En diciembre de 1997, con motivo de un especial que TRIBUNA de Salamanca preparaba en torno al profesor de esta Universidad Julio Vélez, -a quien tanto le hubiera apasionado este Congreso- tuve la satisfacción de recibir una colaboración a tal fin del escritor Eduardo Galeano. Lo titulaba “Para la Cátedra de Antropología” y se hacía eco en unas líneas que leeré –por tanta memoria añadida– más tarde, del sentido que ha impregnado toda su obra: la consistencia entre la literatura y la dignidad humana. Se ha escrito que la obra de Eduardo Galeano se propone “violar alegremente las fronteras de los géneros literarios y asomarse al universo desde el ojo de una cerradura para revelar la grandeza de lo que parece insignificante y denunciar la mezquindad de lo que parece grande”[1]. No está lejos esta definición del contenido de su equipaje pero el escritor del que hablamos tiene, además, una huella insoslayable con el periodismo y esa es a la que humildemente quisiera referirme.
Asistimos a la desaparición de un siglo que vertebra en otro la llamada “teoría de la globalización” y la denuncia de los derechos humanos es noticia si se constata su peso específico en la muy actual crónica de sucesos; así el país más desarrollado del mundo aspira a tener un presidente sentado sobre el furor que le produce la pena de muerte, así el escritor se pregunta: “¿La historia se repite? ¿O se repite sólo como penitencia a quienes son incapaces de aprenderla?”[2]. Es la reflexión de quien, en un hermosisimo libro, nos ha legado un ensayo sobre la escuela del mundo al revés.
En Eduardo Galeano se concita no ya el periodista que irrumpe en la redacción y se salta el tráfico de lo “políticamente correcto” sino quien aborda desde la pirámide del convencimiento el compromiso de una actitud vital, en un tiempo en que el periodismo es considerado género literario como De Quincey consideraba el asesinato como una de las bellas artes. Si no es así, es denuncia o es crónica y la sociedad lo premiará con el Pulitzer. Por ello, en un tiempo en que la gestión de los géneros está limitada por la estética y sembrada por los mecanismos percutores de una clasificación endogámica, sorprende que este escritor, desde el periodismo, haya asumido la tarea de investigar desde la médula del origen las voces que aún no hallan respuesta ante la barbarie histórica y lo haga precisamente desde el lugar donde otros escritores perdieron, acaso por su complicidad, la razón de su credibilidad.
Solo así podría entenderse que en un siglo donde han proliferado las autobiografías, biografías y autohagiografías, nos encontremos con una trilogía como Memoria del fuego donde el valor de las fuentes es la voz de lo que era perdido y la palabra del escritor el empeño de su naturaleza: la comunicación. Estamos ante una obra donde el periodista emplea el sentido más inmenso de la palabra documentación, la sincronía y diacronía como oficio, la historia y la crónica como material de trabajo y la palabra de inmensa claridad como factor impermeable entre el escritor y la sociedad a la que se debe. Así la obra de Eduardo Galeano nos acerca, con la fecha de la historicidad al viaje más intenso que es aproximarse a la verdad. ¿Qué otra memoria se nos desvela en Memoria del fuego sino la de la historia de la humanidad comprimida en el disco duro de la ignominia?
Ya en “Los nacimientos”, el primer volumen de esta trilogía, se nos descubre la primera palabra venida de América y que hace relación a la vecindad de esta Universidad por su propio protagonista. Así relata Galeano el hecho que titula, precisamente “1495. Salamanca”
Elio Antonio de Nebrija, sabio en lenguas, publica su “Vocabulario español-latino”. El diccionario incluye el primer americanismo de la lengua castellana:
Canoa: Nave de un madero.
La nueva palabra viene desde las Antillas.
Esas barcas sin vela, nacidas de un tronco de ceiba, dieron la bienvenida a Cristóbal Colón. En canoas llegaron desde las islas, remando, los hombres de largo pelo negro y cuerpos labrados de signos bermejos. Se acercaron a las carabelas, ofrecieron agua dulce y cambiaron oro por sonajas de ésas que en Castilla valen un maravedí”[3].
La fuente es parte de la historia y la historia se deja sentir en la actitud del escritor. Del segundo viaje nos llega el eco de la experiencia de Miquele de Cuneo:
“Desde el castillo de popa de una las carabelas, Colón contempla las blancas playas donde ha plantado, una vez más, la cruz y la horca”[4].
Una de las cosas más sorprendentes de Memoria del fuego es el experimento de su configuración. La historia tratada como materia en el laboratorio de la constatación de los hechos. La narrativa actual está acostumbrada –salvo muy raras excepciones– a servirse de una documentación elaborada hacia la construcción de un personaje, bien para inmortalizarlo unas veces, mal para inmortalizarlo casi siempre. El caso de Eduardo Galeano ante el uso de las fuentes consultadas, es digno de estudiarse como aspecto sustancial de una obra delicadísima en el conocimiento de las huellas. Huellas que por otra parte configuran no sólo el aspecto de un suceso sino la correspondencia universal de ese testimonio. “Ojalá –escribe Galeano– Memoria del fuego pueda ayudar a devolver a la historia el aliento, la libertad y la palabra. Soy un escritor que quisiera contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda América, pero sobre todo de América Latina, tierra despreciada y entrañable: quisiera conversar con ella, compartirle los secretos, preguntarle de qué diversos barros fue nacida, de qué actos de amor y violaciones viene”.[5]
No existe un solo aspecto temático, un solo monólogo, existe lo que el escritor descubre desde su propia conciencia, lo que gravita en la función del periodista como la voz del diccionario: “Recordar: del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón”. Es curioso observar cómo las lenguas se ocupan de esa transmisión entre corazón y memoria. Tal como en inglés by heart o en francés à coeur , son verbos que necesitan como recordar la función de los sentimientos, para que el escritor explore, desde su propio significado, el trasunto de la lengua, denunciando del olvido la ausencia de memoria. La utopía sería un argumento si el mundo fuera al revés, tal como Eduardo Galeano concibió el libro Patas arriba. En él, la realidad no se escapa de los hechos cotidianos y son estos precisamente los que sirven en bandeja la actualidad de las aberraciones humanas:
“El machismo y el racismo beben en las mismas fuentes y escupen palabras parecidas. Según Eugenio Raúl Zafarroni, el texto fundador del derecho penal es El martillo de las brujas, un manual de La Inquisición escrito contra la mitad de la humanidad y publicado en 1546”.[6]
¿A quién importara tal detalle?. Pues bien, no sorprende que en el ensayo Galeano nos acerque a la primera fuente que el autor encuentra sobre “racismo y machismo” en el peculiar Libro del Eclesiastés:
“Vale más la maldad de hombre que bondad de mujer”[7]
Si la documentación es una fuente de primera magnitud para el escritor que nos ocupa, es el sentido universalizador, la capacidad de hacer del hecho un referente es lo que en la obra de Eduardo Galeano acontece con el sentido de parábola en su acepción geométrica y me refiero a esa otra geometría que se ocupa no de la ciencia sino que se desprende de la geografía humana, la historia de las civilizaciones. El dato inicial se convierte después en la exploración intuitiva que recorre una lapicera vertiginosa mientras la palabra toma el eco de una pregunta inquietante que perturba el orden establecido.
Así es El libro de los abrazos: la celebración de la voz humana:
“Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea”[8].
El compromiso del escritor encuentra una actitud sublime con el Siglo del viento que le ha tocado vivir. La historia de la depravación más absoluta que llega hasta nuestros días es la denuncia del terror sistemático que Eduardo Galeano no ha dejado de denunciar en toda su obra. La fórmula está –como el mismo dice– fuera de todos los géneros: “No creo en las fronteras que, según los aduaneros de la literatura, separa a los géneros”[9]. En los primeros meses del año 2000 el juez español Baltasar Garzón admitía a trámite la apertura del proceso contra los generales argentinos corresponsables de la época de terror. Pues bien, sirva el documento de la carta del banquero Rockefeller felicitando al dictador Videla que Galeano rescata para la memoria de la humanidad para cerciorarnos dónde se encuentra el papel del escritor en su tiempo:
“Le agradezco –dice el magnate– que se haya hecho tiempo para recibirme durante mi reciente visita a la Argentina. No habiendo estado allí durante siete años, fue alentador ver cuántos progresos ha hecho su gobierno durante los últimos tres años, en el control del terrorismo y en el fortalecimiento de la economía. Lo felicito por lo que ha logrado y le deseo todos los éxitos para el futuro”[10].
El capítulo al que se refiere lleva como único documento la emotiva y espantosa misiva. La fuente del escritor es la Revista “El periodista” núm. 71, Buenos Aires, 17 al 23 de enero de 1986. Si lo hago constar es porque el autor utilizó 475 fuentes diferentes para escribir el último volumen que da consistencia de obra magnífica a la trilogía Memoria del fuego.
Galeano quería ser jugador de fútbol, pero sólo jugaba bien, y hasta muy bien al parecer, mientras dormía. La ironía se traslada, como en el cuento de Benedetti al lenguaje de la bola y el arquero. Aún así, la obra de Eduardo Galeano se nos antoja como la parábola –otra vez la palabra comparece para explicar el sentido geométrico de los sentimientos– en torno a la pasión devoradora, el sueño de los imposibles y el negocio actual por donde la corrupción puede pasar por encima y el mundo sigue andando. Reparo en el libro como objeto de deseo y también como parte sustancial del equipaje literario del autor que nos conmueve:
“En el fútbol profesional, como en todo lo demás, no importa el delito si la coartada es buena, Cultura significa cultivo. ¿Qué cultiva en nosotros la cultura del poder? ¿Cuáles pueden ser las tristes cosechas de un poder que otorga impunidad a los crímenes de los militares y los saqueos de los políticos, y los convierte en hazañas?. –Continúa Galeano– El escritor Albert Camus, que había sido arquero en Argelia, no se refería al fútbol profesional cuando decía: Todo lo que sé de moral se lo debo al fútbol”[11].
Días atrás, el periodista y escritor Eduardo Haro Tecglen escribía en una de sus columnas habituales los siguiente:
“La historia es un género de ficción que comienza a novelarse desde que ocurre el suceso, y a recibir versiones y censuras desde los minutos siguientes”.[12] No es casualidad que estas cosas se digan a veces desde los periódicos cuando los historiadores están demasiado ocupados en hacer transcender a los poderosos, los políticos a ellos mismos y la gente común somos el número que contribuye a salpicar la estadística de ciencia más o menos exacta pero efímera. El papel sin género de la obra de Eduardo Galeano se aproxima a esta visión parabólica según la cual el efecto de la historia se aproxima desde la conciencia de los pueblos. Ya en los orígenes primarios, ya en el llamado siglo del viento, la catársis es la misma. Si en la Inquisición se torturaba, los capitanes argentinos, uruguayos, guatemaltecos, chilenos, bolivianos han recogido el testigo de la barbarie y esa es la causa a cuyo compromiso la obra de un escritor adquiere la legitima razón de su dignidad.
Y concluyamos.
Todos los mensajes de Eduardo Galeano los firma la cabeza de un cerdito animado que en su boca lleva una flor. Así, Para la Cátedra de Antropología, nos llegó:
A través de los campos y los tiempos, marchaba el tren desde Sevilla hacia Morón de la Frontera. Y a través de la ventana, el poeta Julio Vélez contemplaba, con ojos cansados las arboledas y las casas que huían en ráfagas, verderías y blancuras tantas veces vistas.
Sentado frente a Julio, iba un turista. El turista quería practicar su dificultoso español, pero Julio andaba quién sabe por dónde, buscando alguna certeza que se le había ido, alguna palabra o mujer que se le había perdido.
-¿Usted es andaluz? - preguntó el turista.
Julio, ausente, asintió.
Y el turista, intrigado, insistió:
-Pero si es andaluz, ¿por qué está triste?.
La parábola de Eduardo Galeano se había encontrado con la vida cotidiana. Entre la ficción y la realidad, fuera de las aduanas de los géneros queda la obra de quien fuera redactor jefe del semanario “Marcha”, director del diario montevideano “Época” y fundador de la bonaerense “Crisis”. Acaso la parábola del periodismo buscaba en su mesa de trabajo la geometría, el centro donde concitan la conciencia y la dignidad de la palabra.
Asistimos a la desaparición de un siglo que vertebra en otro la llamada “teoría de la globalización” y la denuncia de los derechos humanos es noticia si se constata su peso específico en la muy actual crónica de sucesos; así el país más desarrollado del mundo aspira a tener un presidente sentado sobre el furor que le produce la pena de muerte, así el escritor se pregunta: “¿La historia se repite? ¿O se repite sólo como penitencia a quienes son incapaces de aprenderla?”[2]. Es la reflexión de quien, en un hermosisimo libro, nos ha legado un ensayo sobre la escuela del mundo al revés.
En Eduardo Galeano se concita no ya el periodista que irrumpe en la redacción y se salta el tráfico de lo “políticamente correcto” sino quien aborda desde la pirámide del convencimiento el compromiso de una actitud vital, en un tiempo en que el periodismo es considerado género literario como De Quincey consideraba el asesinato como una de las bellas artes. Si no es así, es denuncia o es crónica y la sociedad lo premiará con el Pulitzer. Por ello, en un tiempo en que la gestión de los géneros está limitada por la estética y sembrada por los mecanismos percutores de una clasificación endogámica, sorprende que este escritor, desde el periodismo, haya asumido la tarea de investigar desde la médula del origen las voces que aún no hallan respuesta ante la barbarie histórica y lo haga precisamente desde el lugar donde otros escritores perdieron, acaso por su complicidad, la razón de su credibilidad.
Solo así podría entenderse que en un siglo donde han proliferado las autobiografías, biografías y autohagiografías, nos encontremos con una trilogía como Memoria del fuego donde el valor de las fuentes es la voz de lo que era perdido y la palabra del escritor el empeño de su naturaleza: la comunicación. Estamos ante una obra donde el periodista emplea el sentido más inmenso de la palabra documentación, la sincronía y diacronía como oficio, la historia y la crónica como material de trabajo y la palabra de inmensa claridad como factor impermeable entre el escritor y la sociedad a la que se debe. Así la obra de Eduardo Galeano nos acerca, con la fecha de la historicidad al viaje más intenso que es aproximarse a la verdad. ¿Qué otra memoria se nos desvela en Memoria del fuego sino la de la historia de la humanidad comprimida en el disco duro de la ignominia?
Ya en “Los nacimientos”, el primer volumen de esta trilogía, se nos descubre la primera palabra venida de América y que hace relación a la vecindad de esta Universidad por su propio protagonista. Así relata Galeano el hecho que titula, precisamente “1495. Salamanca”
Elio Antonio de Nebrija, sabio en lenguas, publica su “Vocabulario español-latino”. El diccionario incluye el primer americanismo de la lengua castellana:
Canoa: Nave de un madero.
La nueva palabra viene desde las Antillas.
Esas barcas sin vela, nacidas de un tronco de ceiba, dieron la bienvenida a Cristóbal Colón. En canoas llegaron desde las islas, remando, los hombres de largo pelo negro y cuerpos labrados de signos bermejos. Se acercaron a las carabelas, ofrecieron agua dulce y cambiaron oro por sonajas de ésas que en Castilla valen un maravedí”[3].
La fuente es parte de la historia y la historia se deja sentir en la actitud del escritor. Del segundo viaje nos llega el eco de la experiencia de Miquele de Cuneo:
“Desde el castillo de popa de una las carabelas, Colón contempla las blancas playas donde ha plantado, una vez más, la cruz y la horca”[4].
Una de las cosas más sorprendentes de Memoria del fuego es el experimento de su configuración. La historia tratada como materia en el laboratorio de la constatación de los hechos. La narrativa actual está acostumbrada –salvo muy raras excepciones– a servirse de una documentación elaborada hacia la construcción de un personaje, bien para inmortalizarlo unas veces, mal para inmortalizarlo casi siempre. El caso de Eduardo Galeano ante el uso de las fuentes consultadas, es digno de estudiarse como aspecto sustancial de una obra delicadísima en el conocimiento de las huellas. Huellas que por otra parte configuran no sólo el aspecto de un suceso sino la correspondencia universal de ese testimonio. “Ojalá –escribe Galeano– Memoria del fuego pueda ayudar a devolver a la historia el aliento, la libertad y la palabra. Soy un escritor que quisiera contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda América, pero sobre todo de América Latina, tierra despreciada y entrañable: quisiera conversar con ella, compartirle los secretos, preguntarle de qué diversos barros fue nacida, de qué actos de amor y violaciones viene”.[5]
No existe un solo aspecto temático, un solo monólogo, existe lo que el escritor descubre desde su propia conciencia, lo que gravita en la función del periodista como la voz del diccionario: “Recordar: del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón”. Es curioso observar cómo las lenguas se ocupan de esa transmisión entre corazón y memoria. Tal como en inglés by heart o en francés à coeur , son verbos que necesitan como recordar la función de los sentimientos, para que el escritor explore, desde su propio significado, el trasunto de la lengua, denunciando del olvido la ausencia de memoria. La utopía sería un argumento si el mundo fuera al revés, tal como Eduardo Galeano concibió el libro Patas arriba. En él, la realidad no se escapa de los hechos cotidianos y son estos precisamente los que sirven en bandeja la actualidad de las aberraciones humanas:
“El machismo y el racismo beben en las mismas fuentes y escupen palabras parecidas. Según Eugenio Raúl Zafarroni, el texto fundador del derecho penal es El martillo de las brujas, un manual de La Inquisición escrito contra la mitad de la humanidad y publicado en 1546”.[6]
¿A quién importara tal detalle?. Pues bien, no sorprende que en el ensayo Galeano nos acerque a la primera fuente que el autor encuentra sobre “racismo y machismo” en el peculiar Libro del Eclesiastés:
“Vale más la maldad de hombre que bondad de mujer”[7]
Si la documentación es una fuente de primera magnitud para el escritor que nos ocupa, es el sentido universalizador, la capacidad de hacer del hecho un referente es lo que en la obra de Eduardo Galeano acontece con el sentido de parábola en su acepción geométrica y me refiero a esa otra geometría que se ocupa no de la ciencia sino que se desprende de la geografía humana, la historia de las civilizaciones. El dato inicial se convierte después en la exploración intuitiva que recorre una lapicera vertiginosa mientras la palabra toma el eco de una pregunta inquietante que perturba el orden establecido.
Así es El libro de los abrazos: la celebración de la voz humana:
“Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea”[8].
El compromiso del escritor encuentra una actitud sublime con el Siglo del viento que le ha tocado vivir. La historia de la depravación más absoluta que llega hasta nuestros días es la denuncia del terror sistemático que Eduardo Galeano no ha dejado de denunciar en toda su obra. La fórmula está –como el mismo dice– fuera de todos los géneros: “No creo en las fronteras que, según los aduaneros de la literatura, separa a los géneros”[9]. En los primeros meses del año 2000 el juez español Baltasar Garzón admitía a trámite la apertura del proceso contra los generales argentinos corresponsables de la época de terror. Pues bien, sirva el documento de la carta del banquero Rockefeller felicitando al dictador Videla que Galeano rescata para la memoria de la humanidad para cerciorarnos dónde se encuentra el papel del escritor en su tiempo:
“Le agradezco –dice el magnate– que se haya hecho tiempo para recibirme durante mi reciente visita a la Argentina. No habiendo estado allí durante siete años, fue alentador ver cuántos progresos ha hecho su gobierno durante los últimos tres años, en el control del terrorismo y en el fortalecimiento de la economía. Lo felicito por lo que ha logrado y le deseo todos los éxitos para el futuro”[10].
El capítulo al que se refiere lleva como único documento la emotiva y espantosa misiva. La fuente del escritor es la Revista “El periodista” núm. 71, Buenos Aires, 17 al 23 de enero de 1986. Si lo hago constar es porque el autor utilizó 475 fuentes diferentes para escribir el último volumen que da consistencia de obra magnífica a la trilogía Memoria del fuego.
Galeano quería ser jugador de fútbol, pero sólo jugaba bien, y hasta muy bien al parecer, mientras dormía. La ironía se traslada, como en el cuento de Benedetti al lenguaje de la bola y el arquero. Aún así, la obra de Eduardo Galeano se nos antoja como la parábola –otra vez la palabra comparece para explicar el sentido geométrico de los sentimientos– en torno a la pasión devoradora, el sueño de los imposibles y el negocio actual por donde la corrupción puede pasar por encima y el mundo sigue andando. Reparo en el libro como objeto de deseo y también como parte sustancial del equipaje literario del autor que nos conmueve:
“En el fútbol profesional, como en todo lo demás, no importa el delito si la coartada es buena, Cultura significa cultivo. ¿Qué cultiva en nosotros la cultura del poder? ¿Cuáles pueden ser las tristes cosechas de un poder que otorga impunidad a los crímenes de los militares y los saqueos de los políticos, y los convierte en hazañas?. –Continúa Galeano– El escritor Albert Camus, que había sido arquero en Argelia, no se refería al fútbol profesional cuando decía: Todo lo que sé de moral se lo debo al fútbol”[11].
Días atrás, el periodista y escritor Eduardo Haro Tecglen escribía en una de sus columnas habituales los siguiente:
“La historia es un género de ficción que comienza a novelarse desde que ocurre el suceso, y a recibir versiones y censuras desde los minutos siguientes”.[12] No es casualidad que estas cosas se digan a veces desde los periódicos cuando los historiadores están demasiado ocupados en hacer transcender a los poderosos, los políticos a ellos mismos y la gente común somos el número que contribuye a salpicar la estadística de ciencia más o menos exacta pero efímera. El papel sin género de la obra de Eduardo Galeano se aproxima a esta visión parabólica según la cual el efecto de la historia se aproxima desde la conciencia de los pueblos. Ya en los orígenes primarios, ya en el llamado siglo del viento, la catársis es la misma. Si en la Inquisición se torturaba, los capitanes argentinos, uruguayos, guatemaltecos, chilenos, bolivianos han recogido el testigo de la barbarie y esa es la causa a cuyo compromiso la obra de un escritor adquiere la legitima razón de su dignidad.
Y concluyamos.
Todos los mensajes de Eduardo Galeano los firma la cabeza de un cerdito animado que en su boca lleva una flor. Así, Para la Cátedra de Antropología, nos llegó:
A través de los campos y los tiempos, marchaba el tren desde Sevilla hacia Morón de la Frontera. Y a través de la ventana, el poeta Julio Vélez contemplaba, con ojos cansados las arboledas y las casas que huían en ráfagas, verderías y blancuras tantas veces vistas.
Sentado frente a Julio, iba un turista. El turista quería practicar su dificultoso español, pero Julio andaba quién sabe por dónde, buscando alguna certeza que se le había ido, alguna palabra o mujer que se le había perdido.
-¿Usted es andaluz? - preguntó el turista.
Julio, ausente, asintió.
Y el turista, intrigado, insistió:
-Pero si es andaluz, ¿por qué está triste?.
La parábola de Eduardo Galeano se había encontrado con la vida cotidiana. Entre la ficción y la realidad, fuera de las aduanas de los géneros queda la obra de quien fuera redactor jefe del semanario “Marcha”, director del diario montevideano “Época” y fundador de la bonaerense “Crisis”. Acaso la parábola del periodismo buscaba en su mesa de trabajo la geometría, el centro donde concitan la conciencia y la dignidad de la palabra.
[1]Amares. Eduardo Galeano. Alianza Editorial. Madrid, 1993
[2]Patas arriba. La Escuela del mundo al revés. Eduardo Galeano. pp., 216. Segunda Edición, Madrid, 1998.
Memoria del fuego. “1 Los Nacimientos”. Eduardo Galeano. Novena edición, 1985. Siglo XXI Editores, Madrid.
[4]Memoria. pp. 58
[5]Memoria, pp. XV.
[6]Patas., [pp.70].
[7]Patas., [pp.72]
[8] El Libro de los abrazos. Eduardo Galeano. pp. 11. Séptima edición. Siglo XXI.España. [De ahora en adelante será citado como ABRAZOS].
[9]Memoria. pp XV.
[10] Memoria. pp 298.
[11]El fútbol. Sol y sombra. . Eduardo Galeano. Primera edición, Agosto 1995. Siglo XXI Editores, Madrid.
[12] “El País”. VISTO Y OÍDO. Eduardo Haro Tecglen. Sábado 24 de junio de 2000. Pág. 85.