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miércoles, 24 de noviembre de 2010

En estos días de noviembre recordamos a Claudio Rodríguez




La contradicción del amor

Un momento, sólo uno, podría definir la vida de un ser humano. Hablo de decisiones mínimas y sin embargo poderosas, determinantes. Si a alguien le diera por echar la vista atrás, descubriría que su vida es una sucesión de eso mismo, de elecciones aparentemente triviales, anodinas en su mayoría. Sumándolas , una a una, nos dan el resultado de lo que somos. El instante es, digámoslo así, la pieza clave. Por eso, soy de la opinión de que, para conocer a alguien, habría que juzgarlo a partir de estas minúsculas elecciones. Lo anecdótico es una forma solapada de la costumbre.
Hace unos años le escuché a Francisco Brines una de esas anécdotas a las que me refería en el párrafo anterior. Contaba Brines que sorprendió en una ocasión a Claudio Rodríguez en un bar, con una copa de vino. Hasta aquí nada resultaría extraño, si no fuera porque a Claudio Rodríguez no le gustaba el vino. Eso mismo le recordó al verle frente a la copa. Claudio admitió que, efectivamente, no le gustaba. Y, sin embargo, su reacción no fue la de rechazar esa bebida prodigiosa, sino la de pedirle una nueva copa de vino al camarero.
Esto fue, más o menos, lo que nos explicó Francisco Brines una tarde, hace más de ocho años. Desde entonces, esa misma anécdota me ha acompañado y desde entonces también he tratado de buscarle una explicación. Hubo un momento, incluso, que escribí sobre ella, sobre lo que significaba. Sobre las verdaderas razones que se esconden en una decisión tan confusa, tan contradictoria. Pensaba, creo recordar, convertirla en un cuento. O en un poema cuyo tema fundamental fueran las paradojas de la vida cotidiana. Pocas cosas se le resisten a un joven escritor. Más si tiene entre las manos una anécdota poco conocida de un autor conocido. Ser el único portavoz de una historia, esa es la premisa. Con el tiempo, la idea del cuento se diluyó y el poema, si se escribió alguna vez, apenas tomó como punto de partida esa anécdota. Sin embargo, uno ha llegado a comprender que la forma puede abandonarte, pero el contenido, si es medianamente importante, te acompaña siempre. Por eso, aquella reacción de Claudio Rodríguez sigue ahí. Es, sin duda, una de esas historias que crece en mí con el tiempo. Abandonadas aquellas aspiraciones de contador de historias olvidadas, me quedo al amparo de las notas, los pequeños comentarios y las frases escritas siempre al margen. Varias de ellas crecen en un cuaderno. Algunas, pueden imaginar, se refieren a Claudio y al episodio de la copa de vino. La más importante, que rescato ahora, no es mía, sino de Esquilo: “sólo quien sufre, sabe”. Esa sería una de las sentencias con las que resumir el episodio de Claudio. Demasiado grandilocuente, quizás, pero oportuna. Más adelante, he añadido otras, como aquella de Voltaire en donde nos explica que aquel que no se contradice a sí mismo al menos tres veces al día es idiota. El creador, antes que nada, debe ser un motor que genere dudas. La contradicción es fundamental, porque lo que nos ha venido demostrando la Historia es que no hay verdades absolutas, sino gamas intermedias, matices, puntualizaciones. Eso es lo que practicó Claudio Rodríguez en su poesía. Me vienen a la memoria dos de sus versos: “Así estoy yo sintiendo que las sombras/ abren su luz”. Y también: “Yo me pregunto a veces si la noche/ se cierra al mundo para abrirse”. Serán esos juegos dialécticos, cargados de profundidad e intensamente sugerentes, los que siguen acompañándome. Los que, con el tiempo, me hacen volver al poeta zamorano. Como él mismo escribe, “hay demasiadas cosas infinitas”. La buena poesía es una de ellas. Y la de Claudio lo era.
Cuando busco un ejemplo de paradoja cruel pienso en Walter Benjamin y en un verso de Don de la ebriedad. Es este: “mortal como el abrazo de las hoces”. En pocos endecasílabos se ha logrado expresar con tanto acierto la enorme contradicción del amor. Claudio Rodríguez es un poeta sin apriorismos. Se abre paso en cada verso. No hay verdades preconcebidas, ni manifiestos prescritos. Es un poeta que habla y genera camino. Y esa misma ruta, si pretende ser fiel a sí misma, está plagada de dudas, de contradicciones, de caminos de ida y vuelta. Como es, o debe ser, la poesía imprescindible.
Una decisión, por trivial que parezca, puede definir a un hombre. Una elección contradictoria duplica las posibilidades. Y las historias que perduran en nosotros quedarán, casi siempre, inconclusas. Aquí reside uno de los motivos por los que merece la pena leer a Claudio Rodríguez.

Álex Chico
Barcelona, octubre de 2010



Un don

Seguramente alguien se ha planteado, como yo, la pregunta: ¿qué se puede decir de la poesía de Claudio Rodríguez que no se haya dicho ya? No hablo, claro, de la investigación filológica o lingüística ni de ningún aspecto científico o técnico derivado de ese escudriñamiento. Me refiero a las conclusiones de un lector cualquiera, aunque siéndolo de poesía lo de “cualquiera” induzca casi siempre a confusión o sospecha.
A principios de los ochenta, las primeras ediciones de sus libros estaban agotadas, como los de casi todos sus compañeros de promoción poética, los del 50; un grupo, cabe añadir, que tanta importancia acabaría teniendo para los de la mía, precisamente aquellos que empezábamos a publicar en esos mismos años.
Tengo la certeza de que el primer libro del poeta que compré fue la antología de Philip W. Silver que publicó Alianza en 1980; no en vano, uno empezó a ser lector gracias a la memorable colección Libro de Bolsillo. Luego llegaron Desde mis poemas (Cátedra, 1983) y el Claudio Rodríguez, de Dionisio Cañas (1988) que apareció en otra colección de grato recuerdo, Los Poetas, de Júcar. Del libro de Cátedra me cautivó su prólogo, esa poética lúcida que supo poner delante de sus cuatro primeros libros, los que durante mucho tiempo se creyó que formarían el corpus completo de su poesía.
Yendo a lo que importa, de entonces, la memoria retiene un deslumbramiento. El don de aquella luz que pasó del cielo al papel y, ya desde los versos, a uno mismo. De otros poetas puede haber uno olvidado cuándo los leyó por primera vez y lo que sintió al hacerlo, no, para mí, en el caso de Claudio Rodríguez. Aunque como todos los de verdad grandes, inimitable (salvo para caer en el plagio), quiero creer que algo de su poesía, de aquella remota luz, llegó también a la que escribí unos años después. Si bien su huella no es perceptible en mis primeros poemas dignos acaso de tal nombre, incluido mi primer libro (del 85 y con aires novísimos), en el segundo, Las aguas detenidas, la cosa cambió. Él era en ese momento uno de mis poetas de cabecera, al lado, por ejemplo, de sus adorados poetas románticos ingleses. Detalles como la presencia de la naturaleza, por un lado, y el uso de ciertos recursos poéticos –como el de la rima asonante, pongo por caso- dan fe de esa humilde coincidencia. Más allá, hay algo en el tono (que en poesía, ya se sabe, lo es todo), en lo que tiene de meditativo, que puede vincularme, siempre a debida distancia, al poeta zamorano. Algo, por otra parte, que ya destacó el crítico García Posada cuando aludió a mi cercanía a la “tradición anglosajona”, en “la línea que va de Cernuda a Jaime Gil de Biedma, sin olvidar a Claudio Rodríguez”. Y tanto. Algo, en fin, que también advirtió uno de los críticos que mejor conoce la obra del autor de Don de la ebriedad, Luis García Jambrina.
Como nunca he dejado de leerlo, dudo que su influencia haya cesado. Puede que no de manera tan clara como en ese libro que, a su manera, le rinde homenaje. Su lección quedó, por suerte, aprendida. Para siempre.
Llegué a conocerlo personalmente. En un tórrido día de julio del 92, en la Universidad de Alcalá de Henares. Me llamó en voz alta, como si me conociera de toda la vida. Y eso parecía cuando me abrazó. A la hora intempestiva de la siesta, tras una copiosa comida que él regó con abundante vino, leímos poemas juntos. Cada poco me interrumpía para hacerme tal o cual comentario, para señalarme tal o cual observación. Luego tomó la palabra y le escuchamos recitar en absoluto silencio. Cada vez que leo un poema suyo, le oigo. Muchas tardes, cuando paseo, si la poesía se me cruza por el camino, también me acuerdo de él.
Álvaro Valverde

AVISO PARA CAMINANTES

Ignoro si la literatura podría entenderse sin los libros, e ignoro si la literatura podría hacerse sin ciertos elementos que rodean al libro. Puede que sí, pero a mí me cuesta imaginar la literatura, pongamos, del siglo XIX, sin sillas. No sé cómo demonios se las hubiesen ingeniado Flaubert, Víctor Hugo, Zola o Mallarmé, pongo por caso, para escribir sus ingentes páginas sin una silla donde el cuerpo no molestase a las otras cosas. No hay duda de que la historia de la literatura, al menos gran parte de la del XIX y la mayoría de la del XX, se ha escrito sentada. La poesía no es una excepción. Las cosas se abren para dar paso a las almas. Pues bien, cuando en la poesía la oralidad se abrió para dar paso a la orgía de las imágenes, los poetas tuvieron que sentarse. Me cuesta imaginar la inmensa arquitectura de imágenes de los surrealistas, postistas, malditos y benditos, levantadas sin una silla. La escritura, en su forma de inscripción como ha dado en ser, requiere una burbuja donde el cuerpo y la mente adopten formas muy especiales, y el escritor necesita su trono, desde donde pueda desencadenar la energía del rito, la forma simbólica de la suspensión espacio-temporal.
Tampoco es muy diferente el hecho lector. Cómo escribir semejantes obras sin una silla, y sin una silla, cómo leerlas. La silla permite al cuerpo un estado idóneo para el resplandor. Más claro, Rodin. Su pensador sólo podía aparecer sentado. Es probable que el siglo de las luces no hubiese podido ser tal si no hubiese sido al tiempo el siglo de las sillas.
Todo esto a la poesía no le ha pasado desapercibido. Los poetas, desde hace un par de siglos para acá, han sentido una particular atracción por los cafés como centros de escritura. Han necesitado sentarse, sentarse en medio de sus bibliotecas para crear sus obras. Sentarse para contar al mundo la historia del mundo. Puede que la poesía naciera como una herramienta óptima para economizar la memoria, que es siempre un arte. Después la poesía y la literatura quisieron ser la memoria misma de los pueblos. Y al fin después, la memoria natural del hombre necesitó seguir avanzando, y creó otros tipos de memoria. Al fin la poesía pudo disociarse de la memoria para asociarse con los sueños. Pero al hacerlo, ocurrió lo que ocurre. Que sin sillas no hay contrato con los sueños, ni con la imaginación, ni con la imagen, ni con el proceso mismo de escritura. Así, en este siglo cuyas literaturas han nacido de las sillas, nadie podía llamar más la atención que un poeta como Claudio Rodríguez, que a mitad de todo el maremágnum irrumpió en mitad de la pista de baile para declarar que esa obra maestra llamada Don de la ebriedad había sido escrita caminando, al igual que lo serían casi todos sus poemas posteriores. Claudio mismo se dio cuenta de que el hecho físico del caminar condicionaba el ritmo del poema. La forma del poema. La esencia del poema. El hecho mismo del poema, diría yo. No es casual que su “Canto del caminar”, que constituye una expansión de su significado, fuese el punto dinamizador y el eje en torno al cual girase la imparable estructura de Don de la ebriedad. Sus poemas tienen el ritmo del caminar, forma con la cual el poeta pretendía excavar un cauce que llegara hasta la creación del ritmo de las cosas, y no evocaran, sino transportaran en los propios versos la esencia misma del movimiento. Por eso los poemas de Claudio Rodríguez, que suenan a pasos, nos suenan y sonarán siempre tan diferentes.
Es curioso. Es sublime. Don de la ebriedad, el libro que camina, no llega a ningún final, no tiene principio ni fin, es un libro circular, un libro de poemas que es un solo poema, fragmentos que nos conducen de unos a otros perpetuándose a sí mismos, porque ellos son el camino que se recorre a sí mismo. Cuando la literatura era por naturaleza una energía mnemotécnica, y la memoria el camino del aprendizaje, cuando lo canónico es un arte de la memoria apareció Claudio Rodríguez, un poeta más cerca del paso que de la huella, más cerca de la respiración que de la palabra. Si la literatura, según Bloom, se contagia de todos los miedos del hombre, diremos que también el hombre se contagia de todas las soluciones de la literatura. Si la poesía es fingir que es verdad lo que es verdad, como dijo Prados, nadie podrá rebatir todo el camino que la poesía avanzó con aquel poeta que para escribir, caminaba. Claudio Rodríguez.
David Vegue


El epitafio de Claudio Rodríguez

Una amiga zamorana, admiradora y estudiosa de Claudio Rodríguez, que tiene acceso a sus papeles, me ha enviado una cuartilla doblada aparecida entre las páginas de un libro de la biblioteca del poeta, con el ruego de que le traduzca los dos renglones que contiene:

OCELO ME GENVIT, RAPVERE BRITANNI, OBEOQVE
VRSALIA. CECINI PARVVLA RVRA LVCES.

La letra, dice mi amiga, es la de Claudio y muy clara, aunque la última palabra aparece tachada.
Lo primero que llama la atención es que un hombre tan modesto como Claudio se equipare así a Virgilio, pues estos versos son un remedo del famoso dístico elegíaco que para su epitafio compuso el gran poeta romano:

MANTVA ME GENVIT, CALABRI RAPVERE, TENET NVNC
PARTHENOPE. CECINI PASCVA RVRA DVCES.

Nací en Mantua, morí en Calabria, en Nápoles
yago: canté a pastores, campos, jefes.

La traducción del dístico de Claudio, que comento a continuación, podría ser:

Nací en Zamora, Albión me atrajo y muero
en Madrid: canté a niños, campos, luces.

Ócelo es el nombre celta de Zamora (de Ócelo Dorum: «promontorio fortaleza»), que en latín daría Ocellum Durii, lo que ha llevado a algunos a traducir erradamente «Ojito del Duero».
Por Britanni cabe entender, no solo las dos ciudades inglesas en las que Claudio fue lector de español, Nottingham y Cambridge, sino su veneración por los ingleses que le marcaron como poeta, especialmente Wordsworth, Dylan Thomas y T. S. Eliot, al que con tanto empeño y cariño tradujo. Nótese cómo usa el mismo verbo, rapio, con diferente sentido: donde Virgilio entendía «arrebatar (la vida)», dice él «cautivar (el alma)».
El hecho de que él mismo diga que muere en Ursalia, uno de los nombres de Madrid (como lo abona el oso de su escudo), no es sorprendente, pues, residente en la capital, era natural que contemplara en ella el fin de sus días. El uso que hace del presente, obeo (en vez del pasado obii), sugiere que en el momento en el que escribe esos versos se ve ya cerca de la muerte.
Lo más importante es lo siguiente, pues, al igual que Virgilio, resume su poesía en tres palabras: PARVVLA significa «menudencias», «pequeñeces», pero también todo lo referido a la infancia, que tan presente y decisiva es en su poesía. RVRA encierra lo que conocemos de su amor a la tierra: sus largas caminatas por el campo, sus conversaciones con los labriegos y su admiración de la naturaleza como madre generadora de vida y de belleza (justamente lo que esa palabra designa en Virgilio: sus Geórgicas). La voz LVCES tachada no debería hacernos pensar que el poeta se corrigió porque entendiera que su poesía no fuera luz, cosa que sería negar un elemento fundamental y omnipresente en su obra desde aquel sublime primer verso de su primer poemario («Siempre la claridad viene del cielo»). De ninguna manera. Es evidente que quería jugar con el vocablo de Virgilio, alterarlo mínimamente mediante el cambio de una letra, para dejar claro que lo suyo no era cantar a jefes militares sino a la luz, pero seguidamente se dio cuenta —como buen conocedor de la métrica latina que era—, de que la palabra que había elegido no le valía, pues si la primera sílaba de DVCES es breve y por lo tanto encaja perfectamente en el último dáctilo del pentámetro, la de LVCES es larga, con lo cual el verso quedaba cojo. Por eso tachó esa palabra y, a lo que parece, no tuvo ocasión de volver a ello y sustituirla por otra mejor.
Seguramente se olvidó de la cuartilla, que quedó perdida entre las páginas de ese libro (una edición bilingüe del Arte poética de Horacio) con el imperfecto dístico que guardaba. Lo interesante de esta minucia latinesca es que Claudio se compara en ella con su admirado Virgilio. Con este juego se declara discípulo y compañero de aquel romano con el que compartió tanto y, en primerísimo lugar, eso que podríamos llamar melodía semántica, la indisolubilidad de fondo y forma, que tan bien define a ambos. Con tachadura o sin ella, este epitafio podría figurar muy bien en la tumba del cementerio zamorano donde reposa el poeta.

Pollux Hernúñez



POESÍA Y FANZINES


El fanzine fue el principal vehículo de expresión utilizado por la cultura juvenil en los inicios de la transición democrática española. Se convirtió en la fórmula más económica de expresar las inquietudes y el afán creador que invadiera a una juventud electrificada por la novedosa sensación de libertad, a finales de los años setenta. Una energía que perdería su fuerza inicial con el primer gran desencanto, acaecido en marzo de 1986. En el blanco y negro de aquellos ephemera culturales se percibían los tonos de la cultura underground que había llegado al país con más de una década de retraso. Allí se escribiría la ilusión volandera de una generación y algunos nombres consagrados del panorama artístico y literario actual comenzaron a firmar sus trabajos en aquellos papeles. El fanzine llegó a ser un humilde remedo de las revistas vanguardistas que inundaron España a finales de los años veinte del siglo pasado. Aquel fenómeno fue posible gracias a la fotocopia. La proliferación de fotocopiadoras pareció uno de los hechos más relevantes para la década y es difícil entender la cultura de aquel momento sin comprender lo que entonces significó aquel invento por su capacidad mediática a un bajo coste. Aquellas fotocopias grapadas o encoladas a la americana que se intentaban vender en los bares más enrollados se llenaron de cómics, de artículos musicales sobre grupos anglosajones y, sobre todo, de poesía.
Nuestra poesía estudiantil aspiraba a conseguir la altura de los escritores que intentábamos imitar: la levedad sonora de José Ángel Valente, la persistente lucidez de Gil de Biedma, el efectismo barroco del primer Gimferrer o el simbolismo cercano de Claudio Rodríguez. Y éstos y otros nombres, sus versos aprendidos de memoria, los titulares más rotundos de su poética, eran un báculo en el que apoyar nuestro afán de cultura y las razones teóricas de nuestros esfuerzos creativos. Resonaban los versos entre los edificios más vetustos de la ciudad: en el claustro de la Universidad Pontificia, donde se organizaban recitales y se presentaban libros auspiciados por la cátedra de poesía. Y resonaban también en algunos locales nocturnos, bares al límite de su propio nombre, donde los recitales se impregnaban de olores sin legalizar.
Es más sencillo definirse en el pasado. Entonces todos éramos jóvenes y de izquierdas. Tropezamos con nosotros mismos cuando, al abrir los cajones repletos de recuerdos con la intención de liberar espacio en el trastero, aparecen poemas escritos en la olivetti paterna que fueron repetidos doscientas veces, como en un castigo industrial, por la fotocopiadora. Mientras nos invade un extraño sentimiento, los leemos a media voz, para dejarnos engañar por su brillo antiguo. Una vez más. Penúltimo destello del poder que otorgamos un día a las palabras.


Miguel García Figuerola



Lo febril permanece


Leíamos a Claudio Rodríguez en la mili, antes de la retreta, como espejismo de una tarde que habíamos pasado en “El paraguas”. El tumultuoso bar de Colmenar Viejo, -en nada parecido a “La Golondrina” que pintó Pedrero, o puede que sí, porque “sólo la claridad viene del cielo”,- era garito de voces, camisas verdes y botas encharcadas y algo tenía que ver con la melancolía. En todo caso, leíamos en voz alta, como un conjuro, y a un verso de Claudio contestaba otro con Gil de Biedma y así hasta que sonaba la trompeta. Incluso hasta después, pero ya en peligro.
Hay palabras cuyo olvido es imposible porque en ellas habita una razón de ser tan fuerte que las hace imprescindibles. Sucede con el poema. No digo con la poesía; eso es otra cosa. Un poema permanece si acontece en un día que guardaste cama, en un proceso largo y detenido de tu vida, ya en la infancia o adolescencia, ya en el círculo polar ártico más allá de los treinta, o en el instante en que no sabes quién eres ante el medio siglo. O más allá, entre las miradas de quienes velan aún o encendieron tu vida una vez. En ese tiempo febril, o en el lecho de la dolencia cuando guardas cama, la fiebre se hace cómplice de su pasión y la temperatura envuelve en recuerdo permanente poema que guardarás para siempre.
Sobre cómo es posible escribir “Don de la ebriedad” un poema así a los diecisiete años sólo podría responder Rimbaud y está en el infierno. Desde ese no lugar podría contestarnos como quien abre la puerta de los extramuros de las palabras para confesarnos que, en realidad, ese es un asunto que habita en los ecos de la trascendencia. ¿Acudiría Rimbaud a considerar lo que muchos pensaron sobre aquel joven de Zamora cuyo atrevimiento había sido explorar desde la palabra ebriedad el acto de convertirla en don y que tal cosa tendría un final próximo a la genialidad?.
Constata Tomás Sánchez Santiago que los versos “tan extraños y envueltos en un optimismo mortal causaba estupor” refiriéndose a: “Tú no sabías que la muerte es bella/ Triste doncella”. Y añade: “Y quien había celebrado todo lo que amasa el hombre (la mentira, el dolor, la alegría, el arrepentimiento...) terminó por conocer que también la muerte era un misterio hermoso que de pronto culminaba la travesía de la vida del lado claro de las realidades luminosas”.

Hubo un tiempo en que la literatura sacrificaba precisamente este concepto “realidades luminosas” en el pálpito de las palabras. Si la bien o mal llamada “Generación de los 50” tuvo su apoyo en los poetas del conocimiento y bucearon aquellos en el mencionado Rimbaud, Hölderlin, Rilke, Eliot, es verdad que la sombra de Antonio Machado y Juan de la Cruz permanecía en vigilia aguda y hoy la lectura de los mismos desdobla los márgenes de un río ilimitado.
Luis García Jambrina, gran conocedor de la obra de Claudio Rodríguez señala la trascendencia del aspecto “simbólico” en la obra del autor que nos concierne. A la edición realizada por el mencionado crítico de “Don de la ebriedad” (Castalia, 1998) y de “Hacia el canto” (USAL, octubre, 1993), libro conmemorativo del II Premio Reina Sofía que recibiera hace casi veinte años el poeta universal nacido en Zamora, hay que añadir la generosa y grandiosa edición facsímil de “Alianza y Condena” realizada hace unos años. Incide en la evidencia de Claudio Rodríguez ante el viejo y duro diálogo entre la verdad y la belleza. ¿Definición del don?. Al menos, de su transparencia. Concluyamos sobre los primeros versos que sirven para cuanto escribimos: “Siempre la claridad viene del cielo, / es un don: no se halla entre las cosas/ sino muy por encima, y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias”.
Versos grabados con el corazón y la memoria, así son los términos del verbo “recordar”, he ahí el eco en aquel bar de la mili, espontáneo, lejano y frágil, hueco y duradero también, en la universalidad de un día cualquiera. Así, la poesía de Claudio Rodríguez nos invita a una celebración junto al río Duero al que el poeta no en balde llamó “duradero”.
Reconocerlo hoy, del brazo de alguien y por la Cuesta del Caño, no es sino un acto de fe en la palabra poética así como celebrar su encuentro en la mesilla de noche ante un vaso de leche fría, como una paradoja épica, por cuanto febril, el poema permanece.
Aníbal Lozano



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