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viernes, 21 de enero de 2011

Transición, mon amour

Días atrás, hablando con un viejo y admirado amigo, se nos pasó un largo rato pasando por la turmix de la memoria años atrás. Nos dimos, como se pueden imaginar, con la transición en las narices, o mejor dicho, de bruces, saltándonos el stop obligado por incertidumbres, tiempos inexactos, detalles inconsecuentes, obligados desbarajustes que tienen que ver con el paso de los días y de las noches, véase, por ejemplo, que entonces la transformación del realismo consistía literariamente en suscribir una historia o un discurso de manera que no hicieran falta comas o puntos ya fueran seguidos o aparte y por lo demás la aventura consistía en pasarse un libro a otro sin pensar que eso era una falta de respeto al autor del mismo o una casette grabada con aquella letra cómo era decía más o menos: “Te recuerdo muy bien en el Chelsea Hotel”. Y punto. La aventura pasó hace tiempo y no tienen ustedes por qué tragarse el aliento sin respirar para seguir leyendo si es que no lo han dejado cuando empezó a sonar la canción de Leonard Cohen. Puede que olvidemos algunas cosas, porque son perjudiciales o porque no interesa el lodo, de ahí el lodazal, y de aquella voluntad política en sanear el pasado con el presente de entonces se creyó que la profesión haría independiente económicamente a quien ejerciera el cargo público. Y hoy, hete aquí una nueva clase social que no es otra que la clase política. Hablar de ello, de este sentido de las cosas hoy, dicen que es demagogia. Supongo que lo dirán algunos demagogos experimentados en conocer este término, porque si no, no se puede entender que se tomen tan a mal sus señorías que el ciudadano pregunte por los emolumentos de quienes ejercen poder u oposición y en cuánto les queda a ellos eso de la endemoniada pensión.

La transición, además de grises llevó el negro luto encima, que nadie lo olvide. Luto por policías, guardias, militares, periodistas y políticos que ETA masacró cuando ETA se camuflaba en algunos discursos fatales y canallas de cierta izquierda como grupo revolucionario. Y hasta lo mismo sucedió con esa banda que sembró pánico y que se guardaba bajo una fantasma sigla del partido comunista reconstituido. Por cierto, uno de sus más famosos cuatreros se lo disputan hoy las tertulias de la ultraderecha. (Pero esa es otra paradoja de los tiempos: cómo la evolución sin querer Darwin ha dado con el cretinismo más feroz). Queda claro que hubo terror, si no, por qué no habría de escribir este recuerdo hacia Serafín Holgado de Antonio, un estudiante salmantino de Derecho que a las diez y media de la noche del 23 de enero de 1977 se encontraba junto a Ángel Rodríguez Leal en el despacho de los abogados laboralistas de CCOO: Enrique Valdevira Ibáñez, Luis Javier Benavides Orgaz y Francisco Javier Sauquillo. Todos resultaron muertos por disparos de terroristas fascistas que iban buscando a un sindicalista del transporte. Años después, la investigación demostró, por cierto, la intervención también en el atentado de Atocha de neofascistas italianos. “Pero entonces te fuiste, ¿no nena?, le diste la espalda a la gente. Te fuiste y ni una sola vez te oí decir; te necesito, no te necesito”.

Perdonen, aún Leonard Cohen no había escrito esta dura canción en el Chelsea Hotel pues Janis Joplin era feliz y no pensaba en el suicidio. Supongo que de la transición queda un poco esto también.

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