La gran arquitectura de “Calle Feria”
Aníbal Lozano
Recuerdo, no hace mucho tiempo, un artículo de Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) publicado en LA OPINIÓN DE ZAMORA que se titulaba “Los dependientes”. No era una fugaz literatura del escritor y poeta. Desde entonces, supe que tras aquel se escondía un esbozo de “Calle Feria”, la magnífica novela ahora publicada en Algaida y que ha merecido el XI Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Estamos, sin duda, ante una obra cuya arquitectura ensambla con una precisión exquisita de quien domina la construcción del relato y, además, si se me permite, nos situamos ante el domador de palabras que en el circo de cuanto nos asola deja la puerta abierta para sugerirnos una obra delicada, mágica y profundamente tierna.
No se trata de ligar una retahíla de adjetivos ante la novela de Tomás Sánchez Santiago. Es una obra cuyo cosmos concita la creación de múltiples universos por el que deambulan personajes trazados en torno a la realidad y ficción. La primera, soslaya los recuerdos y apuntes vagos del poeta que los recrea con una increíble dosis de fe en la memoria. La segunda, la ficción a la que da pie el juego de dos adolescentes enamorados de las palabras constituye el caparazón por donde deambula el juego entre la literatura y la vida, lo que es común a los buenos escritores y lo que de verdad gravita por entre los poros de “Calle Feria”, calle que puede ser la que fue, la que es o la que el lector incorpore a su emoción. Queda, para la sagacidad del lector el romanticismo latente sobre el comercio desaparecido o tendente al olvido y la apabullante fenomenología de las grandes superficies. En realidad estamos también ante una pregunta sobre el tiempo y la especie humana. He aquí, precisamente, la tercera clave que la novela nos provoca: emocionarnos. Y Zamora, en tal hecho, aparece como testigo no mudo de cuanto es narrado.
El sortilegio que tienen los buenos poetas es que de ellos puede salir, además de un poema impecable, una novela prodigiosa. Creo que éste es el caso. La suerte sobre la que dependen las palabras es el sentimiento que el autor cede al lector para que uno pueda convertirse en parte íntima del relato, hacer que penetre en su literatura y viaje en el interior de una supuestamente anárquica estructura novelada, mas no es así. Existe en “Calle Feria” una configurada actitud sobre la personificación y este detalle no recrea un solo mundo como puede parecer el diálogo exclusivo entre dos amigos, como sus miedos, su fabulación o su iniciación amorosa, sino el universo de un tiempo desdoblado, entre la posguerra y su antes y su después que se nos despliega como un atlas ante nosotros a través de un inmenso mundo de matices y sensaciones.
Es esta una novela de sentidos y, sobre todo, de ternura ante las palabras, pero lo que esconde tras “Calle Feria” es una arquitectura espléndida, una armónica y plural geografía en su construcción literaria y, por ende, una razón donde el eco de Zamora se antoja universal en una novela emblemática.
Hay sugerencias en el relato que se nos antojan brillantes, como la tertulia por donde vagan las historias de quien desaparece en una de ellas, las acotaciones de un relato por donde no querer perder a un personaje, las crónicas de cine en tiempo de censura o la lectura emocionada de una carta de Lorca (“Federico dolorido”) pocos años antes de la barbarie. Detalles inmensos que no escapan al hilo conductor no de una trama sino de un engranaje que precisa del anterior para dar sentido al mecanismo de relojería que subyace en el texto. La arquitectura no escapa al abordaje de una técnica que desdobla los géneros literarios y que juega con ellos con impecable oficio como los personajes aman el suyo propio.
Tal hecho, el de la caracterización y el de la pirueta literaria configuran la excelente novela de Tomás Sánchez Santiago merecedora indudable del premio que la ha descubierto. Zamora tiene ante sí una memoria literariamente reconocida desde una novela que marca un antes y un después, como las grandes causas recreadas.
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