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miércoles, 10 de noviembre de 2010

El signo y el símbolo

La cercana desaparición de Marcelino Camacho ha recordado, por justicia, su lucha por la democracia y por los derechos de los trabajadores. Viendo algunas imágenes de los líderes políticos evocar al histórico sindicalista no he dejado hasta este momento de pensar en la fragilidad de algunas cosas acumuladas en la trastienda de las ideologías, las rebeliones y los conceptos amontonados, unos sobre otros, cuando antaño eran tan importantes y tan vacíos ahora en el tiovivo de la actualidad. Recuerdo una vez, en tiempos de la denostada transición, que el profesor Juan José Coy – de innegable huella machadiana - explicó en su clase de Literatura norteamericana lo sucedido cuando un grupo de intelectuales españoles fueron expulsados de la Universidad en 1965 por apoyar las revueltas estudiantiles contra Franco. Junto a Enrique Tierno Galván, primer alcalde democrático de Madrid tras la muerte del dictador y el zamorano universal Agustín García Calvo que enseñaba Lenguas Clásicas en la Complutense la dictadura se ensañó también con el profesor José Luis López Aranguren, catedrático de Ética en la Autónoma madrileña. El hecho fue que en la universidad de Barcelona ejercía la cátedra de Estética y Literatura el profesor José María Valverde quien, viendo los acontecimientos, envió una tarjeta-collage a su colega de Ética en Madrid con el siguiente detalle: “Nulla estetica sine etica”, lo que venía a significar que él mismo abandonaba la Universidad, autoexiliándose. Era el signo lo que marcaba las actitudes ante la vida. Luego, cuando este país se levantó en democracia, que no lo hizo de un día a otro, sino tras pasar por innumerables pesadillas e insomnios al signo le llegó la reconversión ideológica y lo que entonces era actitud pasó a perfil (¿cumple el perfil?) y el signo dejó de ser llamado como tal para quedar en símbolo.
Un signo de los tiempos era entonces Marcelino Camacho y su muerte ha querido que sea hoy un símbolo; ya lo era en vida desde hace unos años, pero era un símbolo sin salir de casa, la misma en la que vivió cuando consideraban su palabra y actitud. Precisamente una de las paradojas actuales es la no por extraña, curiosa relación entre la clase política de la izquierda parlamentaria y la clase social de muchos sindicalistas. Unos se nutren de otros y así puede hoy uno llegar a la melancolía preguntándose cómo es posible que quien hace un mes consideraba una huelga general contra una reforma lesiva para los trabajadores sea hoy mismo ministro de Trabajo con el gobierno que la impulsó. Lo que parece una gran incongruencia entre la realidad y la ficción, sin embargo, tiene una explicación: se trata de una razón de imagen. Este poderoso argumento, -a fin de cuentas la imagen es lo que cuenta-, construye hoy la arquitectura de los hechos consumados, y en definitiva supone nada más y nada menos que la proclamación de lo que no se explica, la verdad, el santo y seña del nombrado y renombrado misterio: el proyecto. El mismo que sirve para que muchos sindicalistas realicen “un enorme esfuerzo” para estar a las órdenes del Partido y llevar la penosa tarea de una dirección general, una subsecretaría o un ministerio.
El signo de los tiempos: la muerte de Marcelino Camacho, signo de una ética sindicalista, aparece hoy como símbolo estético para lavar la cara a los mismos sindicatos. La imagen no puede perder la conciencia, venía a decir José María Valverde.

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