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viernes, 3 de diciembre de 2010

El viaje de Nacho Gallego


Ahora que los literatos oficiales de Castilla y León andan en la Guadalajara mejicana dando cumplida cuenta de su oficio, premiados o en la lista de espera, cierro un libro que siempre tendrá las páginas abiertas: ‘El lenguaje de las células y otros viajes’(Ed. Caballo de Troya, 2010) de Nacho Gallego (Madrid, 1971 – Zamora, 1997). Estamos ante un lenguaje y ante un viaje o, si se quiere, ante dos lenguajes que acompañan al viajero. Sorprendido en pleno discurso de su edad por un tumor maligno, este estudiante de ‘Los Bolos’ y luego del ‘Claudio’, que acabó Económicas en la Complutense con la fuerza y la mirada que desprende la vida por delante, nos invita a una obra póstuma bellísima. “El libro –declara- no trata sólo de la enfermedad, pues uno sigue su vida con y sin ella, sin saber en todo momento lo que le pertenece…/… trata de un viaje diferente: el otro viaje. Al final de un viaje, un deseo: la serenidad”. Como nada es por casualidad, el día que me hice con esta suma literaria un viejo amigo me había hecho llegar una fotografía que yo desconocía de Robert L. Stevenson, mi gran pasión. Quiso entonces el azar que la imagen del autor de ‘La isla del tesoro’ hiciera como marcapáginas del libro de quien no conocía. Era esa una extraña y tierna comunión.
Como en un asunto borgiano, asistimos en primer lugar a través de ‘Joan’, un homónimo como eco de Pessoa –sin querer o queriendo- , a la novela que Nacho Gallego necesitó para contarse su propia forja, desde el ahondamiento de sus pasiones y desde el trasluz de su intimidad. En ella descubrimos el vaivén bonaerense, la ruta de la amistad en latitudes chilenas, el descubrimiento de una perspectiva a la que escapa la quimioterapia y también la razón, la dignidad y la belleza humanas ante la actitud. No es un diario, pero sí fluye un dietario sin fecha entre las lecturas que Nacho hacía con enorme complicidad e inteligencia, de Dostoievski al Werther, de Eduardo Galeano al mismo relato que titula ‘El lenguaje de las células’ y que simboliza especialmente un semblante de enorme belleza –por dentro y por fuera- que posee. Conocedor de la rosa de los vientos que figura en la literatura, Nacho Gallego nos lleva a un final de necesaria intimidad: la comprensión del personaje no inventado con la bondad de Nietoschka Nezvanova en ‘Crimen y castigo’ que Dostoievski elevó al corazón universal. “La comprendía perfectamente” nos dice, para continuar viaje hacia otras geografías, que minuciosamente apuntó en su libreta, río Paraná adelante, hasta Bangkok, Vietnam, la gran Nueva Delhi y el sentimiento de su autor desde el río Indu al monasterio de Hemís. Sospecho que India supone para Nacho Gallego la exploración definitiva de una búsqueda que no puedo sino abrazar desde su lectura, sin incordiarla, sin manipularla. Queda para el lector que explore la belleza de su ser.
Así, descubriendo casualidades, acontece la razón de Stevenson para firmar el eco de este viajero, a quien me hubiera gustado agradecer la dignidad y hermosura de su obra. Palpita en ella como Mahler revela en ‘La canción de la tierra’ y el amigo Stevenson en las oraciones de Vailima. Si uno yace en el Monte Vaea de Samoa, pues ‘De vuelta del mar está el marinero’, Nacho Gallego, como Carlos Enríquez –amigo de Polinesias- late en el otro mar de Sanabria.

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