
El murciégalo ilustrado
A Gabriel Solé Enríquez
Aníbal Lozano
Mi vida pasó de ser un templado clarinete a una sórdida trompeta el día en que Lidia me llamó para entregarme el último cheque. Así supe que había muerto o quizás, que había vuelto a nacer. Aquello formaba parte del empleo pues para la editorial yo había sido hasta entonces un negro obediente, un relator eficaz y sobre todo un anónimo honrado.
Una mañana de jubilado, mientras daba cuenta de ostras y albariño, alguien olvidó su periódico sobre la barra. No quería volver a ver una sola palabra pero el titular del Celta me encandiló. No fue la noticia del zurdo brasileño lo que me hizo derramar el vino sino el faldón de la publicidad que cerraba página: “Hoy se presenta en el Bahía ‘El murciégalo ilustrado’, la última novela de Lapoche”. Aquel anuncio me envolvió la cabeza de rencores y planes. No era posible más humillación. ¿No fui yo quien había jugado con las grafías de aquella arquitectura literaria a fin de darle gusto al director para que Lapoche, un zampón de vanidades y moluscos, apareciese como un impecable seductor de la filología en un mercado que no poseía?. Él y su yo eran vísceras de televisión. Pero, si bien él no era sino un falso novelista yo ahora me convertía en un asesino disfrazado. No fue difícil acceder al cóctel y servirme del favor de viejos conocidos para ocuparme de las ostras más exquisitas en la bandeja cercana al autor. Ni Vitelio hubiera rechazado semejante tentación, pese a que Lapoche pudo llegar hasta el baño cuando se sintió indispuesto. Mientras el presentador excusaba su ausencia, una infamia caía sobre el lavabo y el níquel del grifo reflejaba el gris azulado de un rostro con rabia. “Fue una mala ostra” escribieron sobre su muerte.
“Ya es mala suerte, sí, que un novelista muera atragantado, sin decir palabra. Eso le pasa por no saber escribir murciélago. ¿No le parece? ... –bromeó el barman. Y continuó: “Lástima, porque a mi mujer le gustaba eso del murciégalo. Tiene gracia”. “Claro” –añadí, mientras me servía un albariño del noventa y dos y un hombre flaco interpretaba a Gershwin en la puerta del hotel.
1 comentario:
Pero qué bien escribes. Narrativa ágil, imaginativa, con indudables notas de humor y gusto gastronómico. Me recuerda algo a Julio Camba.
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