a la lonja que hervía entonces de un musculoso gentío reclamando su voz en la puja. Frente al mercado vi a los últimos corredores de la noche que guardaban la razón de su nombre: “La taberna de las almas perdidas”.

Y entre ellas me encontraba ahora, invitándoles a formar parte de la tripulación para Madagascar, oyéndoles apurar una palabra portuguesa y el acento sureño de Copacabana, cuando de pronto reparé en el camarero que me insinuaba unas gotas de aguardiente en el café. Era él. Nada delataba su rostro en mi memoria sino el color rojizo de sus mejillas incipientes y el buzo de porteador que dejaba libres sus manos para recoger de un tajo diez o doce vasos al tiempo que un murciélago tatuaba uno de sus brazos. “¿No tocaba usted el clarinete?” –le pregunté. “Y aún lo hago, a veces, no crea. Ahora prefiero dedicarme a la gran defensa de estos infelices”. Le creí. Reconocer a un hombre que hizo sonar a Gershwin cuando yo inventaba detalles contra mi pasado no podía tener ahora sino buenas intenciones para mi futuro. Pensé en invitarle a venir en el barco pero sus palabras corrigieron mi pensamiento: en el fondo, todos tenemos una razón de ser.