En la cena, mientras su marido hablaba y hablaba,
ella recordó la noche que los reyes magos
cantaron tangos hasta el amanecer.
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miércoles, 22 de diciembre de 2010
viernes, 3 de diciembre de 2010
El viaje de Nacho Gallego

Ahora que los literatos oficiales de Castilla y León andan en la Guadalajara mejicana dando cumplida cuenta de su oficio, premiados o en la lista de espera, cierro un libro que siempre tendrá las páginas abiertas: ‘El lenguaje de las células y otros viajes’(Ed. Caballo de Troya, 2010) de Nacho Gallego (Madrid, 1971 – Zamora, 1997). Estamos ante un lenguaje y ante un viaje o, si se quiere, ante dos lenguajes que acompañan al viajero. Sorprendido en pleno discurso de su edad por un tumor maligno, este estudiante de ‘Los Bolos’ y luego del ‘Claudio’, que acabó Económicas en la Complutense con la fuerza y la mirada que desprende la vida por delante, nos invita a una obra póstuma bellísima. “El libro –declara- no trata sólo de la enfermedad, pues uno sigue su vida con y sin ella, sin saber en todo momento lo que le pertenece…/… trata de un viaje diferente: el otro viaje. Al final de un viaje, un deseo: la serenidad”. Como nada es por casualidad, el día que me hice con esta suma literaria un viejo amigo me había hecho llegar una fotografía que yo desconocía de Robert L. Stevenson, mi gran pasión. Quiso entonces el azar que la imagen del autor de ‘La isla del tesoro’ hiciera como marcapáginas del libro de quien no conocía. Era esa una extraña y tierna comunión.
Como en un asunto borgiano, asistimos en primer lugar a través de ‘Joan’, un homónimo como eco de Pessoa –sin querer o queriendo- , a la novela que Nacho Gallego necesitó para contarse su propia forja, desde el ahondamiento de sus pasiones y desde el trasluz de su intimidad. En ella descubrimos el vaivén bonaerense, la ruta de la amistad en latitudes chilenas, el descubrimiento de una perspectiva a la que escapa la quimioterapia y también la razón, la dignidad y la belleza humanas ante la actitud. No es un diario, pero sí fluye un dietario sin fecha entre las lecturas que Nacho hacía con enorme complicidad e inteligencia, de Dostoievski al Werther, de Eduardo Galeano al mismo relato que titula ‘El lenguaje de las células’ y que simboliza especialmente un semblante de enorme belleza –por dentro y por fuera- que posee. Conocedor de la rosa de los vientos que figura en la literatura, Nacho Gallego nos lleva a un final de necesaria intimidad: la comprensión del personaje no inventado con la bondad de Nietoschka Nezvanova en ‘Crimen y castigo’ que Dostoievski elevó al corazón universal. “La comprendía perfectamente” nos dice, para continuar viaje hacia otras geografías, que minuciosamente apuntó en su libreta, río Paraná adelante, hasta Bangkok, Vietnam, la gran Nueva Delhi y el sentimiento de su autor desde el río Indu al monasterio de Hemís. Sospecho que India supone para Nacho Gallego la exploración definitiva de una búsqueda que no puedo sino abrazar desde su lectura, sin incordiarla, sin manipularla. Queda para el lector que explore la belleza de su ser.
Así, descubriendo casualidades, acontece la razón de Stevenson para firmar el eco de este viajero, a quien me hubiera gustado agradecer la dignidad y hermosura de su obra. Palpita en ella como Mahler revela en ‘La canción de la tierra’ y el amigo Stevenson en las oraciones de Vailima. Si uno yace en el Monte Vaea de Samoa, pues ‘De vuelta del mar está el marinero’, Nacho Gallego, como Carlos Enríquez –amigo de Polinesias- late en el otro mar de Sanabria.
Como en un asunto borgiano, asistimos en primer lugar a través de ‘Joan’, un homónimo como eco de Pessoa –sin querer o queriendo- , a la novela que Nacho Gallego necesitó para contarse su propia forja, desde el ahondamiento de sus pasiones y desde el trasluz de su intimidad. En ella descubrimos el vaivén bonaerense, la ruta de la amistad en latitudes chilenas, el descubrimiento de una perspectiva a la que escapa la quimioterapia y también la razón, la dignidad y la belleza humanas ante la actitud. No es un diario, pero sí fluye un dietario sin fecha entre las lecturas que Nacho hacía con enorme complicidad e inteligencia, de Dostoievski al Werther, de Eduardo Galeano al mismo relato que titula ‘El lenguaje de las células’ y que simboliza especialmente un semblante de enorme belleza –por dentro y por fuera- que posee. Conocedor de la rosa de los vientos que figura en la literatura, Nacho Gallego nos lleva a un final de necesaria intimidad: la comprensión del personaje no inventado con la bondad de Nietoschka Nezvanova en ‘Crimen y castigo’ que Dostoievski elevó al corazón universal. “La comprendía perfectamente” nos dice, para continuar viaje hacia otras geografías, que minuciosamente apuntó en su libreta, río Paraná adelante, hasta Bangkok, Vietnam, la gran Nueva Delhi y el sentimiento de su autor desde el río Indu al monasterio de Hemís. Sospecho que India supone para Nacho Gallego la exploración definitiva de una búsqueda que no puedo sino abrazar desde su lectura, sin incordiarla, sin manipularla. Queda para el lector que explore la belleza de su ser.
Así, descubriendo casualidades, acontece la razón de Stevenson para firmar el eco de este viajero, a quien me hubiera gustado agradecer la dignidad y hermosura de su obra. Palpita en ella como Mahler revela en ‘La canción de la tierra’ y el amigo Stevenson en las oraciones de Vailima. Si uno yace en el Monte Vaea de Samoa, pues ‘De vuelta del mar está el marinero’, Nacho Gallego, como Carlos Enríquez –amigo de Polinesias- late en el otro mar de Sanabria.
miércoles, 24 de noviembre de 2010
En estos días de noviembre recordamos a Claudio Rodríguez

La contradicción del amor
Un momento, sólo uno, podría definir la vida de un ser humano. Hablo de decisiones mínimas y sin embargo poderosas, determinantes. Si a alguien le diera por echar la vista atrás, descubriría que su vida es una sucesión de eso mismo, de elecciones aparentemente triviales, anodinas en su mayoría. Sumándolas , una a una, nos dan el resultado de lo que somos. El instante es, digámoslo así, la pieza clave. Por eso, soy de la opinión de que, para conocer a alguien, habría que juzgarlo a partir de estas minúsculas elecciones. Lo anecdótico es una forma solapada de la costumbre.
Hace unos años le escuché a Francisco Brines una de esas anécdotas a las que me refería en el párrafo anterior. Contaba Brines que sorprendió en una ocasión a Claudio Rodríguez en un bar, con una copa de vino. Hasta aquí nada resultaría extraño, si no fuera porque a Claudio Rodríguez no le gustaba el vino. Eso mismo le recordó al verle frente a la copa. Claudio admitió que, efectivamente, no le gustaba. Y, sin embargo, su reacción no fue la de rechazar esa bebida prodigiosa, sino la de pedirle una nueva copa de vino al camarero.
Esto fue, más o menos, lo que nos explicó Francisco Brines una tarde, hace más de ocho años. Desde entonces, esa misma anécdota me ha acompañado y desde entonces también he tratado de buscarle una explicación. Hubo un momento, incluso, que escribí sobre ella, sobre lo que significaba. Sobre las verdaderas razones que se esconden en una decisión tan confusa, tan contradictoria. Pensaba, creo recordar, convertirla en un cuento. O en un poema cuyo tema fundamental fueran las paradojas de la vida cotidiana. Pocas cosas se le resisten a un joven escritor. Más si tiene entre las manos una anécdota poco conocida de un autor conocido. Ser el único portavoz de una historia, esa es la premisa. Con el tiempo, la idea del cuento se diluyó y el poema, si se escribió alguna vez, apenas tomó como punto de partida esa anécdota. Sin embargo, uno ha llegado a comprender que la forma puede abandonarte, pero el contenido, si es medianamente importante, te acompaña siempre. Por eso, aquella reacción de Claudio Rodríguez sigue ahí. Es, sin duda, una de esas historias que crece en mí con el tiempo. Abandonadas aquellas aspiraciones de contador de historias olvidadas, me quedo al amparo de las notas, los pequeños comentarios y las frases escritas siempre al margen. Varias de ellas crecen en un cuaderno. Algunas, pueden imaginar, se refieren a Claudio y al episodio de la copa de vino. La más importante, que rescato ahora, no es mía, sino de Esquilo: “sólo quien sufre, sabe”. Esa sería una de las sentencias con las que resumir el episodio de Claudio. Demasiado grandilocuente, quizás, pero oportuna. Más adelante, he añadido otras, como aquella de Voltaire en donde nos explica que aquel que no se contradice a sí mismo al menos tres veces al día es idiota. El creador, antes que nada, debe ser un motor que genere dudas. La contradicción es fundamental, porque lo que nos ha venido demostrando la Historia es que no hay verdades absolutas, sino gamas intermedias, matices, puntualizaciones. Eso es lo que practicó Claudio Rodríguez en su poesía. Me vienen a la memoria dos de sus versos: “Así estoy yo sintiendo que las sombras/ abren su luz”. Y también: “Yo me pregunto a veces si la noche/ se cierra al mundo para abrirse”. Serán esos juegos dialécticos, cargados de profundidad e intensamente sugerentes, los que siguen acompañándome. Los que, con el tiempo, me hacen volver al poeta zamorano. Como él mismo escribe, “hay demasiadas cosas infinitas”. La buena poesía es una de ellas. Y la de Claudio lo era.
Cuando busco un ejemplo de paradoja cruel pienso en Walter Benjamin y en un verso de Don de la ebriedad. Es este: “mortal como el abrazo de las hoces”. En pocos endecasílabos se ha logrado expresar con tanto acierto la enorme contradicción del amor. Claudio Rodríguez es un poeta sin apriorismos. Se abre paso en cada verso. No hay verdades preconcebidas, ni manifiestos prescritos. Es un poeta que habla y genera camino. Y esa misma ruta, si pretende ser fiel a sí misma, está plagada de dudas, de contradicciones, de caminos de ida y vuelta. Como es, o debe ser, la poesía imprescindible.
Una decisión, por trivial que parezca, puede definir a un hombre. Una elección contradictoria duplica las posibilidades. Y las historias que perduran en nosotros quedarán, casi siempre, inconclusas. Aquí reside uno de los motivos por los que merece la pena leer a Claudio Rodríguez.
Álex Chico
Barcelona, octubre de 2010
Un momento, sólo uno, podría definir la vida de un ser humano. Hablo de decisiones mínimas y sin embargo poderosas, determinantes. Si a alguien le diera por echar la vista atrás, descubriría que su vida es una sucesión de eso mismo, de elecciones aparentemente triviales, anodinas en su mayoría. Sumándolas , una a una, nos dan el resultado de lo que somos. El instante es, digámoslo así, la pieza clave. Por eso, soy de la opinión de que, para conocer a alguien, habría que juzgarlo a partir de estas minúsculas elecciones. Lo anecdótico es una forma solapada de la costumbre.
Hace unos años le escuché a Francisco Brines una de esas anécdotas a las que me refería en el párrafo anterior. Contaba Brines que sorprendió en una ocasión a Claudio Rodríguez en un bar, con una copa de vino. Hasta aquí nada resultaría extraño, si no fuera porque a Claudio Rodríguez no le gustaba el vino. Eso mismo le recordó al verle frente a la copa. Claudio admitió que, efectivamente, no le gustaba. Y, sin embargo, su reacción no fue la de rechazar esa bebida prodigiosa, sino la de pedirle una nueva copa de vino al camarero.
Esto fue, más o menos, lo que nos explicó Francisco Brines una tarde, hace más de ocho años. Desde entonces, esa misma anécdota me ha acompañado y desde entonces también he tratado de buscarle una explicación. Hubo un momento, incluso, que escribí sobre ella, sobre lo que significaba. Sobre las verdaderas razones que se esconden en una decisión tan confusa, tan contradictoria. Pensaba, creo recordar, convertirla en un cuento. O en un poema cuyo tema fundamental fueran las paradojas de la vida cotidiana. Pocas cosas se le resisten a un joven escritor. Más si tiene entre las manos una anécdota poco conocida de un autor conocido. Ser el único portavoz de una historia, esa es la premisa. Con el tiempo, la idea del cuento se diluyó y el poema, si se escribió alguna vez, apenas tomó como punto de partida esa anécdota. Sin embargo, uno ha llegado a comprender que la forma puede abandonarte, pero el contenido, si es medianamente importante, te acompaña siempre. Por eso, aquella reacción de Claudio Rodríguez sigue ahí. Es, sin duda, una de esas historias que crece en mí con el tiempo. Abandonadas aquellas aspiraciones de contador de historias olvidadas, me quedo al amparo de las notas, los pequeños comentarios y las frases escritas siempre al margen. Varias de ellas crecen en un cuaderno. Algunas, pueden imaginar, se refieren a Claudio y al episodio de la copa de vino. La más importante, que rescato ahora, no es mía, sino de Esquilo: “sólo quien sufre, sabe”. Esa sería una de las sentencias con las que resumir el episodio de Claudio. Demasiado grandilocuente, quizás, pero oportuna. Más adelante, he añadido otras, como aquella de Voltaire en donde nos explica que aquel que no se contradice a sí mismo al menos tres veces al día es idiota. El creador, antes que nada, debe ser un motor que genere dudas. La contradicción es fundamental, porque lo que nos ha venido demostrando la Historia es que no hay verdades absolutas, sino gamas intermedias, matices, puntualizaciones. Eso es lo que practicó Claudio Rodríguez en su poesía. Me vienen a la memoria dos de sus versos: “Así estoy yo sintiendo que las sombras/ abren su luz”. Y también: “Yo me pregunto a veces si la noche/ se cierra al mundo para abrirse”. Serán esos juegos dialécticos, cargados de profundidad e intensamente sugerentes, los que siguen acompañándome. Los que, con el tiempo, me hacen volver al poeta zamorano. Como él mismo escribe, “hay demasiadas cosas infinitas”. La buena poesía es una de ellas. Y la de Claudio lo era.
Cuando busco un ejemplo de paradoja cruel pienso en Walter Benjamin y en un verso de Don de la ebriedad. Es este: “mortal como el abrazo de las hoces”. En pocos endecasílabos se ha logrado expresar con tanto acierto la enorme contradicción del amor. Claudio Rodríguez es un poeta sin apriorismos. Se abre paso en cada verso. No hay verdades preconcebidas, ni manifiestos prescritos. Es un poeta que habla y genera camino. Y esa misma ruta, si pretende ser fiel a sí misma, está plagada de dudas, de contradicciones, de caminos de ida y vuelta. Como es, o debe ser, la poesía imprescindible.
Una decisión, por trivial que parezca, puede definir a un hombre. Una elección contradictoria duplica las posibilidades. Y las historias que perduran en nosotros quedarán, casi siempre, inconclusas. Aquí reside uno de los motivos por los que merece la pena leer a Claudio Rodríguez.
Álex Chico
Barcelona, octubre de 2010
Un don
Seguramente alguien se ha planteado, como yo, la pregunta: ¿qué se puede decir de la poesía de Claudio Rodríguez que no se haya dicho ya? No hablo, claro, de la investigación filológica o lingüística ni de ningún aspecto científico o técnico derivado de ese escudriñamiento. Me refiero a las conclusiones de un lector cualquiera, aunque siéndolo de poesía lo de “cualquiera” induzca casi siempre a confusión o sospecha.
A principios de los ochenta, las primeras ediciones de sus libros estaban agotadas, como los de casi todos sus compañeros de promoción poética, los del 50; un grupo, cabe añadir, que tanta importancia acabaría teniendo para los de la mía, precisamente aquellos que empezábamos a publicar en esos mismos años.
Tengo la certeza de que el primer libro del poeta que compré fue la antología de Philip W. Silver que publicó Alianza en 1980; no en vano, uno empezó a ser lector gracias a la memorable colección Libro de Bolsillo. Luego llegaron Desde mis poemas (Cátedra, 1983) y el Claudio Rodríguez, de Dionisio Cañas (1988) que apareció en otra colección de grato recuerdo, Los Poetas, de Júcar. Del libro de Cátedra me cautivó su prólogo, esa poética lúcida que supo poner delante de sus cuatro primeros libros, los que durante mucho tiempo se creyó que formarían el corpus completo de su poesía.
Yendo a lo que importa, de entonces, la memoria retiene un deslumbramiento. El don de aquella luz que pasó del cielo al papel y, ya desde los versos, a uno mismo. De otros poetas puede haber uno olvidado cuándo los leyó por primera vez y lo que sintió al hacerlo, no, para mí, en el caso de Claudio Rodríguez. Aunque como todos los de verdad grandes, inimitable (salvo para caer en el plagio), quiero creer que algo de su poesía, de aquella remota luz, llegó también a la que escribí unos años después. Si bien su huella no es perceptible en mis primeros poemas dignos acaso de tal nombre, incluido mi primer libro (del 85 y con aires novísimos), en el segundo, Las aguas detenidas, la cosa cambió. Él era en ese momento uno de mis poetas de cabecera, al lado, por ejemplo, de sus adorados poetas románticos ingleses. Detalles como la presencia de la naturaleza, por un lado, y el uso de ciertos recursos poéticos –como el de la rima asonante, pongo por caso- dan fe de esa humilde coincidencia. Más allá, hay algo en el tono (que en poesía, ya se sabe, lo es todo), en lo que tiene de meditativo, que puede vincularme, siempre a debida distancia, al poeta zamorano. Algo, por otra parte, que ya destacó el crítico García Posada cuando aludió a mi cercanía a la “tradición anglosajona”, en “la línea que va de Cernuda a Jaime Gil de Biedma, sin olvidar a Claudio Rodríguez”. Y tanto. Algo, en fin, que también advirtió uno de los críticos que mejor conoce la obra del autor de Don de la ebriedad, Luis García Jambrina.
Como nunca he dejado de leerlo, dudo que su influencia haya cesado. Puede que no de manera tan clara como en ese libro que, a su manera, le rinde homenaje. Su lección quedó, por suerte, aprendida. Para siempre.
Llegué a conocerlo personalmente. En un tórrido día de julio del 92, en la Universidad de Alcalá de Henares. Me llamó en voz alta, como si me conociera de toda la vida. Y eso parecía cuando me abrazó. A la hora intempestiva de la siesta, tras una copiosa comida que él regó con abundante vino, leímos poemas juntos. Cada poco me interrumpía para hacerme tal o cual comentario, para señalarme tal o cual observación. Luego tomó la palabra y le escuchamos recitar en absoluto silencio. Cada vez que leo un poema suyo, le oigo. Muchas tardes, cuando paseo, si la poesía se me cruza por el camino, también me acuerdo de él.
Álvaro Valverde
Seguramente alguien se ha planteado, como yo, la pregunta: ¿qué se puede decir de la poesía de Claudio Rodríguez que no se haya dicho ya? No hablo, claro, de la investigación filológica o lingüística ni de ningún aspecto científico o técnico derivado de ese escudriñamiento. Me refiero a las conclusiones de un lector cualquiera, aunque siéndolo de poesía lo de “cualquiera” induzca casi siempre a confusión o sospecha.
A principios de los ochenta, las primeras ediciones de sus libros estaban agotadas, como los de casi todos sus compañeros de promoción poética, los del 50; un grupo, cabe añadir, que tanta importancia acabaría teniendo para los de la mía, precisamente aquellos que empezábamos a publicar en esos mismos años.
Tengo la certeza de que el primer libro del poeta que compré fue la antología de Philip W. Silver que publicó Alianza en 1980; no en vano, uno empezó a ser lector gracias a la memorable colección Libro de Bolsillo. Luego llegaron Desde mis poemas (Cátedra, 1983) y el Claudio Rodríguez, de Dionisio Cañas (1988) que apareció en otra colección de grato recuerdo, Los Poetas, de Júcar. Del libro de Cátedra me cautivó su prólogo, esa poética lúcida que supo poner delante de sus cuatro primeros libros, los que durante mucho tiempo se creyó que formarían el corpus completo de su poesía.
Yendo a lo que importa, de entonces, la memoria retiene un deslumbramiento. El don de aquella luz que pasó del cielo al papel y, ya desde los versos, a uno mismo. De otros poetas puede haber uno olvidado cuándo los leyó por primera vez y lo que sintió al hacerlo, no, para mí, en el caso de Claudio Rodríguez. Aunque como todos los de verdad grandes, inimitable (salvo para caer en el plagio), quiero creer que algo de su poesía, de aquella remota luz, llegó también a la que escribí unos años después. Si bien su huella no es perceptible en mis primeros poemas dignos acaso de tal nombre, incluido mi primer libro (del 85 y con aires novísimos), en el segundo, Las aguas detenidas, la cosa cambió. Él era en ese momento uno de mis poetas de cabecera, al lado, por ejemplo, de sus adorados poetas románticos ingleses. Detalles como la presencia de la naturaleza, por un lado, y el uso de ciertos recursos poéticos –como el de la rima asonante, pongo por caso- dan fe de esa humilde coincidencia. Más allá, hay algo en el tono (que en poesía, ya se sabe, lo es todo), en lo que tiene de meditativo, que puede vincularme, siempre a debida distancia, al poeta zamorano. Algo, por otra parte, que ya destacó el crítico García Posada cuando aludió a mi cercanía a la “tradición anglosajona”, en “la línea que va de Cernuda a Jaime Gil de Biedma, sin olvidar a Claudio Rodríguez”. Y tanto. Algo, en fin, que también advirtió uno de los críticos que mejor conoce la obra del autor de Don de la ebriedad, Luis García Jambrina.
Como nunca he dejado de leerlo, dudo que su influencia haya cesado. Puede que no de manera tan clara como en ese libro que, a su manera, le rinde homenaje. Su lección quedó, por suerte, aprendida. Para siempre.
Llegué a conocerlo personalmente. En un tórrido día de julio del 92, en la Universidad de Alcalá de Henares. Me llamó en voz alta, como si me conociera de toda la vida. Y eso parecía cuando me abrazó. A la hora intempestiva de la siesta, tras una copiosa comida que él regó con abundante vino, leímos poemas juntos. Cada poco me interrumpía para hacerme tal o cual comentario, para señalarme tal o cual observación. Luego tomó la palabra y le escuchamos recitar en absoluto silencio. Cada vez que leo un poema suyo, le oigo. Muchas tardes, cuando paseo, si la poesía se me cruza por el camino, también me acuerdo de él.
Álvaro Valverde
AVISO PARA CAMINANTES
Ignoro si la literatura podría entenderse sin los libros, e ignoro si la literatura podría hacerse sin ciertos elementos que rodean al libro. Puede que sí, pero a mí me cuesta imaginar la literatura, pongamos, del siglo XIX, sin sillas. No sé cómo demonios se las hubiesen ingeniado Flaubert, Víctor Hugo, Zola o Mallarmé, pongo por caso, para escribir sus ingentes páginas sin una silla donde el cuerpo no molestase a las otras cosas. No hay duda de que la historia de la literatura, al menos gran parte de la del XIX y la mayoría de la del XX, se ha escrito sentada. La poesía no es una excepción. Las cosas se abren para dar paso a las almas. Pues bien, cuando en la poesía la oralidad se abrió para dar paso a la orgía de las imágenes, los poetas tuvieron que sentarse. Me cuesta imaginar la inmensa arquitectura de imágenes de los surrealistas, postistas, malditos y benditos, levantadas sin una silla. La escritura, en su forma de inscripción como ha dado en ser, requiere una burbuja donde el cuerpo y la mente adopten formas muy especiales, y el escritor necesita su trono, desde donde pueda desencadenar la energía del rito, la forma simbólica de la suspensión espacio-temporal.
Tampoco es muy diferente el hecho lector. Cómo escribir semejantes obras sin una silla, y sin una silla, cómo leerlas. La silla permite al cuerpo un estado idóneo para el resplandor. Más claro, Rodin. Su pensador sólo podía aparecer sentado. Es probable que el siglo de las luces no hubiese podido ser tal si no hubiese sido al tiempo el siglo de las sillas.
Todo esto a la poesía no le ha pasado desapercibido. Los poetas, desde hace un par de siglos para acá, han sentido una particular atracción por los cafés como centros de escritura. Han necesitado sentarse, sentarse en medio de sus bibliotecas para crear sus obras. Sentarse para contar al mundo la historia del mundo. Puede que la poesía naciera como una herramienta óptima para economizar la memoria, que es siempre un arte. Después la poesía y la literatura quisieron ser la memoria misma de los pueblos. Y al fin después, la memoria natural del hombre necesitó seguir avanzando, y creó otros tipos de memoria. Al fin la poesía pudo disociarse de la memoria para asociarse con los sueños. Pero al hacerlo, ocurrió lo que ocurre. Que sin sillas no hay contrato con los sueños, ni con la imaginación, ni con la imagen, ni con el proceso mismo de escritura. Así, en este siglo cuyas literaturas han nacido de las sillas, nadie podía llamar más la atención que un poeta como Claudio Rodríguez, que a mitad de todo el maremágnum irrumpió en mitad de la pista de baile para declarar que esa obra maestra llamada Don de la ebriedad había sido escrita caminando, al igual que lo serían casi todos sus poemas posteriores. Claudio mismo se dio cuenta de que el hecho físico del caminar condicionaba el ritmo del poema. La forma del poema. La esencia del poema. El hecho mismo del poema, diría yo. No es casual que su “Canto del caminar”, que constituye una expansión de su significado, fuese el punto dinamizador y el eje en torno al cual girase la imparable estructura de Don de la ebriedad. Sus poemas tienen el ritmo del caminar, forma con la cual el poeta pretendía excavar un cauce que llegara hasta la creación del ritmo de las cosas, y no evocaran, sino transportaran en los propios versos la esencia misma del movimiento. Por eso los poemas de Claudio Rodríguez, que suenan a pasos, nos suenan y sonarán siempre tan diferentes.
Es curioso. Es sublime. Don de la ebriedad, el libro que camina, no llega a ningún final, no tiene principio ni fin, es un libro circular, un libro de poemas que es un solo poema, fragmentos que nos conducen de unos a otros perpetuándose a sí mismos, porque ellos son el camino que se recorre a sí mismo. Cuando la literatura era por naturaleza una energía mnemotécnica, y la memoria el camino del aprendizaje, cuando lo canónico es un arte de la memoria apareció Claudio Rodríguez, un poeta más cerca del paso que de la huella, más cerca de la respiración que de la palabra. Si la literatura, según Bloom, se contagia de todos los miedos del hombre, diremos que también el hombre se contagia de todas las soluciones de la literatura. Si la poesía es fingir que es verdad lo que es verdad, como dijo Prados, nadie podrá rebatir todo el camino que la poesía avanzó con aquel poeta que para escribir, caminaba. Claudio Rodríguez.
David Vegue
Ignoro si la literatura podría entenderse sin los libros, e ignoro si la literatura podría hacerse sin ciertos elementos que rodean al libro. Puede que sí, pero a mí me cuesta imaginar la literatura, pongamos, del siglo XIX, sin sillas. No sé cómo demonios se las hubiesen ingeniado Flaubert, Víctor Hugo, Zola o Mallarmé, pongo por caso, para escribir sus ingentes páginas sin una silla donde el cuerpo no molestase a las otras cosas. No hay duda de que la historia de la literatura, al menos gran parte de la del XIX y la mayoría de la del XX, se ha escrito sentada. La poesía no es una excepción. Las cosas se abren para dar paso a las almas. Pues bien, cuando en la poesía la oralidad se abrió para dar paso a la orgía de las imágenes, los poetas tuvieron que sentarse. Me cuesta imaginar la inmensa arquitectura de imágenes de los surrealistas, postistas, malditos y benditos, levantadas sin una silla. La escritura, en su forma de inscripción como ha dado en ser, requiere una burbuja donde el cuerpo y la mente adopten formas muy especiales, y el escritor necesita su trono, desde donde pueda desencadenar la energía del rito, la forma simbólica de la suspensión espacio-temporal.
Tampoco es muy diferente el hecho lector. Cómo escribir semejantes obras sin una silla, y sin una silla, cómo leerlas. La silla permite al cuerpo un estado idóneo para el resplandor. Más claro, Rodin. Su pensador sólo podía aparecer sentado. Es probable que el siglo de las luces no hubiese podido ser tal si no hubiese sido al tiempo el siglo de las sillas.
Todo esto a la poesía no le ha pasado desapercibido. Los poetas, desde hace un par de siglos para acá, han sentido una particular atracción por los cafés como centros de escritura. Han necesitado sentarse, sentarse en medio de sus bibliotecas para crear sus obras. Sentarse para contar al mundo la historia del mundo. Puede que la poesía naciera como una herramienta óptima para economizar la memoria, que es siempre un arte. Después la poesía y la literatura quisieron ser la memoria misma de los pueblos. Y al fin después, la memoria natural del hombre necesitó seguir avanzando, y creó otros tipos de memoria. Al fin la poesía pudo disociarse de la memoria para asociarse con los sueños. Pero al hacerlo, ocurrió lo que ocurre. Que sin sillas no hay contrato con los sueños, ni con la imaginación, ni con la imagen, ni con el proceso mismo de escritura. Así, en este siglo cuyas literaturas han nacido de las sillas, nadie podía llamar más la atención que un poeta como Claudio Rodríguez, que a mitad de todo el maremágnum irrumpió en mitad de la pista de baile para declarar que esa obra maestra llamada Don de la ebriedad había sido escrita caminando, al igual que lo serían casi todos sus poemas posteriores. Claudio mismo se dio cuenta de que el hecho físico del caminar condicionaba el ritmo del poema. La forma del poema. La esencia del poema. El hecho mismo del poema, diría yo. No es casual que su “Canto del caminar”, que constituye una expansión de su significado, fuese el punto dinamizador y el eje en torno al cual girase la imparable estructura de Don de la ebriedad. Sus poemas tienen el ritmo del caminar, forma con la cual el poeta pretendía excavar un cauce que llegara hasta la creación del ritmo de las cosas, y no evocaran, sino transportaran en los propios versos la esencia misma del movimiento. Por eso los poemas de Claudio Rodríguez, que suenan a pasos, nos suenan y sonarán siempre tan diferentes.
Es curioso. Es sublime. Don de la ebriedad, el libro que camina, no llega a ningún final, no tiene principio ni fin, es un libro circular, un libro de poemas que es un solo poema, fragmentos que nos conducen de unos a otros perpetuándose a sí mismos, porque ellos son el camino que se recorre a sí mismo. Cuando la literatura era por naturaleza una energía mnemotécnica, y la memoria el camino del aprendizaje, cuando lo canónico es un arte de la memoria apareció Claudio Rodríguez, un poeta más cerca del paso que de la huella, más cerca de la respiración que de la palabra. Si la literatura, según Bloom, se contagia de todos los miedos del hombre, diremos que también el hombre se contagia de todas las soluciones de la literatura. Si la poesía es fingir que es verdad lo que es verdad, como dijo Prados, nadie podrá rebatir todo el camino que la poesía avanzó con aquel poeta que para escribir, caminaba. Claudio Rodríguez.
David Vegue
El epitafio de Claudio Rodríguez
Una amiga zamorana, admiradora y estudiosa de Claudio Rodríguez, que tiene acceso a sus papeles, me ha enviado una cuartilla doblada aparecida entre las páginas de un libro de la biblioteca del poeta, con el ruego de que le traduzca los dos renglones que contiene:
OCELO ME GENVIT, RAPVERE BRITANNI, OBEOQVE
VRSALIA. CECINI PARVVLA RVRA LVCES.
La letra, dice mi amiga, es la de Claudio y muy clara, aunque la última palabra aparece tachada.
Lo primero que llama la atención es que un hombre tan modesto como Claudio se equipare así a Virgilio, pues estos versos son un remedo del famoso dístico elegíaco que para su epitafio compuso el gran poeta romano:
MANTVA ME GENVIT, CALABRI RAPVERE, TENET NVNC
PARTHENOPE. CECINI PASCVA RVRA DVCES.
Nací en Mantua, morí en Calabria, en Nápoles
yago: canté a pastores, campos, jefes.
La traducción del dístico de Claudio, que comento a continuación, podría ser:
Nací en Zamora, Albión me atrajo y muero
en Madrid: canté a niños, campos, luces.
Ócelo es el nombre celta de Zamora (de Ócelo Dorum: «promontorio fortaleza»), que en latín daría Ocellum Durii, lo que ha llevado a algunos a traducir erradamente «Ojito del Duero».
Por Britanni cabe entender, no solo las dos ciudades inglesas en las que Claudio fue lector de español, Nottingham y Cambridge, sino su veneración por los ingleses que le marcaron como poeta, especialmente Wordsworth, Dylan Thomas y T. S. Eliot, al que con tanto empeño y cariño tradujo. Nótese cómo usa el mismo verbo, rapio, con diferente sentido: donde Virgilio entendía «arrebatar (la vida)», dice él «cautivar (el alma)».
El hecho de que él mismo diga que muere en Ursalia, uno de los nombres de Madrid (como lo abona el oso de su escudo), no es sorprendente, pues, residente en la capital, era natural que contemplara en ella el fin de sus días. El uso que hace del presente, obeo (en vez del pasado obii), sugiere que en el momento en el que escribe esos versos se ve ya cerca de la muerte.
Lo más importante es lo siguiente, pues, al igual que Virgilio, resume su poesía en tres palabras: PARVVLA significa «menudencias», «pequeñeces», pero también todo lo referido a la infancia, que tan presente y decisiva es en su poesía. RVRA encierra lo que conocemos de su amor a la tierra: sus largas caminatas por el campo, sus conversaciones con los labriegos y su admiración de la naturaleza como madre generadora de vida y de belleza (justamente lo que esa palabra designa en Virgilio: sus Geórgicas). La voz LVCES tachada no debería hacernos pensar que el poeta se corrigió porque entendiera que su poesía no fuera luz, cosa que sería negar un elemento fundamental y omnipresente en su obra desde aquel sublime primer verso de su primer poemario («Siempre la claridad viene del cielo»). De ninguna manera. Es evidente que quería jugar con el vocablo de Virgilio, alterarlo mínimamente mediante el cambio de una letra, para dejar claro que lo suyo no era cantar a jefes militares sino a la luz, pero seguidamente se dio cuenta —como buen conocedor de la métrica latina que era—, de que la palabra que había elegido no le valía, pues si la primera sílaba de DVCES es breve y por lo tanto encaja perfectamente en el último dáctilo del pentámetro, la de LVCES es larga, con lo cual el verso quedaba cojo. Por eso tachó esa palabra y, a lo que parece, no tuvo ocasión de volver a ello y sustituirla por otra mejor.
Seguramente se olvidó de la cuartilla, que quedó perdida entre las páginas de ese libro (una edición bilingüe del Arte poética de Horacio) con el imperfecto dístico que guardaba. Lo interesante de esta minucia latinesca es que Claudio se compara en ella con su admirado Virgilio. Con este juego se declara discípulo y compañero de aquel romano con el que compartió tanto y, en primerísimo lugar, eso que podríamos llamar melodía semántica, la indisolubilidad de fondo y forma, que tan bien define a ambos. Con tachadura o sin ella, este epitafio podría figurar muy bien en la tumba del cementerio zamorano donde reposa el poeta.
Pollux Hernúñez
Una amiga zamorana, admiradora y estudiosa de Claudio Rodríguez, que tiene acceso a sus papeles, me ha enviado una cuartilla doblada aparecida entre las páginas de un libro de la biblioteca del poeta, con el ruego de que le traduzca los dos renglones que contiene:
OCELO ME GENVIT, RAPVERE BRITANNI, OBEOQVE
VRSALIA. CECINI PARVVLA RVRA LVCES.
La letra, dice mi amiga, es la de Claudio y muy clara, aunque la última palabra aparece tachada.
Lo primero que llama la atención es que un hombre tan modesto como Claudio se equipare así a Virgilio, pues estos versos son un remedo del famoso dístico elegíaco que para su epitafio compuso el gran poeta romano:
MANTVA ME GENVIT, CALABRI RAPVERE, TENET NVNC
PARTHENOPE. CECINI PASCVA RVRA DVCES.
Nací en Mantua, morí en Calabria, en Nápoles
yago: canté a pastores, campos, jefes.
La traducción del dístico de Claudio, que comento a continuación, podría ser:
Nací en Zamora, Albión me atrajo y muero
en Madrid: canté a niños, campos, luces.
Ócelo es el nombre celta de Zamora (de Ócelo Dorum: «promontorio fortaleza»), que en latín daría Ocellum Durii, lo que ha llevado a algunos a traducir erradamente «Ojito del Duero».
Por Britanni cabe entender, no solo las dos ciudades inglesas en las que Claudio fue lector de español, Nottingham y Cambridge, sino su veneración por los ingleses que le marcaron como poeta, especialmente Wordsworth, Dylan Thomas y T. S. Eliot, al que con tanto empeño y cariño tradujo. Nótese cómo usa el mismo verbo, rapio, con diferente sentido: donde Virgilio entendía «arrebatar (la vida)», dice él «cautivar (el alma)».
El hecho de que él mismo diga que muere en Ursalia, uno de los nombres de Madrid (como lo abona el oso de su escudo), no es sorprendente, pues, residente en la capital, era natural que contemplara en ella el fin de sus días. El uso que hace del presente, obeo (en vez del pasado obii), sugiere que en el momento en el que escribe esos versos se ve ya cerca de la muerte.
Lo más importante es lo siguiente, pues, al igual que Virgilio, resume su poesía en tres palabras: PARVVLA significa «menudencias», «pequeñeces», pero también todo lo referido a la infancia, que tan presente y decisiva es en su poesía. RVRA encierra lo que conocemos de su amor a la tierra: sus largas caminatas por el campo, sus conversaciones con los labriegos y su admiración de la naturaleza como madre generadora de vida y de belleza (justamente lo que esa palabra designa en Virgilio: sus Geórgicas). La voz LVCES tachada no debería hacernos pensar que el poeta se corrigió porque entendiera que su poesía no fuera luz, cosa que sería negar un elemento fundamental y omnipresente en su obra desde aquel sublime primer verso de su primer poemario («Siempre la claridad viene del cielo»). De ninguna manera. Es evidente que quería jugar con el vocablo de Virgilio, alterarlo mínimamente mediante el cambio de una letra, para dejar claro que lo suyo no era cantar a jefes militares sino a la luz, pero seguidamente se dio cuenta —como buen conocedor de la métrica latina que era—, de que la palabra que había elegido no le valía, pues si la primera sílaba de DVCES es breve y por lo tanto encaja perfectamente en el último dáctilo del pentámetro, la de LVCES es larga, con lo cual el verso quedaba cojo. Por eso tachó esa palabra y, a lo que parece, no tuvo ocasión de volver a ello y sustituirla por otra mejor.
Seguramente se olvidó de la cuartilla, que quedó perdida entre las páginas de ese libro (una edición bilingüe del Arte poética de Horacio) con el imperfecto dístico que guardaba. Lo interesante de esta minucia latinesca es que Claudio se compara en ella con su admirado Virgilio. Con este juego se declara discípulo y compañero de aquel romano con el que compartió tanto y, en primerísimo lugar, eso que podríamos llamar melodía semántica, la indisolubilidad de fondo y forma, que tan bien define a ambos. Con tachadura o sin ella, este epitafio podría figurar muy bien en la tumba del cementerio zamorano donde reposa el poeta.
Pollux Hernúñez
POESÍA Y FANZINES
El fanzine fue el principal vehículo de expresión utilizado por la cultura juvenil en los inicios de la transición democrática española. Se convirtió en la fórmula más económica de expresar las inquietudes y el afán creador que invadiera a una juventud electrificada por la novedosa sensación de libertad, a finales de los años setenta. Una energía que perdería su fuerza inicial con el primer gran desencanto, acaecido en marzo de 1986. En el blanco y negro de aquellos ephemera culturales se percibían los tonos de la cultura underground que había llegado al país con más de una década de retraso. Allí se escribiría la ilusión volandera de una generación y algunos nombres consagrados del panorama artístico y literario actual comenzaron a firmar sus trabajos en aquellos papeles. El fanzine llegó a ser un humilde remedo de las revistas vanguardistas que inundaron España a finales de los años veinte del siglo pasado. Aquel fenómeno fue posible gracias a la fotocopia. La proliferación de fotocopiadoras pareció uno de los hechos más relevantes para la década y es difícil entender la cultura de aquel momento sin comprender lo que entonces significó aquel invento por su capacidad mediática a un bajo coste. Aquellas fotocopias grapadas o encoladas a la americana que se intentaban vender en los bares más enrollados se llenaron de cómics, de artículos musicales sobre grupos anglosajones y, sobre todo, de poesía.
Nuestra poesía estudiantil aspiraba a conseguir la altura de los escritores que intentábamos imitar: la levedad sonora de José Ángel Valente, la persistente lucidez de Gil de Biedma, el efectismo barroco del primer Gimferrer o el simbolismo cercano de Claudio Rodríguez. Y éstos y otros nombres, sus versos aprendidos de memoria, los titulares más rotundos de su poética, eran un báculo en el que apoyar nuestro afán de cultura y las razones teóricas de nuestros esfuerzos creativos. Resonaban los versos entre los edificios más vetustos de la ciudad: en el claustro de la Universidad Pontificia, donde se organizaban recitales y se presentaban libros auspiciados por la cátedra de poesía. Y resonaban también en algunos locales nocturnos, bares al límite de su propio nombre, donde los recitales se impregnaban de olores sin legalizar.
Es más sencillo definirse en el pasado. Entonces todos éramos jóvenes y de izquierdas. Tropezamos con nosotros mismos cuando, al abrir los cajones repletos de recuerdos con la intención de liberar espacio en el trastero, aparecen poemas escritos en la olivetti paterna que fueron repetidos doscientas veces, como en un castigo industrial, por la fotocopiadora. Mientras nos invade un extraño sentimiento, los leemos a media voz, para dejarnos engañar por su brillo antiguo. Una vez más. Penúltimo destello del poder que otorgamos un día a las palabras.
Miguel García Figuerola
Lo febril permanece
Leíamos a Claudio Rodríguez en la mili, antes de la retreta, como espejismo de una tarde que habíamos pasado en “El paraguas”. El tumultuoso bar de Colmenar Viejo, -en nada parecido a “La Golondrina” que pintó Pedrero, o puede que sí, porque “sólo la claridad viene del cielo”,- era garito de voces, camisas verdes y botas encharcadas y algo tenía que ver con la melancolía. En todo caso, leíamos en voz alta, como un conjuro, y a un verso de Claudio contestaba otro con Gil de Biedma y así hasta que sonaba la trompeta. Incluso hasta después, pero ya en peligro.
Hay palabras cuyo olvido es imposible porque en ellas habita una razón de ser tan fuerte que las hace imprescindibles. Sucede con el poema. No digo con la poesía; eso es otra cosa. Un poema permanece si acontece en un día que guardaste cama, en un proceso largo y detenido de tu vida, ya en la infancia o adolescencia, ya en el círculo polar ártico más allá de los treinta, o en el instante en que no sabes quién eres ante el medio siglo. O más allá, entre las miradas de quienes velan aún o encendieron tu vida una vez. En ese tiempo febril, o en el lecho de la dolencia cuando guardas cama, la fiebre se hace cómplice de su pasión y la temperatura envuelve en recuerdo permanente poema que guardarás para siempre.
Sobre cómo es posible escribir “Don de la ebriedad” un poema así a los diecisiete años sólo podría responder Rimbaud y está en el infierno. Desde ese no lugar podría contestarnos como quien abre la puerta de los extramuros de las palabras para confesarnos que, en realidad, ese es un asunto que habita en los ecos de la trascendencia. ¿Acudiría Rimbaud a considerar lo que muchos pensaron sobre aquel joven de Zamora cuyo atrevimiento había sido explorar desde la palabra ebriedad el acto de convertirla en don y que tal cosa tendría un final próximo a la genialidad?.
Constata Tomás Sánchez Santiago que los versos “tan extraños y envueltos en un optimismo mortal causaba estupor” refiriéndose a: “Tú no sabías que la muerte es bella/ Triste doncella”. Y añade: “Y quien había celebrado todo lo que amasa el hombre (la mentira, el dolor, la alegría, el arrepentimiento...) terminó por conocer que también la muerte era un misterio hermoso que de pronto culminaba la travesía de la vida del lado claro de las realidades luminosas”.
Hubo un tiempo en que la literatura sacrificaba precisamente este concepto “realidades luminosas” en el pálpito de las palabras. Si la bien o mal llamada “Generación de los 50” tuvo su apoyo en los poetas del conocimiento y bucearon aquellos en el mencionado Rimbaud, Hölderlin, Rilke, Eliot, es verdad que la sombra de Antonio Machado y Juan de la Cruz permanecía en vigilia aguda y hoy la lectura de los mismos desdobla los márgenes de un río ilimitado.
Luis García Jambrina, gran conocedor de la obra de Claudio Rodríguez señala la trascendencia del aspecto “simbólico” en la obra del autor que nos concierne. A la edición realizada por el mencionado crítico de “Don de la ebriedad” (Castalia, 1998) y de “Hacia el canto” (USAL, octubre, 1993), libro conmemorativo del II Premio Reina Sofía que recibiera hace casi veinte años el poeta universal nacido en Zamora, hay que añadir la generosa y grandiosa edición facsímil de “Alianza y Condena” realizada hace unos años. Incide en la evidencia de Claudio Rodríguez ante el viejo y duro diálogo entre la verdad y la belleza. ¿Definición del don?. Al menos, de su transparencia. Concluyamos sobre los primeros versos que sirven para cuanto escribimos: “Siempre la claridad viene del cielo, / es un don: no se halla entre las cosas/ sino muy por encima, y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias”.
Versos grabados con el corazón y la memoria, así son los términos del verbo “recordar”, he ahí el eco en aquel bar de la mili, espontáneo, lejano y frágil, hueco y duradero también, en la universalidad de un día cualquiera. Así, la poesía de Claudio Rodríguez nos invita a una celebración junto al río Duero al que el poeta no en balde llamó “duradero”.
Reconocerlo hoy, del brazo de alguien y por la Cuesta del Caño, no es sino un acto de fe en la palabra poética así como celebrar su encuentro en la mesilla de noche ante un vaso de leche fría, como una paradoja épica, por cuanto febril, el poema permanece.
Aníbal Lozano
Leíamos a Claudio Rodríguez en la mili, antes de la retreta, como espejismo de una tarde que habíamos pasado en “El paraguas”. El tumultuoso bar de Colmenar Viejo, -en nada parecido a “La Golondrina” que pintó Pedrero, o puede que sí, porque “sólo la claridad viene del cielo”,- era garito de voces, camisas verdes y botas encharcadas y algo tenía que ver con la melancolía. En todo caso, leíamos en voz alta, como un conjuro, y a un verso de Claudio contestaba otro con Gil de Biedma y así hasta que sonaba la trompeta. Incluso hasta después, pero ya en peligro.
Hay palabras cuyo olvido es imposible porque en ellas habita una razón de ser tan fuerte que las hace imprescindibles. Sucede con el poema. No digo con la poesía; eso es otra cosa. Un poema permanece si acontece en un día que guardaste cama, en un proceso largo y detenido de tu vida, ya en la infancia o adolescencia, ya en el círculo polar ártico más allá de los treinta, o en el instante en que no sabes quién eres ante el medio siglo. O más allá, entre las miradas de quienes velan aún o encendieron tu vida una vez. En ese tiempo febril, o en el lecho de la dolencia cuando guardas cama, la fiebre se hace cómplice de su pasión y la temperatura envuelve en recuerdo permanente poema que guardarás para siempre.
Sobre cómo es posible escribir “Don de la ebriedad” un poema así a los diecisiete años sólo podría responder Rimbaud y está en el infierno. Desde ese no lugar podría contestarnos como quien abre la puerta de los extramuros de las palabras para confesarnos que, en realidad, ese es un asunto que habita en los ecos de la trascendencia. ¿Acudiría Rimbaud a considerar lo que muchos pensaron sobre aquel joven de Zamora cuyo atrevimiento había sido explorar desde la palabra ebriedad el acto de convertirla en don y que tal cosa tendría un final próximo a la genialidad?.
Constata Tomás Sánchez Santiago que los versos “tan extraños y envueltos en un optimismo mortal causaba estupor” refiriéndose a: “Tú no sabías que la muerte es bella/ Triste doncella”. Y añade: “Y quien había celebrado todo lo que amasa el hombre (la mentira, el dolor, la alegría, el arrepentimiento...) terminó por conocer que también la muerte era un misterio hermoso que de pronto culminaba la travesía de la vida del lado claro de las realidades luminosas”.
Hubo un tiempo en que la literatura sacrificaba precisamente este concepto “realidades luminosas” en el pálpito de las palabras. Si la bien o mal llamada “Generación de los 50” tuvo su apoyo en los poetas del conocimiento y bucearon aquellos en el mencionado Rimbaud, Hölderlin, Rilke, Eliot, es verdad que la sombra de Antonio Machado y Juan de la Cruz permanecía en vigilia aguda y hoy la lectura de los mismos desdobla los márgenes de un río ilimitado.
Luis García Jambrina, gran conocedor de la obra de Claudio Rodríguez señala la trascendencia del aspecto “simbólico” en la obra del autor que nos concierne. A la edición realizada por el mencionado crítico de “Don de la ebriedad” (Castalia, 1998) y de “Hacia el canto” (USAL, octubre, 1993), libro conmemorativo del II Premio Reina Sofía que recibiera hace casi veinte años el poeta universal nacido en Zamora, hay que añadir la generosa y grandiosa edición facsímil de “Alianza y Condena” realizada hace unos años. Incide en la evidencia de Claudio Rodríguez ante el viejo y duro diálogo entre la verdad y la belleza. ¿Definición del don?. Al menos, de su transparencia. Concluyamos sobre los primeros versos que sirven para cuanto escribimos: “Siempre la claridad viene del cielo, / es un don: no se halla entre las cosas/ sino muy por encima, y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias”.
Versos grabados con el corazón y la memoria, así son los términos del verbo “recordar”, he ahí el eco en aquel bar de la mili, espontáneo, lejano y frágil, hueco y duradero también, en la universalidad de un día cualquiera. Así, la poesía de Claudio Rodríguez nos invita a una celebración junto al río Duero al que el poeta no en balde llamó “duradero”.
Reconocerlo hoy, del brazo de alguien y por la Cuesta del Caño, no es sino un acto de fe en la palabra poética así como celebrar su encuentro en la mesilla de noche ante un vaso de leche fría, como una paradoja épica, por cuanto febril, el poema permanece.
Aníbal Lozano
domingo, 21 de noviembre de 2010
Entrevista con Miguel Cruz Hernández, filósofo arabista
“Entre el pasado y el presente del Sahara hay derechos humanos”
En una mañana de sábado madrileña un rayo de sol otoñal acaba de entrar por el ventanal del salón, yéndose hacia la biblioteca donde conviven “Lo bello y lo sublime” de Kant con “La guía de los perplejos” de Maimónides y los dos volúmenes de la Historia del Pensamiento Islámico de Miguel Cruz Hernández. Este intelectual español, catedrático de Filosofía y Psicología en las Universidades de Salamanca y Madrid y eminente arabista mundial tiene una cabeza prodigiosa a sus noventa años, una sensibilidad exquisita, una afectuosidad inmensa y la sencillez de un sabio. En este amigo de Avicena, Averroes y Maimónides se halla también una de las personalidades docentes más prestigiosas de la cultura española y al mismo tiempo un hombre que ha guardado una inquebrantable dignidad en su paso por la política. Fue llamado “el alcalde rojo” de Franco y llevó el agua a Pizarrales. Algo difícil que su palabra explica con la huella de su magisterio.
-¿Cómo es posible que un profesor de Filosofía, un arabista doctorado por la obra de Avicena y sobre todo, una persona que tenía un pasado certeramente republicano, fuera nombrado Alcalde de Salamanca por Franco en los albores de los años cincuenta?.
-Yo creo que ahí hubo un punto de error por ambas partes. En primer lugar, creo que el gobernador civil, José Luis Taboada, consideró oportuno cambiar al alcalde. Fue entonces cuando pensó en mí por lo que yo escribía en la última página de la Hoja del Lunes que dirigía Enrique de Sena. Eso, quizás, despistó al gobernador civil, porque hice un curriculum vitae negativo, clarísimamente negativo, desde uno de mis bisabuelos, republicano de la I República y a mi padre que fue depurado después de la guerra y trasladado de Granada a Cartagena. Por otro lado yo había estado en el ejército republicano, y además, por decirlo en términos futbolísticos, forofo de la FUE y afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas. Así que tuve que decir que me sentía muy honrado pero que esa era la realidad. En un principio pensé que eso les haría olvidarse de mí pero luego, por las razones que fueran, y tras el paso por Salamanca de Manuel Fraga, entonces flamante Delegado Nacional de Asociaciones del Movimiento, – ahora es un gran amigo mío- debieron de cambiar de opinión. Esas fueron las circunstancias.
- Pero su carrera política no se detuvo…
- Mi contacto con la política de entonces dependía de una cosa administrativa y otra cosa ideológica. La administrativa era que Joaquín Ruiz-Giménez me propuso como subdirector general del Instituto Hispanoárabe de Cultura. En la parte ideológica, era lector de “Escorial”, donde escribían Tovar, Laín y Ridruejo, los de la utopía joseantoniana, para distinguirla del falangismo simple Era lo único potable que existía, pero naturalmente reconociendo que se trataba de una utopía pues ellos limpiaban los textos de José Antonio de las boutades fascistas que allí salían. Laín y Tovar, por ejemplo, no iban a pensar que Rousseau era una persona reprobable y por supuesto no podían comulgar con la dialéctica de los puños y las pistolas. En cierto modo trataban de un futuro que nunca existió, por eso digo lo de utópico.
- Llegó usted en 1974 a dirigir la Dirección General de Cultura Popular y el Instituto Nacional del Libro.
- Yo había determinado, por necesidades familiares, no tener ninguna actividad política, aunque me la ofrecieran, pero me llamaron para presidir el Instituto Nacional del Libro, y por amistad con el ministro León Herrera, acepté. Recuerdo que antes de tomar posesión llamé a Enrique de Sena, que era un periodista excepcional que dirigía “El Adelanto” y le dije, mira, no está en la calle pero pasa esto y a él di las primeras declaraciones. Por otra parte, Ricardo de la Cierva que, era director General, pegó un portazo y se fue, ni siquiera esperó unos días. Yo pensaba que iba a estar allí seis meses, pues estaba seguro que habría crisis de gobierno porque aquel gobierno de Arias era muy flojo y Franco ya flaqueaba, pero tras su muerte, me quedé. Por tanto, viví en esos tres años con dos jefes de Estado, Franco y el Rey; dos presidentes de Gobierno, Arias y Suárez y tres ministros de Información y Turismo, León Herrera, Martín Gamero, que estuvo seis meses y lo pasé muy mal y Reguera Guajardo, que debió de ser un nombramiento para el Consejo pues quien de verdad ejercía como ministro era Sabino Fernández Campo que entonces era subsecretario, hasta que lo llamó el Rey.
- Es inimaginable la percepción de cuantas cosas pudieron pasar ante la mesa de trabajo de este hombre de la que nunca ha faltado un ejemplar de “La metafísica de Avicena”, su tesis doctoral, que le abría camino como uno de los más grandes arabistas de nuestra historia reciente junto a Asín Palacios. Y tampoco faltaba de aquel despacho frío del ministerio la obra que dio origen a su perspectiva filosófica: “Lo sublime y lo bello” de Kant. En aquel tiempo histórico, término este que se usa con frecuencia para indeterminados asuntos de pacotilla, uno piensa en el referente de este hombre sabio y prudente ante la mirada perpleja de los acontecimientos y la voluntad de querer cambiar las cosas desde la palabra. Se me ocurre, por ejemplo, pensar cómo Miguel Cruz razona ante el ministro León Herrera la idea del Premio Cervantes poco después de la muerte de Franco. Y cómo, casualmente, la orden ministerial lo aprueba en el día de San Miguel, el nombre del místico olvidado por la Iglesia, Miguel de Molinos; y el de Unamuno también, con quien coincide en tantas cosas incluso en su misteriosa poesía de la que habla con modestia. No olvida este profesor de voz humilde y aun hermosamente musical en su eco andaluz, aquellos días de tormenta sobre la legalización del Partido Comunista: abril, 1977. ¿Quién entregó aquel primer Premio Cervantes a Jorge Guillén?
- Yo se lo entregué. Se lo entrego yo porque no hay quien quiera hacerlo. Eso es lo más curioso. En primer lugar, intenté, por los conductos que yo tenía que fuera el Rey. Y si no, Suárez, pero da la casualidad que en aquellos días están todos nada menos que en el reconocimiento del Partido Comunista. Y claro, estaba Jorge Guillén. Tengo que confesar que aquello me acercó a lo que había sentido desde niño cuando mi madre me leía a poetas del 27, especialmente a Lorca, Salinas y Buendía.
- Y además del asunto del Cervantes, usted asistió muy de cerca, por su condición de arabista, a la crisis del Sahara que provocó en vísperas de la muerte de Franco el rey Hassan II con la llamada “marcha verde”.
-El ejército tenía muy buenos traductores. A mí me mandaron dos o tres libros que había publicado el gobierno de Marruecos, en francés. Uno de ellos era de un italiano en el que se manejaban datos históricos que vindicaban el Sahara porque se referían a la tesis de Sid Allad El Fassi que pedía todo, desde Toledo a Tombuctú... En mi opinión, creo que no hicieron gran caso a los informes que hicimos, pues veníamos a decir que los libros eran malos pero que eran muy buena propaganda para Marruecos.
- O sea, su formación como arabista le llevó a participar en aquellos días en asuntos muy delicados…
- Tuve acceso a las fotografías que había hecho el ejército español, que eran ilegales. Se sabía por todos que Marruecos contaba con el apoyo de Francia y de Estados Unidos. ¿Por qué?. Pues por una sencilla razón. El Polisario había mostrado tendencias argelinas clarísimas, lo que ya no es un secreto, temiéndose que Argelia, que era prosoviética, convirtiera el Sahara en una salida de los rusos al Atlántico. Recuerdo que por aquellos días, el jefe de las tropas españolas en el Sahara dijo entonces a Arias, “Bueno, nosotros en veinticuatro horas estamos en Rabat. ¿Y luego, qué hacemos?.” Y tenía razón, porque podría pasar de todo. Por eso creo que entre el pasado y el presente del Sahara no hay que olvidar los derechos humanos.
- Y con su experiencia, ¿Cómo asiste ante los acontecimientos actuales en el territorio saharaui?
- Veo una situación muy difícil, porque el problema del Sahara es un problema para los saharauis, es un problema para España, es un problema internacional pero es un problema mayor para Marruecos. Perder el Sahara es fatal para Marruecos y fatal para la dinastía alauí, pero claro, los saharauis tienen unos derechos. Naturalmente, yo llevo defendiendo desde hace muchos años el derecho de los saharauis y el derecho de los palestinos.
-El enquistamiento palestino-israelí es histórico y no parece que tenga solución…
- Sí, hay una solución, pero es utópica. Y la solución es una confederación palestino-israelí. Que se convenzan los dos de que están allí y que sólo como confederados pueden convivir. Yo he estado en Jerusalén, en un lado y en otro, rezando en una parte con la quipá judía en el muro de las lamentaciones, porque los cristianos admitimos el Antiguo Testamento y en la otra en la mezquita con los árabes, porque no hay nada que impida a un católico practicante cantar una alabanza a Dios. Esa es la experiencia, que a un turista le hagan eso, un día venga aquí y el otro allí, con tantas fronteras y entrar por caminos diferentes en Jerusalén, eso explica las dificultades que hay. La complicación histórica es también una complicación actual y ahora añadida a la complicación geográfica. Creo, de todos modos, que esa es la única solución, ya digo, utópica, sí, pero habría que tenerla en cuenta.
- ¿Cómo ve usted la situación ante el integrismo islámico?
- Es un absurdo que sólo acaba en lo que acaba, en crímenes. El Islam tiene problemas. No hay una jerarquía y al no haber una jerarquía cada imán de mezquita dice lo que quiere. El integrismo islámico o desaparece como otros movimientos violentos en el mundo o si continúa es un gran peligro para el Islam y para el Occidente. Ni siquiera se puede decir lo que algunos afirman, que esto acabará en una guerra. Pero ¿qué guerra?.
- Sabe qué le digo, que no me gustaría acabar este encuentro con la utopía sino con el agradecimiento por su sencillez y si me permite, por la sabiduría del amigo de Averroes, Avicena y Maimónides.
- Avicena y Averroes aportaron traer la sabiduría de los griegos por medio de los árabes a Occidente, lo hicieron en Filosofía y lo hicieron en Medicina, pues los dos eran médicos al mismo tiempo que pensadores y los dos aportan el sentido de universalidad, pues piense que los dos son árabes y, pese al Islam, aceptan la eternidad del Cosmos. Y Maimónides da universalidad al pensamiento judío y lo hace, precisamente, escribiendo todas sus obras menos una, en árabe. Eso es un dato científico que a veces no se entiende bien, ahí está “La guía de los perplejos” que es una concepción del mundo y de la conducta moral, universal. Una de las cosas que más me emociona es ver mi publicación sobre Averroes en los quioscos.
- Se refiere a su libro “Así es Averroes”. Por cierto, profesor, ¿Sabe usted que ya hay autovía entre Salamanca y Zamora?
- Mire, el primer viaje que hice con mi primer coche, un seat 1400 fue a Zamora. Zamora es una perla del Románico.
-¿Cómo es posible que un profesor de Filosofía, un arabista doctorado por la obra de Avicena y sobre todo, una persona que tenía un pasado certeramente republicano, fuera nombrado Alcalde de Salamanca por Franco en los albores de los años cincuenta?.
-Yo creo que ahí hubo un punto de error por ambas partes. En primer lugar, creo que el gobernador civil, José Luis Taboada, consideró oportuno cambiar al alcalde. Fue entonces cuando pensó en mí por lo que yo escribía en la última página de la Hoja del Lunes que dirigía Enrique de Sena. Eso, quizás, despistó al gobernador civil, porque hice un curriculum vitae negativo, clarísimamente negativo, desde uno de mis bisabuelos, republicano de la I República y a mi padre que fue depurado después de la guerra y trasladado de Granada a Cartagena. Por otro lado yo había estado en el ejército republicano, y además, por decirlo en términos futbolísticos, forofo de la FUE y afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas. Así que tuve que decir que me sentía muy honrado pero que esa era la realidad. En un principio pensé que eso les haría olvidarse de mí pero luego, por las razones que fueran, y tras el paso por Salamanca de Manuel Fraga, entonces flamante Delegado Nacional de Asociaciones del Movimiento, – ahora es un gran amigo mío- debieron de cambiar de opinión. Esas fueron las circunstancias.
- Pero su carrera política no se detuvo…
- Mi contacto con la política de entonces dependía de una cosa administrativa y otra cosa ideológica. La administrativa era que Joaquín Ruiz-Giménez me propuso como subdirector general del Instituto Hispanoárabe de Cultura. En la parte ideológica, era lector de “Escorial”, donde escribían Tovar, Laín y Ridruejo, los de la utopía joseantoniana, para distinguirla del falangismo simple Era lo único potable que existía, pero naturalmente reconociendo que se trataba de una utopía pues ellos limpiaban los textos de José Antonio de las boutades fascistas que allí salían. Laín y Tovar, por ejemplo, no iban a pensar que Rousseau era una persona reprobable y por supuesto no podían comulgar con la dialéctica de los puños y las pistolas. En cierto modo trataban de un futuro que nunca existió, por eso digo lo de utópico.
- Llegó usted en 1974 a dirigir la Dirección General de Cultura Popular y el Instituto Nacional del Libro.
- Yo había determinado, por necesidades familiares, no tener ninguna actividad política, aunque me la ofrecieran, pero me llamaron para presidir el Instituto Nacional del Libro, y por amistad con el ministro León Herrera, acepté. Recuerdo que antes de tomar posesión llamé a Enrique de Sena, que era un periodista excepcional que dirigía “El Adelanto” y le dije, mira, no está en la calle pero pasa esto y a él di las primeras declaraciones. Por otra parte, Ricardo de la Cierva que, era director General, pegó un portazo y se fue, ni siquiera esperó unos días. Yo pensaba que iba a estar allí seis meses, pues estaba seguro que habría crisis de gobierno porque aquel gobierno de Arias era muy flojo y Franco ya flaqueaba, pero tras su muerte, me quedé. Por tanto, viví en esos tres años con dos jefes de Estado, Franco y el Rey; dos presidentes de Gobierno, Arias y Suárez y tres ministros de Información y Turismo, León Herrera, Martín Gamero, que estuvo seis meses y lo pasé muy mal y Reguera Guajardo, que debió de ser un nombramiento para el Consejo pues quien de verdad ejercía como ministro era Sabino Fernández Campo que entonces era subsecretario, hasta que lo llamó el Rey.
- Es inimaginable la percepción de cuantas cosas pudieron pasar ante la mesa de trabajo de este hombre de la que nunca ha faltado un ejemplar de “La metafísica de Avicena”, su tesis doctoral, que le abría camino como uno de los más grandes arabistas de nuestra historia reciente junto a Asín Palacios. Y tampoco faltaba de aquel despacho frío del ministerio la obra que dio origen a su perspectiva filosófica: “Lo sublime y lo bello” de Kant. En aquel tiempo histórico, término este que se usa con frecuencia para indeterminados asuntos de pacotilla, uno piensa en el referente de este hombre sabio y prudente ante la mirada perpleja de los acontecimientos y la voluntad de querer cambiar las cosas desde la palabra. Se me ocurre, por ejemplo, pensar cómo Miguel Cruz razona ante el ministro León Herrera la idea del Premio Cervantes poco después de la muerte de Franco. Y cómo, casualmente, la orden ministerial lo aprueba en el día de San Miguel, el nombre del místico olvidado por la Iglesia, Miguel de Molinos; y el de Unamuno también, con quien coincide en tantas cosas incluso en su misteriosa poesía de la que habla con modestia. No olvida este profesor de voz humilde y aun hermosamente musical en su eco andaluz, aquellos días de tormenta sobre la legalización del Partido Comunista: abril, 1977. ¿Quién entregó aquel primer Premio Cervantes a Jorge Guillén?
- Yo se lo entregué. Se lo entrego yo porque no hay quien quiera hacerlo. Eso es lo más curioso. En primer lugar, intenté, por los conductos que yo tenía que fuera el Rey. Y si no, Suárez, pero da la casualidad que en aquellos días están todos nada menos que en el reconocimiento del Partido Comunista. Y claro, estaba Jorge Guillén. Tengo que confesar que aquello me acercó a lo que había sentido desde niño cuando mi madre me leía a poetas del 27, especialmente a Lorca, Salinas y Buendía.
- Y además del asunto del Cervantes, usted asistió muy de cerca, por su condición de arabista, a la crisis del Sahara que provocó en vísperas de la muerte de Franco el rey Hassan II con la llamada “marcha verde”.
-El ejército tenía muy buenos traductores. A mí me mandaron dos o tres libros que había publicado el gobierno de Marruecos, en francés. Uno de ellos era de un italiano en el que se manejaban datos históricos que vindicaban el Sahara porque se referían a la tesis de Sid Allad El Fassi que pedía todo, desde Toledo a Tombuctú... En mi opinión, creo que no hicieron gran caso a los informes que hicimos, pues veníamos a decir que los libros eran malos pero que eran muy buena propaganda para Marruecos.
- O sea, su formación como arabista le llevó a participar en aquellos días en asuntos muy delicados…
- Tuve acceso a las fotografías que había hecho el ejército español, que eran ilegales. Se sabía por todos que Marruecos contaba con el apoyo de Francia y de Estados Unidos. ¿Por qué?. Pues por una sencilla razón. El Polisario había mostrado tendencias argelinas clarísimas, lo que ya no es un secreto, temiéndose que Argelia, que era prosoviética, convirtiera el Sahara en una salida de los rusos al Atlántico. Recuerdo que por aquellos días, el jefe de las tropas españolas en el Sahara dijo entonces a Arias, “Bueno, nosotros en veinticuatro horas estamos en Rabat. ¿Y luego, qué hacemos?.” Y tenía razón, porque podría pasar de todo. Por eso creo que entre el pasado y el presente del Sahara no hay que olvidar los derechos humanos.
- Y con su experiencia, ¿Cómo asiste ante los acontecimientos actuales en el territorio saharaui?
- Veo una situación muy difícil, porque el problema del Sahara es un problema para los saharauis, es un problema para España, es un problema internacional pero es un problema mayor para Marruecos. Perder el Sahara es fatal para Marruecos y fatal para la dinastía alauí, pero claro, los saharauis tienen unos derechos. Naturalmente, yo llevo defendiendo desde hace muchos años el derecho de los saharauis y el derecho de los palestinos.
-El enquistamiento palestino-israelí es histórico y no parece que tenga solución…
- Sí, hay una solución, pero es utópica. Y la solución es una confederación palestino-israelí. Que se convenzan los dos de que están allí y que sólo como confederados pueden convivir. Yo he estado en Jerusalén, en un lado y en otro, rezando en una parte con la quipá judía en el muro de las lamentaciones, porque los cristianos admitimos el Antiguo Testamento y en la otra en la mezquita con los árabes, porque no hay nada que impida a un católico practicante cantar una alabanza a Dios. Esa es la experiencia, que a un turista le hagan eso, un día venga aquí y el otro allí, con tantas fronteras y entrar por caminos diferentes en Jerusalén, eso explica las dificultades que hay. La complicación histórica es también una complicación actual y ahora añadida a la complicación geográfica. Creo, de todos modos, que esa es la única solución, ya digo, utópica, sí, pero habría que tenerla en cuenta.
- ¿Cómo ve usted la situación ante el integrismo islámico?
- Es un absurdo que sólo acaba en lo que acaba, en crímenes. El Islam tiene problemas. No hay una jerarquía y al no haber una jerarquía cada imán de mezquita dice lo que quiere. El integrismo islámico o desaparece como otros movimientos violentos en el mundo o si continúa es un gran peligro para el Islam y para el Occidente. Ni siquiera se puede decir lo que algunos afirman, que esto acabará en una guerra. Pero ¿qué guerra?.
- Sabe qué le digo, que no me gustaría acabar este encuentro con la utopía sino con el agradecimiento por su sencillez y si me permite, por la sabiduría del amigo de Averroes, Avicena y Maimónides.
- Avicena y Averroes aportaron traer la sabiduría de los griegos por medio de los árabes a Occidente, lo hicieron en Filosofía y lo hicieron en Medicina, pues los dos eran médicos al mismo tiempo que pensadores y los dos aportan el sentido de universalidad, pues piense que los dos son árabes y, pese al Islam, aceptan la eternidad del Cosmos. Y Maimónides da universalidad al pensamiento judío y lo hace, precisamente, escribiendo todas sus obras menos una, en árabe. Eso es un dato científico que a veces no se entiende bien, ahí está “La guía de los perplejos” que es una concepción del mundo y de la conducta moral, universal. Una de las cosas que más me emociona es ver mi publicación sobre Averroes en los quioscos.
- Se refiere a su libro “Así es Averroes”. Por cierto, profesor, ¿Sabe usted que ya hay autovía entre Salamanca y Zamora?
- Mire, el primer viaje que hice con mi primer coche, un seat 1400 fue a Zamora. Zamora es una perla del Románico.
jueves, 11 de noviembre de 2010
Vísperas de difuntos de 2010

Vine al cementerio para no tropezarme con el tumulto de la efemérides que recuerda a los muertos y me vi aquí abajo, en el periódico, ante la realidad de España, ante el invisible Larra fumando frente a la Iglesia de Santiago el Burgo. Antes, el periodismo se hacía con humo -decía Umbral- que era como el último Larra sólo que en mortal y rosa y ahora el humo está en las ruedas de prensa, en el “no hay preguntas” o “eso no toca” o se redacta una nota con acuse de recibo, un mensaje de móvil, como antes se hacía con los ecos de sociedad. Al entierro de Zorrilla (mañana la Compañía de La Tijera pasa en el Principal su “Don Juan”), asistió impertérrito Larra y luego Valle lo recreó en “Luces de Bohemia” junto a Max Estrella y Latino de Hispalis dando lugar al esperpento. De aquel tiempo de entonces a este de ahora la realidad se ha transfigurado en un terreno de nadie, ni de la política, ni de la sociedad. Ambas, una y otra, van una por San Torcuato y la otra por Santa Clara, o si se quiere, para no faltar, una por Balborraz y la otra por la Cuesta del Caño; da igual. Ambas van a parar al mismo río. De aquel artículo de Larra que vino a ser como una carta de San Pablo a los Efesios o, si se quiere, para no faltar, como una filípica de Cicerón, queda el eco de un desgarro que reverbera en la vida nacional, en la de hoy mismo. Si alguien entra sin lupa en aquellas palabras que pueden leerse en una biblioteca o en la página del Cervantes virtual encontrará que hay detalle para entender el espejo de Larra y su lamento sobre la vida pública española. Y algo más, claro. Cuanto pasa desapercibido es lo que Larra contó en esta tremenda sacudida: “Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!”.
Larra se preguntaba sobre demasiadas cosas sin orden de aparición: la vida, el amor y la política. Pero detrás de cada una de estas palabras andaba la interrogación, que es como el papel de plata para envolver cuanto quería decir: la conciencia, la humildad, la corrupción, la ignorancia, la crueldad, la barbarie, la codicia, la mordida, la ruina, el desempleo – sí, también, qué raro, ¿no? - , el desasosiego, la honestidad y la imaginación. Con tales mimbres y preguntándoselo tantas veces al mismo tiempo Larra sólo tenía un camino y de ahí nació la detonación que Buero llevó al teatro precisamente en plena transición española de la dictadura a la democracia. ¿Puede hablarse hoy del espejo donde Larra reflejó su realidad? ¿Es la realidad española un reflejo de aquella o es un desatino preguntarse tal cosa? ¿Es acaso la realidad nuestra no la de Larra sino la de Valle Inclán? Y, entonces, ¿dónde está el callejón del gato? ¿Y los espejos cóncavos donde la deformación se nos aparece? . O, en el fondo ¿No es más cierto que habremos de evitar toda clase de preguntas para no enturbiar el orgullo por los éxitos deportivos en este circo romano en vísperas de difuntos? .
Ah, he dicho vísperas. Debo al amigo Luciano García Lorenzo el recuerdo zamorano de esta palabra que viene a ser la cosa que antecede a otra, y en cierto modo la ocasiona.
Larra se preguntaba sobre demasiadas cosas sin orden de aparición: la vida, el amor y la política. Pero detrás de cada una de estas palabras andaba la interrogación, que es como el papel de plata para envolver cuanto quería decir: la conciencia, la humildad, la corrupción, la ignorancia, la crueldad, la barbarie, la codicia, la mordida, la ruina, el desempleo – sí, también, qué raro, ¿no? - , el desasosiego, la honestidad y la imaginación. Con tales mimbres y preguntándoselo tantas veces al mismo tiempo Larra sólo tenía un camino y de ahí nació la detonación que Buero llevó al teatro precisamente en plena transición española de la dictadura a la democracia. ¿Puede hablarse hoy del espejo donde Larra reflejó su realidad? ¿Es la realidad española un reflejo de aquella o es un desatino preguntarse tal cosa? ¿Es acaso la realidad nuestra no la de Larra sino la de Valle Inclán? Y, entonces, ¿dónde está el callejón del gato? ¿Y los espejos cóncavos donde la deformación se nos aparece? . O, en el fondo ¿No es más cierto que habremos de evitar toda clase de preguntas para no enturbiar el orgullo por los éxitos deportivos en este circo romano en vísperas de difuntos? .
Ah, he dicho vísperas. Debo al amigo Luciano García Lorenzo el recuerdo zamorano de esta palabra que viene a ser la cosa que antecede a otra, y en cierto modo la ocasiona.
Monseñor Quijote

Visitando el trastero que guarda la última mudanza he encontrado unas notas sobre una conversación con el padre Durán, Leopoldo Durán, enigmático, enormemente conservador, sarcástico desde la médula y hasta el último día de su vida fiel seguidor y servidor de la memoria de Graham Greene. De las muchas cosas inexplicables que a San Pablo envió a corintios, filipenses, tesalonicenses, gálatas, efesios, colosenses y romanos a mayores de las misivas dirigidas a Tito, Timoteo y Filemón, de entre ellas no consta que el de Tarso explicase cómo es posible la amistad entre el cura Durán y el autor de “El americano impasible” o “El poder y la gloria”. Era tal el factor humano entre ambos que la fidelidad y aprecio del cura iban más allá de toda cosecha de Toro a la Rioja fundida entre los dos, así como las aventuras y puteríos que sin secreto de confesión Greene le contaba como don Quijote a Sancho en el XXIII de la Iª parte: “por esta vez quiero tomar tu consejo y apartarme de la furia que tanto temes; mas ha de ser con una condición: que jamás, en vida ni en muerte, has de decir a nadie que yo me retiré y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer a tus ruegos; que si otra cosa dijeres, mentirás en ello, y desde ahora para entonces, y desde entonces para ahora, te desmiento, y digo que mientes y mentirás todas las veces que lo pensares o lo dijeres”. Y el cura obedeció.
De los viajes de Greene por España, relatados por el padre Durán en su libro emblemático “Graham Greene: amigo y hermano” (Espasa, 1996) puede desprenderse que, en realidad, el largo caballero británico andaba ya metido en pieles y alma quijotescas, observando hacia fuera aquella España de transición y auscultando hacia su adentro un conflicto permanente con su fe. El catolicismo de Greene podía valer como paisaje castellano y manchego (con permiso del autor del quijote sanabrés) y en “Monseñor Quijote” así se nos revela. Lo que sucede en esta novela no es sino el viaje agónico de dos hombres frente a todo y frente a la nada, de ruta por una España cuyo retrato se deja sentir a su paso por el Lago de Sanabria. Y aquí es donde la nota del Padre Durán refleja su eco zamorano pues según él, una de las muchas cosas asumidas en la ingente historia de España que a Greene encendía era el papel de villano y no de héroe que un tal Bellido Dolfos a la sazón tenía como escapulario, santo y seña. Quizás no era para menos y al mismo cura le revolvía el comentario de su amigo mientras daban cumplida cuenta de una tortilla pasando el puente de Villadepera y atizando un vino de buena madre. No es extraño pensar, por tanto, que de aquellos viajes Graham Greene, espía, diplomático, cristiano por gracia de su amigo y valedor de una inmensa obra sobre la condición humana hubiese explorado en la intrahistoria española para dar salida a “Monseñor Quijote” sin olvidarse de doña Urraca.
Bueno, pues no es menos cierto que para la vindicación de este héroe olvidado y vilipendiado por la infamia los amigos de Bellido Dolfos cenaron ayer en torno a Manuel Fadón, el buen actor que ha dado piel al personaje en las andanzas del verano cultural. Greene hubiera compartido brindis.
lozanoanibal@gmail.com
De los viajes de Greene por España, relatados por el padre Durán en su libro emblemático “Graham Greene: amigo y hermano” (Espasa, 1996) puede desprenderse que, en realidad, el largo caballero británico andaba ya metido en pieles y alma quijotescas, observando hacia fuera aquella España de transición y auscultando hacia su adentro un conflicto permanente con su fe. El catolicismo de Greene podía valer como paisaje castellano y manchego (con permiso del autor del quijote sanabrés) y en “Monseñor Quijote” así se nos revela. Lo que sucede en esta novela no es sino el viaje agónico de dos hombres frente a todo y frente a la nada, de ruta por una España cuyo retrato se deja sentir a su paso por el Lago de Sanabria. Y aquí es donde la nota del Padre Durán refleja su eco zamorano pues según él, una de las muchas cosas asumidas en la ingente historia de España que a Greene encendía era el papel de villano y no de héroe que un tal Bellido Dolfos a la sazón tenía como escapulario, santo y seña. Quizás no era para menos y al mismo cura le revolvía el comentario de su amigo mientras daban cumplida cuenta de una tortilla pasando el puente de Villadepera y atizando un vino de buena madre. No es extraño pensar, por tanto, que de aquellos viajes Graham Greene, espía, diplomático, cristiano por gracia de su amigo y valedor de una inmensa obra sobre la condición humana hubiese explorado en la intrahistoria española para dar salida a “Monseñor Quijote” sin olvidarse de doña Urraca.
Bueno, pues no es menos cierto que para la vindicación de este héroe olvidado y vilipendiado por la infamia los amigos de Bellido Dolfos cenaron ayer en torno a Manuel Fadón, el buen actor que ha dado piel al personaje en las andanzas del verano cultural. Greene hubiera compartido brindis.
lozanoanibal@gmail.com
miércoles, 10 de noviembre de 2010
La decadencia y Rafael Altamira

La fotografía que nos acompaña del señor de larga, espesa y blanca barba cuya mirada trasciende el tiempo nos refiere a una de las últimas de Rafael Altamira Crevea tomada en su exilio de Méjico donde murió hace casi sesenta años. Este verano, una buena amiga, su nieta zamorana Mari Luz Altamira Tapia me regaló un espléndido documento audiovisual realizado por su hermana Pilar que ha investigado con detalle la profundidad de la obra de su abuelo. Y no es para menos. Como suele ser habitual en este país parece que la memoria produce dolor de cabeza. Unos la desprecian porque consideran que la memoria les pertenece y que los demás no la necesitan para eludir quizás el concepto de justicia en su recuperación, y a los otros porque les justifica planes y planes de Educación donde la memoria no sólo es inútil sino contraproducente para el conocimiento pues de nada sirve aprender los afluentes del Duero sino intuir, colegir y desarrollar la distribución administrativa de la confederación hidrográfica. El caso de la memoria viene a ser como el de la decadencia. Hubo un tiempo en que la decadencia era contemplada como algo sugerente y aunque no tanto en la vida sí lo era en el arte. Hoy, la decadencia nos asola en la vida real y de ella queda la parte de su significado que refiere la ruina, la ruina moral, pues de la otra, paso palabra.
Rafael Altamira, gran amigo, por cierto, de Clarín, zamorano que hizo de otra ciudad un referente literario universal, tomó como base el hecho educativo y por ello estuvo muchas veces en la pendiente de la incomprensión. Consideraba que un pueblo sin Educación estaba abocado al fracaso y apostó por la palabra y la ecuanimidad como razón de su propia intelectualidad. Colaboró a tal fin con Giner de los Ríos en la Institución Libre de Enseñanza y escribió, en otros “Historia de la civilización española” título que así dio para “evitar que llamándose a secas Historia de España se creyese que sólo comprendía (como es uso corriente) la parte política externa”. Ello nos lleva a considerar la vigencia de la visión de Altamira al reconocer hoy la petulancia, el narcisismo, la arrogancia y la vaguedad que ha tomado la política como profesión y no como servicio, tal como demandaba ya en el capítulo primero la reflexión de Aristóteles. No cejó Altamira en su empeño cuando, herido en el alma, pudo pasar las líneas en la guerra civil con pasaporte diplomático dado que, -y este es otro de los infames olvidos- el español Rafael Altamira fundó el Tribuna Penal Internacional que hoy en La Haya juzga a criminales de lesa humanidad.
Y quizás haya que significar que este hombre de arrolladora fuerza intelectual y sosegada expresión, retratado por su amigo Sorolla, fue propuesto en tres ocasiones para el premio Nobel de la Paz. Su legado moral está más cerca hoy de nosotros de lo que pudiera pensarse si nos acercamos a su correspondencia con Blasco Ibáñez, Unamuno o Menéndez Pidal. Por eso, en este estado de las cosas, donde los filósofos están mal vistos, las humanidades despreciadas y los argumentos olvidados, la memoria de Altamira recobra una fuerza extraordinaria. Ese es el juego de la política: considerar acaso que el pasado es un hecho decadente cuando al presente de indicativo le asalta la ruina del pensamiento. lozanoanibal@gmail.com
Rafael Altamira, gran amigo, por cierto, de Clarín, zamorano que hizo de otra ciudad un referente literario universal, tomó como base el hecho educativo y por ello estuvo muchas veces en la pendiente de la incomprensión. Consideraba que un pueblo sin Educación estaba abocado al fracaso y apostó por la palabra y la ecuanimidad como razón de su propia intelectualidad. Colaboró a tal fin con Giner de los Ríos en la Institución Libre de Enseñanza y escribió, en otros “Historia de la civilización española” título que así dio para “evitar que llamándose a secas Historia de España se creyese que sólo comprendía (como es uso corriente) la parte política externa”. Ello nos lleva a considerar la vigencia de la visión de Altamira al reconocer hoy la petulancia, el narcisismo, la arrogancia y la vaguedad que ha tomado la política como profesión y no como servicio, tal como demandaba ya en el capítulo primero la reflexión de Aristóteles. No cejó Altamira en su empeño cuando, herido en el alma, pudo pasar las líneas en la guerra civil con pasaporte diplomático dado que, -y este es otro de los infames olvidos- el español Rafael Altamira fundó el Tribuna Penal Internacional que hoy en La Haya juzga a criminales de lesa humanidad.
Y quizás haya que significar que este hombre de arrolladora fuerza intelectual y sosegada expresión, retratado por su amigo Sorolla, fue propuesto en tres ocasiones para el premio Nobel de la Paz. Su legado moral está más cerca hoy de nosotros de lo que pudiera pensarse si nos acercamos a su correspondencia con Blasco Ibáñez, Unamuno o Menéndez Pidal. Por eso, en este estado de las cosas, donde los filósofos están mal vistos, las humanidades despreciadas y los argumentos olvidados, la memoria de Altamira recobra una fuerza extraordinaria. Ese es el juego de la política: considerar acaso que el pasado es un hecho decadente cuando al presente de indicativo le asalta la ruina del pensamiento. lozanoanibal@gmail.com
El signo y el símbolo
La cercana desaparición de Marcelino Camacho ha recordado, por justicia, su lucha por la democracia y por los derechos de los trabajadores. Viendo algunas imágenes de los líderes políticos evocar al histórico sindicalista no he dejado hasta este momento de pensar en la fragilidad de algunas cosas acumuladas en la trastienda de las ideologías, las rebeliones y los conceptos amontonados, unos sobre otros, cuando antaño eran tan importantes y tan vacíos ahora en el tiovivo de la actualidad. Recuerdo una vez, en tiempos de la denostada transición, que el profesor Juan José Coy – de innegable huella machadiana - explicó en su clase de Literatura norteamericana lo sucedido cuando un grupo de intelectuales españoles fueron expulsados de la Universidad en 1965 por apoyar las revueltas estudiantiles contra Franco. Junto a Enrique Tierno Galván, primer alcalde democrático de Madrid tras la muerte del dictador y el zamorano universal Agustín García Calvo que enseñaba Lenguas Clásicas en la Complutense la dictadura se ensañó también con el profesor José Luis López Aranguren, catedrático de Ética en la Autónoma madrileña. El hecho fue que en la universidad de Barcelona ejercía la cátedra de Estética y Literatura el profesor José María Valverde quien, viendo los acontecimientos, envió una tarjeta-collage a su colega de Ética en Madrid con el siguiente detalle: “Nulla estetica sine etica”, lo que venía a significar que él mismo abandonaba la Universidad, autoexiliándose. Era el signo lo que marcaba las actitudes ante la vida. Luego, cuando este país se levantó en democracia, que no lo hizo de un día a otro, sino tras pasar por innumerables pesadillas e insomnios al signo le llegó la reconversión ideológica y lo que entonces era actitud pasó a perfil (¿cumple el perfil?) y el signo dejó de ser llamado como tal para quedar en símbolo.
Un signo de los tiempos era entonces Marcelino Camacho y su muerte ha querido que sea hoy un símbolo; ya lo era en vida desde hace unos años, pero era un símbolo sin salir de casa, la misma en la que vivió cuando consideraban su palabra y actitud. Precisamente una de las paradojas actuales es la no por extraña, curiosa relación entre la clase política de la izquierda parlamentaria y la clase social de muchos sindicalistas. Unos se nutren de otros y así puede hoy uno llegar a la melancolía preguntándose cómo es posible que quien hace un mes consideraba una huelga general contra una reforma lesiva para los trabajadores sea hoy mismo ministro de Trabajo con el gobierno que la impulsó. Lo que parece una gran incongruencia entre la realidad y la ficción, sin embargo, tiene una explicación: se trata de una razón de imagen. Este poderoso argumento, -a fin de cuentas la imagen es lo que cuenta-, construye hoy la arquitectura de los hechos consumados, y en definitiva supone nada más y nada menos que la proclamación de lo que no se explica, la verdad, el santo y seña del nombrado y renombrado misterio: el proyecto. El mismo que sirve para que muchos sindicalistas realicen “un enorme esfuerzo” para estar a las órdenes del Partido y llevar la penosa tarea de una dirección general, una subsecretaría o un ministerio.
El signo de los tiempos: la muerte de Marcelino Camacho, signo de una ética sindicalista, aparece hoy como símbolo estético para lavar la cara a los mismos sindicatos. La imagen no puede perder la conciencia, venía a decir José María Valverde.
Un signo de los tiempos era entonces Marcelino Camacho y su muerte ha querido que sea hoy un símbolo; ya lo era en vida desde hace unos años, pero era un símbolo sin salir de casa, la misma en la que vivió cuando consideraban su palabra y actitud. Precisamente una de las paradojas actuales es la no por extraña, curiosa relación entre la clase política de la izquierda parlamentaria y la clase social de muchos sindicalistas. Unos se nutren de otros y así puede hoy uno llegar a la melancolía preguntándose cómo es posible que quien hace un mes consideraba una huelga general contra una reforma lesiva para los trabajadores sea hoy mismo ministro de Trabajo con el gobierno que la impulsó. Lo que parece una gran incongruencia entre la realidad y la ficción, sin embargo, tiene una explicación: se trata de una razón de imagen. Este poderoso argumento, -a fin de cuentas la imagen es lo que cuenta-, construye hoy la arquitectura de los hechos consumados, y en definitiva supone nada más y nada menos que la proclamación de lo que no se explica, la verdad, el santo y seña del nombrado y renombrado misterio: el proyecto. El mismo que sirve para que muchos sindicalistas realicen “un enorme esfuerzo” para estar a las órdenes del Partido y llevar la penosa tarea de una dirección general, una subsecretaría o un ministerio.
El signo de los tiempos: la muerte de Marcelino Camacho, signo de una ética sindicalista, aparece hoy como símbolo estético para lavar la cara a los mismos sindicatos. La imagen no puede perder la conciencia, venía a decir José María Valverde.
Corvina por sementera
La higuera que vigila el estudio del escultor Fernando Mayoral apareció ayer en el patio como una pieza fundida en bronce. “Ahora que acaba la sementera, viene la helada” me decía el autor de algunos pasos procesionales de la semana santa zamorana como “La última cena”. En el discurrir por la carretera de Salamanca a Toro, antes de llegar al Guarrate de Luis Miguel de Dios queda La Vellés en un extraño mar de ocres, sienas, cafés y tabacos. Buscando el nombre de un pigmento que defina estas tierras uno puede percibir que sementera viene a ser precisamente el color y para qué buscar otra definición si la tiene delante de sus ojos, ante la palabra misma. El maestro de las palabras, José Antonio Pascual, ya lo advertía en su discurso de ingreso en la RAE recordando a Tzvetan Todorov: “A la memoria se la representa en el Renacimiento como una mujer de dos caras, una de las cuales mira al pasado, mientras la otra vuelve sus ojos hacia el presente; nos previene este ejemplo del conflicto que se produce entre la fidelidad que tenemos los seres humanos a la historia y la comprensión con la que solemos justificar nuestro presente.”
Así que estamos en tiempo de sementera y en tierra de labranza, por eso, el amigo Argimiro, compañero de tertulias, baja del tractor con la lumbalgia de la época, mientras se retuerce en Losilla, más allá de Carbajales. La vida nos da que ahora atardece temprano, porque es cuando me figuro que podríamos echar unas corvinas a la brasa y apañar un hueco para la charla con estos sembradores de tierra adentro. He dicho corvina, sí, ya sé y de ahí el contraste que tiene un pez originario del Pacífico y que ahora puede verse en los mostradores de cualquiera de las pescaderías de la ciudad, incluso en el pedido del vendedor ambulante que pasa por El Maderal. Esta otra palabra, corvina, la ví por primera vez en un cuento de Eduardo Galeano, el gran escritor uruguayo que en “Memorias del fuego” detalla la historia al desnudo a través de las palabras, los testimonios, las noticias escritas y orales, las leyendas y también las narraciones de los marginados siempre. García Márquez no desdeña tampoco unas corvinas en sus amores desvencijados ni Vargas Llosa en aquella histórica casa verde. Pero con los años, la corvina había quedado ahí clavada, como una punta oxidada en la membrana de la memoria hasta que la joven de la pescadería me preguntó qué hacía con el pez en la mano, si lo abría como un libro o lo dejaba tal cual como si fuera pariente de una lubina. “¿Y cómo lo hacen allá?”. “Al horno”. “Pues eso”. De pronto surgió el recuerdo de Galeano y ahora, al salir del estudio de Mayoral y dejar atrás la higuera y los moldes desvencijados de los apóstoles de la última cena, me pregunto ante un campo de sementera si no podrían ellos haber echado unas corvinas a la brasa, en aquel tiempo.
Todo queda tan cerca y tan lejos de la geografía, en la geometría de este paisaje duro, seco y frio más allá de Fuentesaúco, que unas corvinas por sementera bien podría firmar el sentido de las palabras hermanadas entre el mar y la tierra dentro en aquel jardín de senderos que se bifurcan del que hablaba Borges. Y también el escultor Fernando Mayoral.
Así que estamos en tiempo de sementera y en tierra de labranza, por eso, el amigo Argimiro, compañero de tertulias, baja del tractor con la lumbalgia de la época, mientras se retuerce en Losilla, más allá de Carbajales. La vida nos da que ahora atardece temprano, porque es cuando me figuro que podríamos echar unas corvinas a la brasa y apañar un hueco para la charla con estos sembradores de tierra adentro. He dicho corvina, sí, ya sé y de ahí el contraste que tiene un pez originario del Pacífico y que ahora puede verse en los mostradores de cualquiera de las pescaderías de la ciudad, incluso en el pedido del vendedor ambulante que pasa por El Maderal. Esta otra palabra, corvina, la ví por primera vez en un cuento de Eduardo Galeano, el gran escritor uruguayo que en “Memorias del fuego” detalla la historia al desnudo a través de las palabras, los testimonios, las noticias escritas y orales, las leyendas y también las narraciones de los marginados siempre. García Márquez no desdeña tampoco unas corvinas en sus amores desvencijados ni Vargas Llosa en aquella histórica casa verde. Pero con los años, la corvina había quedado ahí clavada, como una punta oxidada en la membrana de la memoria hasta que la joven de la pescadería me preguntó qué hacía con el pez en la mano, si lo abría como un libro o lo dejaba tal cual como si fuera pariente de una lubina. “¿Y cómo lo hacen allá?”. “Al horno”. “Pues eso”. De pronto surgió el recuerdo de Galeano y ahora, al salir del estudio de Mayoral y dejar atrás la higuera y los moldes desvencijados de los apóstoles de la última cena, me pregunto ante un campo de sementera si no podrían ellos haber echado unas corvinas a la brasa, en aquel tiempo.
Todo queda tan cerca y tan lejos de la geografía, en la geometría de este paisaje duro, seco y frio más allá de Fuentesaúco, que unas corvinas por sementera bien podría firmar el sentido de las palabras hermanadas entre el mar y la tierra dentro en aquel jardín de senderos que se bifurcan del que hablaba Borges. Y también el escultor Fernando Mayoral.
jueves, 23 de septiembre de 2010
Materia y Mística en Venancio Blanco
Alguien tendría que responder en estos tiempos tan difíciles de codicia, soberbia y chapuza, sobre la lección que nos ofrece el artista no sólo consagrado por su arte sino por su edad, desnudando un su tiempo octogenario la creación, la ilusión y la sabiduría del lenguaje de la vida ante los ojos de los demás. Si el Instituto de las Identidades de la Diputación de Salamanca inauguró el pasado año por estas fechas una imborrable muestra de Agustín Casillas este otro septiembre celebra el prólogo del otoño etnográfico con la exposición de Venancio Blanco, hecha a medida por el artista, como en el caso anterior, como si tal memoria viva de una prolífica e inmensa obra artística resultara ante todo un mensaje de celebración de la experiencia. No es para menos.
Esta exposición de La Salina, por otra parte, descubre los primeros pasos de la FUNDACIÓN VENANCIO BLANCO, (no es menester a tal fin renombrar antiguos sinsabores y frustraciones sobre lo que pudo ser en nuestra ciudad y no es) y en cuyo empeño ha dedicado el artista nacido en Matilla de los Caños del Río (1923) no sólo pasión por cuanto de enseñanza tendrá, esfuerzo por un proyecto hermoso en el tiempo sino también ha invertido Venancio esa palabra a la que acude hoy como equipaje, santo y seña de su trabajo: ilusión. No estaría de menos recordar (palabra que lleva dentro la palabra corazón), la infancia que el artista pasó en Robliza de Cojos entre dibujos de toros y caballos a la sombra de aquel mayoral que fue su padre. Ya en Madrid, durante el servicio militar, realizó por el precio del rancho una pieza que hoy disfruta el Regimiento de Ingenieros en Salamanca. Su formación, fe y sustancia como escultor se forja en Roma de donde nunca se ha ido Venancio -todo hay que decirlo- donde años después acabó dirigiendo la Academia de Bellas Artes y la madurez innata impregnada siempre de inquietud y calma –como aquel hermoso manzano de San Juan- le llevó desde el taller donde fundía con su hermano Juan a la Academia de BBAA de San Fernando, o sea, del barro al bronce y desde la grandeza a la humildad. Algo difícil de traducir en estos retales de arte que hoy es la feria de vanidades.
Se destaca como objetivo de la Fundación la juventud, no en balde Venancio disfruta aprendiendo de los niños el viaje de un lápiz sobre el cuaderno infantil. “Deseamos desde el Arte –dice su hijo Paco Blanco- contribuir al desarrollo cultural de las gentes, conscientes de que la educación para valorar y gozar de la belleza en todas sus manifestaciones, representa nuestra mejor contribución a la paz, la libertad y el entendimiento entre las personas y los pueblos”. Sí, es una reflexión que desde años atrás hemos escuchado al maestro. Y de ello da fe la muestra de La Salina: el encuentro de una escultura religiosa con el lenguaje contemporáneo, lo que hace universal la razón del hombre a través de los tiempos y de la materia, la pregunta y la respuesta, el barro y la creación, la nada y Dios, la esencia y el ser, la búsqueda y la trascendencia.
Ello se rubrica en el recorrido de esta exposición cuya comisariado ha corrido a cargo de Nuria Urbano, excelente conocedora del taller del artista, quien ha realizado una sincera, rigurosa y emocionante aventura a través del mundo, la inquietud y la armonía de una prolífica y emocionante obra como es el tesoro artístico de Venancio Blanco. Estamos ante un encuentro que el espectador siente desde el momento en que vibra, soslaya, se detiene ante una obra inmensamente espiritual.
Valente advirtió sobre el eco sanjuanista que “el deseo sería la faz verdaderamente humana de la necesidad”. Sí, es una palabra sobre la mística del “Cántico”; permítaseme aplicar el hecho en la visión crítica de la ingente e inmensa obra de Venancio Blanco. A ello nos invita su experiencia y sabiduría. Ya Enstein añadió que “por más viejo que seas, puedes ser más joven que nunca”. Pues eso.
Esta exposición de La Salina, por otra parte, descubre los primeros pasos de la FUNDACIÓN VENANCIO BLANCO, (no es menester a tal fin renombrar antiguos sinsabores y frustraciones sobre lo que pudo ser en nuestra ciudad y no es) y en cuyo empeño ha dedicado el artista nacido en Matilla de los Caños del Río (1923) no sólo pasión por cuanto de enseñanza tendrá, esfuerzo por un proyecto hermoso en el tiempo sino también ha invertido Venancio esa palabra a la que acude hoy como equipaje, santo y seña de su trabajo: ilusión. No estaría de menos recordar (palabra que lleva dentro la palabra corazón), la infancia que el artista pasó en Robliza de Cojos entre dibujos de toros y caballos a la sombra de aquel mayoral que fue su padre. Ya en Madrid, durante el servicio militar, realizó por el precio del rancho una pieza que hoy disfruta el Regimiento de Ingenieros en Salamanca. Su formación, fe y sustancia como escultor se forja en Roma de donde nunca se ha ido Venancio -todo hay que decirlo- donde años después acabó dirigiendo la Academia de Bellas Artes y la madurez innata impregnada siempre de inquietud y calma –como aquel hermoso manzano de San Juan- le llevó desde el taller donde fundía con su hermano Juan a la Academia de BBAA de San Fernando, o sea, del barro al bronce y desde la grandeza a la humildad. Algo difícil de traducir en estos retales de arte que hoy es la feria de vanidades.
Se destaca como objetivo de la Fundación la juventud, no en balde Venancio disfruta aprendiendo de los niños el viaje de un lápiz sobre el cuaderno infantil. “Deseamos desde el Arte –dice su hijo Paco Blanco- contribuir al desarrollo cultural de las gentes, conscientes de que la educación para valorar y gozar de la belleza en todas sus manifestaciones, representa nuestra mejor contribución a la paz, la libertad y el entendimiento entre las personas y los pueblos”. Sí, es una reflexión que desde años atrás hemos escuchado al maestro. Y de ello da fe la muestra de La Salina: el encuentro de una escultura religiosa con el lenguaje contemporáneo, lo que hace universal la razón del hombre a través de los tiempos y de la materia, la pregunta y la respuesta, el barro y la creación, la nada y Dios, la esencia y el ser, la búsqueda y la trascendencia.
Ello se rubrica en el recorrido de esta exposición cuya comisariado ha corrido a cargo de Nuria Urbano, excelente conocedora del taller del artista, quien ha realizado una sincera, rigurosa y emocionante aventura a través del mundo, la inquietud y la armonía de una prolífica y emocionante obra como es el tesoro artístico de Venancio Blanco. Estamos ante un encuentro que el espectador siente desde el momento en que vibra, soslaya, se detiene ante una obra inmensamente espiritual.
Valente advirtió sobre el eco sanjuanista que “el deseo sería la faz verdaderamente humana de la necesidad”. Sí, es una palabra sobre la mística del “Cántico”; permítaseme aplicar el hecho en la visión crítica de la ingente e inmensa obra de Venancio Blanco. A ello nos invita su experiencia y sabiduría. Ya Enstein añadió que “por más viejo que seas, puedes ser más joven que nunca”. Pues eso.
martes, 16 de marzo de 2010
jueves, 11 de marzo de 2010
JESÚS de José Antonio Pagola
Mientras el prelado de Tarazona lamenta que el libro del gran teólogo José Antonio Pagola “Jesús aproximación histórica” (PPC, 2008) se venda como rosquillas (y no es para menos, pues lleva ocho ediciones) uno ha buceado en las profundidades de su lectura y al acabar, cierra el libro pero no aquélla, pues quedará abierta su reflexión como asunto cotidiano. No estamos sólo ante una historia revelada en la investigación en fuentes hebreas, latinas, griegas y arameas sino ante un compromiso de esperanza. Tampoco se trata estrictamente de la lectura histórica –como pretendían asegurar desde el Vaticano con temor y sin amor antes de haberlo leído-; más allá el libro de Pagola no se aparta un solo instante del Cristo de la fe. Y he ahí el misterio y también el miedo a poseerlo. Si una investigación exhaustiva proclama el espacio y el tiempo, los personajes y sus temores, sus recelos, los hechos y los olvidos, las miserias y los conflictos humanos, al cabo lo que se desprende es la gran pegunta inicial: “¿Quién fue Jesús?”.
El secreto de este galileo fascinante que irritaba a unos y a otros, que curaba y bendecía los errabundos en tránsito hacia la nada, que sentaba sobre una limpia parábola el peso del amor y no del odio, históricamente existió y lo que produjo fue la gran impresión que dio lugar a lo revelado después en el tiempo. Pagola investiga las fuentes de los evangelios sinópticos, los apócrifos y detalla ese documento Q que sirvió de base para casi todos ellos si exceptuamos al del amigo Juan. Una lectura histórica sencillamente impresionante, pero precisamente porque tras ella queda el fondo del abismo donde crece la fe en un Cristo resucitado y misericordioso. Si el gran libro comienza con tal interrogante, concluye con una respuesta inequívoca. “Por toda la eternidad, Dios hará lo mismo que hacía su Hijo por los caminos de Galilea: enjugar las lágrimas de nuestros ojos y llenar nuestro corazón de dicha plena”. ¿Era este el miedo de la nueva inquisición?. Mas bien lo que tal terror esconde es la esencia de fe en Jesús.
Acaso hay lecturas que uno tendrá siempre, como “Oliver Twist”; que nunca olvidará, como “Ulises” y hay revelaciones de lo que creíamos perdido entre la luz y las palabras.
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