Acerca de la palabra ser
Cuando alguien preguntó el otro día acerca de las razones que me llevaron a pensar en aquel personaje y considerar su asesinato como útil de mi venganza lo único que cruzó mi pensamiento no fue la conclusión sobre su muerte sino saber de la vida del otro, aquel hombre flaco que tres años antes tocaba el clarinete a las puertas del hotel. El taxi me dejó una plaza más abajo. Ya habían dado las seis y del trasiego de los camiones se desprendía una mezcla de salitre y salmón mientras las vendedoras de ostras esquivaban porteadores de lamprea hasta llegar a la lonja que hervía entonces de un musculoso gentío reclamando su voz en la puja. Frente al mercado vi a los últimos corredores de la noche que guardaban la razón de su nombre: “La taberna de las almas perdidas”.
Y entre ellas me encontraba ahora, invitándoles a formar parte de la tripulación para Madagascar, oyéndoles apurar una palabra portuguesa y el acento sureño de Copacabana, cuando de pronto reparé en el camarero que me insinuaba unas gotas de aguardiente en el café. Era él. Nada delataba su rostro en mi memoria sino el color rojizo de sus mejillas incipientes y el buzo de porteador que dejaba libres sus manos para recoger de un tajo diez o doce vasos al tiempo que un murciélago tatuaba uno de sus brazos. “¿No tocaba usted el clarinete?” –le pregunté. “Y aún lo hago, a veces, no crea. Ahora prefiero dedicarme a la gran defensa de estos infelices”. Le creí. Reconocer a un hombre que hizo sonar a Gershwin cuando yo inventaba detalles contra mi pasado no podía tener ahora sino buenas intenciones para mi futuro. Pensé en invitarle a venir en el barco pero sus palabras corrigieron mi pensamiento: en el fondo, todos tenemos una razón de ser.
Cuando alguien preguntó el otro día acerca de las razones que me llevaron a pensar en aquel personaje y considerar su asesinato como útil de mi venganza lo único que cruzó mi pensamiento no fue la conclusión sobre su muerte sino saber de la vida del otro, aquel hombre flaco que tres años antes tocaba el clarinete a las puertas del hotel. El taxi me dejó una plaza más abajo. Ya habían dado las seis y del trasiego de los camiones se desprendía una mezcla de salitre y salmón mientras las vendedoras de ostras esquivaban porteadores de lamprea hasta llegar a la lonja que hervía entonces de un musculoso gentío reclamando su voz en la puja. Frente al mercado vi a los últimos corredores de la noche que guardaban la razón de su nombre: “La taberna de las almas perdidas”.
Y entre ellas me encontraba ahora, invitándoles a formar parte de la tripulación para Madagascar, oyéndoles apurar una palabra portuguesa y el acento sureño de Copacabana, cuando de pronto reparé en el camarero que me insinuaba unas gotas de aguardiente en el café. Era él. Nada delataba su rostro en mi memoria sino el color rojizo de sus mejillas incipientes y el buzo de porteador que dejaba libres sus manos para recoger de un tajo diez o doce vasos al tiempo que un murciélago tatuaba uno de sus brazos. “¿No tocaba usted el clarinete?” –le pregunté. “Y aún lo hago, a veces, no crea. Ahora prefiero dedicarme a la gran defensa de estos infelices”. Le creí. Reconocer a un hombre que hizo sonar a Gershwin cuando yo inventaba detalles contra mi pasado no podía tener ahora sino buenas intenciones para mi futuro. Pensé en invitarle a venir en el barco pero sus palabras corrigieron mi pensamiento: en el fondo, todos tenemos una razón de ser.
1 comentario:
Ya ves hasta dónde llega mi búsqueda. A pesar de los años y la distancia. Espero que no haga falta recordarte quién soy. Un abrazo.
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