El signo y la dignidad: José Ángel Valente
A.L.
Una vez recogí a José Ángel Valente en Barajas, llegadas nacionales. Le acompañaba un poeta, sombra del personaje de su propia novela: Fernando Quiñones. En el trayecto hablaron de Andalucía, de la luz de la vida y de la velocidad del coche porque Fernando sostenía una botella de jumilla entre las piernas. Valente comentó que si una botella había viajado en avión no era para preocuparse tanto. Quiñones confesó que, en realidad, la botella no era exactamente de Cádiz sino que un profesor de Málaga se la había llevado a Toronto pensando que se la regalaría en el transcurso de unas conferencias. Posteriormente, como no pudo ser, el profesor regresó con ella a Málaga creyendo que allí lo encontraría definitivamente. Y al final, la botella pudo entregársela en Barcelona. Valente, entonces sentenció: “Esta es una botella que lo merece”.
La primera consideración que el poeta tiene ante lo escrito es la pureza de lo que transmite. Valente fue un poeta generacional de los cincuenta, como se ha escrito, pero es ante todo un lugar -absolutamente imprescindible- para tener en cuenta la actitud de quien crea. Desde su obra ensayística “Las palabras de la tribu”, “La piedra y el centro”, admira lo que siente, descubre a Juan de la Cruz desprovisto de todo argumento innecesario y entronca con ese gran desconocido que es Miguel de Molinos.
Valente es un poeta necesario para descubrir lo que destruye toda ambición y lo que destina un empleo común como territorio de lo acontecido: “En mis ojos se agolpa repentina la luz. Cómo si tú de pronto, volvieras a la vida”. Hay en su obra el atrevimiento de sopesar el mundo. Indaguemos en “El fulgor”, la antología poética (1953-1996) nos indica la concepción libre, ilimitada de la palabra. Andres Sánchez Robayna, citando a Max Jacob dice lo siguiente: “Una obra no vale por lo que contiene sino por lo que la rodea“. Así sucede en la obra de quien hizo posible “No amanece el cantor”, uno de los libros más intensos de la poesia española.
La mentira y sus vástagos
El odio
espeso y su constelación de sombra.
La cólera terrible de la tierra
que no alimenta la raíz del aire
y se acuesta en la tierra boca abajo.
La palabra que nace sin destino.
La sangre que no siembra más que sangre.
El pan desposeído de la casa del hombre.
La opaca caridad del rico sórdido.
La simonía de la inteligencia.
El miedo y sus profetas.
Un fruto triste se desgarra y cede
más débil que su propia podredumbre.
Esta es la hora éste es el tiempo
-hijo, soy de esta historia-,
éste el lugar que un día
fue solar prodigioso de una casa más grande.
Es memoria José Ángel Valente de una actitud que concierne a la conciencia de la palabra, y la palabra desde él trasciende como hecho, como signo de lo que es: palabra para amar, declarar y para seguir siendo lenguaje de dignidad.
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