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miércoles, 10 de noviembre de 2010

Corvina por sementera

La higuera que vigila el estudio del escultor Fernando Mayoral apareció ayer en el patio como una pieza fundida en bronce. “Ahora que acaba la sementera, viene la helada” me decía el autor de algunos pasos procesionales de la semana santa zamorana como “La última cena”. En el discurrir por la carretera de Salamanca a Toro, antes de llegar al Guarrate de Luis Miguel de Dios queda La Vellés en un extraño mar de ocres, sienas, cafés y tabacos. Buscando el nombre de un pigmento que defina estas tierras uno puede percibir que sementera viene a ser precisamente el color y para qué buscar otra definición si la tiene delante de sus ojos, ante la palabra misma. El maestro de las palabras, José Antonio Pascual, ya lo advertía en su discurso de ingreso en la RAE recordando a Tzvetan Todorov: “A la memoria se la representa en el Renacimiento como una mujer de dos caras, una de las cuales mira al pasado, mientras la otra vuelve sus ojos hacia el presente; nos previene este ejemplo del conflicto que se produce entre la fidelidad que tenemos los seres humanos a la historia y la comprensión con la que solemos justificar nuestro presente.”

Así que estamos en tiempo de sementera y en tierra de labranza, por eso, el amigo Argimiro, compañero de tertulias, baja del tractor con la lumbalgia de la época, mientras se retuerce en Losilla, más allá de Carbajales. La vida nos da que ahora atardece temprano, porque es cuando me figuro que podríamos echar unas corvinas a la brasa y apañar un hueco para la charla con estos sembradores de tierra adentro. He dicho corvina, sí, ya sé y de ahí el contraste que tiene un pez originario del Pacífico y que ahora puede verse en los mostradores de cualquiera de las pescaderías de la ciudad, incluso en el pedido del vendedor ambulante que pasa por El Maderal. Esta otra palabra, corvina, la ví por primera vez en un cuento de Eduardo Galeano, el gran escritor uruguayo que en “Memorias del fuego” detalla la historia al desnudo a través de las palabras, los testimonios, las noticias escritas y orales, las leyendas y también las narraciones de los marginados siempre. García Márquez no desdeña tampoco unas corvinas en sus amores desvencijados ni Vargas Llosa en aquella histórica casa verde. Pero con los años, la corvina había quedado ahí clavada, como una punta oxidada en la membrana de la memoria hasta que la joven de la pescadería me preguntó qué hacía con el pez en la mano, si lo abría como un libro o lo dejaba tal cual como si fuera pariente de una lubina. “¿Y cómo lo hacen allá?”. “Al horno”. “Pues eso”. De pronto surgió el recuerdo de Galeano y ahora, al salir del estudio de Mayoral y dejar atrás la higuera y los moldes desvencijados de los apóstoles de la última cena, me pregunto ante un campo de sementera si no podrían ellos haber echado unas corvinas a la brasa, en aquel tiempo.

Todo queda tan cerca y tan lejos de la geografía, en la geometría de este paisaje duro, seco y frio más allá de Fuentesaúco, que unas corvinas por sementera bien podría firmar el sentido de las palabras hermanadas entre el mar y la tierra dentro en aquel jardín de senderos que se bifurcan del que hablaba Borges. Y también el escultor Fernando Mayoral.


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