GABRIEL Y GALÁN EN LA MEMORIA DE UN JUGLAR SALMANTINO: MANUEL DÍAZ LUIS
Aníbal Lozano
Más que un mote o apodo que diera nombre a lo que ocultaba la memoria en su combate con la ficción, el de Julio Burrablanca es un heterónimo, aplicado por oposición a «autónomo», al que es regido por un poder ajeno a él. Así aparece tal personaje en Las aguas esmaltadas[1], novela de Manuel Díaz Luis publicada hace veinticinco años, punto áureo de su obra, hoy corta, pese a lo intensa y embriagadora, a los diez años de su muerte.
Manuel Díaz Luis nace el 3 de junio de 1956 en Campillo de Salvatierra. Tras hacer estudios de Historia y de Psicología ve publicados sus primeros poemas mientras forma parte, en la transición de los setenta, del grupo TLALOC que reúne a músicos, intérpretes y poetas como Quini Sánchez, Ángel Luis Prieto de Paula, Juan Miguel González, Francisco Mata y más tarde traba la amistad con el pintor, también desaparecido, Florencio Vicente Cotobal. Manolo Díaz es un cantautor que buceará irremediablemente en la otra línea del folklore, intimista y personal, en torno a la memoria de las gentes de Escurial de la Sierra, Endrinal, Frades de la Sierra, Linares de Riofrío y, como no, Monleón.
“Los mozos de Monleón se fueron a arar temprano/para ir a la joriza/remudaron con despacio”. Entre la copla recuperada por García Lorca para ser cantada por La Argentinita y la dramaturgia que Ángel Carril imprimiera al romance queda, entre medias, como el Caballero – la flor de Medina, la gala de Olmedo-, el espacio y el eco de algunos poetas cuya voz en la tierra tiene que ver con el empleo que dieron en su día los ciegos al papel de su romance. Son poetas del pueblo, como así se ha dicho, y su palabra habita en la transmisión oral, en la razón y el tiempo como denominador común de la tradición a la que se suscriben.
Fronteras o límites, lo que separa o une a la tradición de la literatura popular forma parte de la geografía humana a la que dedicó memoria y ficción en su obra Manuel Díaz Luis. Y, en este recodo de su creación, ¿qué hay, qué hubo y qué tiene que ver la poesía de José María Gabriel y Galán?. A la casual o no-ubicación de la otra geografía física que atesora el paisaje de la Sierra baja salmantina, en las faldas primeras del Cervero, lo que resulta del poeta de Frades es la huella perceptible desde su imagen en los registros del autor de Las aguas esmaltadas.
Lo que el poeta padece y actúa es fuente copiosa de poesía verdadera. Son palabras de Emilia Pardo Bazán, según anota Jesús Gabriel y Galán Acevedo[2] en su libro sobre su abuelo. Se refiera a otro poeta salmantino, en quien descubre un alma gemela de Gabriel y Galán:
“La biografía es diferente: Ruiz Aguilera fue uno de tantos muchachos de provincia como se lanzan a Madrid. Rebosando ilusiones, después de haber agotado en el pueblo de su nacimiento lo que puede dar de sí la vida literaria, esas tertulias y círculos donde se encandilan los ingenios mozos, donde se entrenan y preparan a luchar por la nombradía.../... Con todo, no sé si la cultura estorba o auxilia al poeta en este caso.../... el autor de cierta bien forjada superchería popular y de cuentos aldeanos de sabor genuino, el autor de las donosas Querellas del ciego de Robliza y de las historietas Del campo y de la ciudad.../...”
Anota Pardo Bazán que se conmueve a una generación –al menos en poesía lírica- cuando la vida se desposa con el arte. ¿Se perdió por ello la Arcadia salmantina del siglo XVIII?. ¿Puede llegar a ignorarse desde entonces el territorio de palabra tales como la sementera, la siega, la arada...?. Quizá no resulte baldío atravesar los recovecos de aquella poesía de la arcadia salmantina, de Meléndez Valdés a Cienfuegos o a Quintana para entender el paisaje poético de José María Gabriel y Galán y de lo que vendrá años después.
“Estoy en el pecho
presidiendo mi hermosa sementera.
Todo lo escucho con avaro oído:
el blando hundirse de las anchas rejas;
el suave rodar hacia los lados
de la mullida tierra...” [3]
No es extraño que don César Real de la Riva citara esta sementera como “una iniciación tímida y hasta torpe, donde surge el más bello poema labriego de la poesía castellana” [4] como una de las más hondas y sentidas bucólicas.
El territorio de la fecundación no es ajeno a la complicidad de los poetas. Fue en Frades de la Sierra, durante una de las actuaciones de Manuel Díaz Luis como cantautor, donde emergió la defensa de éste sobre la poesía de aquel, tomando como denominador común del relato la cercanía de las gentes y la lectura de sus versos. No escapó el juglar –al fin y al cabo de eso trataba su oficio- del hecho de presentir la palabra en boca de quien la aprehendía con una “h” intercalada en el aliento.
Resultaba que la obra incipiente de Manuel Díaz Luis emergía de la hondura de la tierra y de la palabra fidedigna que había encontrado al traspasar la línea de una tarde cotidiana, al caer el sol, frente a las Quilamas:
“En el orfandad del monte
Vencida ya la tarde
Y el sol allá en poniente, como huido,
Regreso por la fronda de castaños
Con nidos de oropéndolas vacíos:
Qué sola está la tierra sin los pájaros,
Y qué desamparada la hoz del río.
La torre del castillo, sin cornejas,
Y el pueblo, solitario, recogido
Dentro de las murallas,
Encerrado en sí mismo:
Las tierras de labor abandonadas,
Los sembrados perdidos.”[5]
El poema se llama Monleón. Lleva por nombre el del pueblo en el que Manuel Díaz Luis levantó un mundo de ficción sobre la realidad de las gentes, circunscribiendo la memoria del lugar a un mundo onírico. Da la estricta casualidad de la proximidad entre Monleón y Frades de la Sierra.
Carretera provincial al uso, hay que marcar el camino entre Endrinal y Fuenterroble para dar con los huesos en la linde para avistar el torreón.
Frente a la puerta legendaria de los carros hay plantada desde hace años una catalpa que le recuerda que con ella el juglar diera nombre a una columna de periódico.[6]
Estamos, “como la vida reza”, a la misma altura del trabajo y del hombre, como recoge Fernando Gómez Martín en su libro El campo salmantino en la poesía de Gabriel y Galán,[7] pues ese era el ora et labora también de Manuel Díaz Luis en lo que le llevó su exilio interior en la misma sierra.
“Tú no sabías entonces los años de la tierra. Toda ella era de gozo y tenía tu tamaño. La esfera que giraba en la mesa de la escuela. Creías que aquel mundo redondo que cabía en tus manos, era el pueblo y su gente, la dehesa y las montañas, lo que veían tus ojos, todo lo que tocabas, que más allá, detrás de aquellos límites de tu mundo pequeño, estaba el cielo y Dios, su reino, la tierra prometida de la Historia Sagrada de las enciclopedias, el bien y el mal que aún no conocías. Allá se iban las gentes que no volvías a ver después de los entierros. La muerte era una fiesta que nunca te afectaba ”.[8]
Como en los mozos de Monleón, el designio era una palabra no sucedida pero advertida en el horizonte. Es Tierramadre la segunda novela de Manuel Díaz Luis, tras la exitosa aparición de Las aguas esmaltadas, pese a que pueda haber sido pergeñada antes y su prosa poética nos invite al conflicto que se debate en el inventado –pero existente- pueblo de San Andrés de la Sierra.
Quizás sea en Tierramadre donde el ahondamiento galaniano y el sentido de compartir su naturaleza poética se nos hace más evidente. De los cuatro libros que componen uno solo, es en el primero de ellos, el que lleva este nombre, donde acontece el paralelismo temático con la poesía que nos reúne. Lo que es narrado por un niño, en segunda persona, es lo que nos afecta: la rueda del tiempo.
José Luis Puerto, prologuista de varios de los libros de Manuel Díaz Luis, habla “del espacio y al tiempo primordial como fuente de toda revelación primera, que es la que, sin duda, deja las huellas más hondas y salvadoras en el alma humana”.[9]
Hay, por tanto, en esa búsqueda de la exploración rural, en el tejado y en el suelo de la literatura oída frente al fuego y en el habla de las gentes, un material sonoro y profundamente popular que el autor incorpora, no como el etnógrafo que detalla el registro de una conversación implacable sino como el poeta que intuye la emoción de lo revelado. Así, podemos sugerir la aparición de personajes versificados en la obra de Gabriel y Galán y reinventados en la prosa de Tierramadre.
Más allá de imágenes paralelas, encontramos en Las aguas esmaltadas estos ecos del Tío Tachuela galaniano:
“El ruido continuaba simulando, sucesiva y lentamente, zumbar de viento en el bosque, fragor de trueno lejano, sorda amenaza de nube cargada de granizo destructor, redoble de mil tambores de guerra, rumor de río despeñado, y luego, rodar de hierro... rodar de mucho hierro sobre más hierro..., / ... y al Tío Tachuela se le llenó el corazón de ternura mientras los veía pasar, porque eran cosas muy suyas, y las lágrimas le enturbiaron las pupilas... Y cuando todo aquel mundo estrepitoso y magnífico pasó, y en la próxima curva se iba hundiendo con marcha solemne y brava, el tío Tachuela sintió en toda su grandeza la maravilla de hierro que antes había maldecido, y la quiso saludar. Se atragantó ”.[10]
Quedamos, por tanto, en que el tiempo tiene que ver con la lexicalización de una palabra y así también con los dibujos de la memoria, pues entre Tio Tachuela y aquel Tio Berna, de Monleón, habita esa huella palpable del horizonte literario.
A esta misma razón, la de palpar la memoria en la complicidad de cuanto la memoria atesora no escapa el reciente libro de otro poeta de la tierra, Manuel García Blanco, cuya obra Yesca y palabras angulares[11] dedica por cierto, pues –nada es por causalidad- a Manuel Díaz Luis:
“Si tenemos que morir
nacemos para el camino.
La claridad no sueña ser día
ni por los montes el río precipitarse.
A la nada volvemos. Por nacer
la carne a la tierra
o se avienta, materia para el camino.”
Camino. Ésa es la palabra del escritor mientras conjugaba los versos de “El embargo” poniendo detalle en el ritmo, porque el verso en sí mismo es canción, como el juglar que ante las gentes dialoga en conciencia con su tradición.
En una hermosa carta que José Luis Puerto hizo pública para el prólogo de Labor de hombre[12], encontramos este detalle:
“Querido José Luis: Aquí tienes los poemas de que te hablé. Forman parte del trabajo de este año y creo que va en ellos los mejor de mí mismo. Son poemas de vida y esperanza, himnos de alegría y luz que me han sorprendido gratamente porque me han llegado como por asalto, cuando menos los esperaba, y creo que son un fiel reflejo de mi estado de ánimo desde que dejé la moribundia salmantina. Espero hacer algunos más y concluir este trabajo a finales de verano o de año, para meterme de lleno con los “HIJOS DE BRIBIAS”, mi segunda novela.” [13]
No es extraño que José Luis Puerto cite los signos cenitales del libro “de un modo lírico y muy puro del territorio primordial de Manuel Díaz Luis: la naturaleza, la niñez, la geografía salmantina del sur, Monleón, la Sierra de Francia, Batuecas, los elementos cósmicos (la luz, el viento, el agua...), ciertas claves religiosas... es decir, toda la urdimbre en la que el poeta se reconoce y en la que teje su sentido vital, en busca de una plenitud, que él nombre en ocasiones como resurrección”.[14]
Bien, pues tales elementos no son ajenos a la arcadia que Gabriel y Galán dibujó en “Castellanas” y “Extremeñas”. La ruralidad –como indica el antropólogo Flores del Manzano- bulle en los versos galanianos[15].
Es más, “nos acerca el poeta al ensimismamiento de los hondos valles y de las frescas vegas. Nos sube a las conspicuas sierras y hasta las agrias breñas. Nos pasea por unos campos –salmantinos y cacereños- mansos y cadenciosos”. Es verdad que estamos ante imágenes aliadas y percibidas bajo el denominador de la naturaleza y la interpretación del lirismo como factor sensorial. ¿Puede decirse que tal paralelismo es al uso costumbrista?.
Esta es una idealización que tiene que ver con el mismo hecho de la observación de la propia naturaleza y de sus gentes sobre la memoria y la palabra donde habita. Ya desde entonces, como así presimía el título primero de Las aguas esmaltadas,[16] el juglar había decidido cerrar la barra del Corrillo y vivir, hasta su temprana muerte, en 1996, en Santiago de Compostela.
El juego del amor y la pasión se habían comprometido definitivamente. Acaso como en un lejano paralelismo recóndito con el poeta de Frades, que acabó siendo cómplice de la dialectología extremeña en Guijo de Granadilla. Razón de amor y de paisaje.
Aún así, la memoria de los versos aprehendida en los pueblos de la sierra salmantina, llevó indudablemente a Manuel Díaz Luis a acercarse hasta ellos como juglar primero, y a regresar como escritor después, mientras interpretaba la obra de Gabriel y Galán, enhebrando esa aguja de finísimo alcance que hay entre la carne y la palabra.
Salamanca, 2005.
NOTAS
[1] Las aguas esmaltadas. Manuel Díaz Luis. Seix Barral. Madrid, 1990.
[2] José María Gabriel y Galán. Su vida. Su obra. Su tiempo. Jesús Gabriel y Galán Acevedo.
Editora Regional de Extremadura. Junta de Extremadura. 2004. pp.669.
[3] Las Sementeras. Poesías Completas. . José María Gabriel y Galán.
[4] Vida y poesía de José Mª Gabriel y Galán. César Real de la Riva. Publicaciones de la Diputación Provincial de Salamanca. 1954.
[5] Labor de hombre. Manuel Díaz Luis. Amarú Ediciones. Salamanca, 1999.
[6] Durante 1995-1996 Manuel Díaz Luis publicó una columna semanal “A la sombra de la catalpa” en el diario TRIBUNA DE SALAMANCA, colaboración que se interrumpió con su muerte.
[7] El campo salmantino en la poesía de Gabriel y Galán. Fernando E. Gómez Martín. Ediciones Diputación de Salamanca. Salamanca, 1992. pp. 139.
[8] Tierramadre. Manuel Díaz Luis. Presentación José Luis Puerto. Amarú Ediciones. Salamanca, 1994.
[9] Prólogo de Tierramadre. José Luis Puerto. Edic. Citada.
[10] EL TIO TACHUELA. Obra Citada por César Real Ramos en catálogo de la exposición “José Mª Gabriel y Galán: un fragmento de infinito”. César Real Ramos. Exposición conmemorativa del cincuentenario de la muerte de Gabriel y Galán. Frades de la Sierra. Ediciones Diputación de Salamanca, mayo 2005. (Obra en imprenta).
[11] Yesca y palabras angulares. Manuel García Blanco. Colección Autores salmantinos. Ediciones Diputación de Salamanca. Salamanca, 2004.
[12] Op.cit.
[13] Op.cit.
[14] Op.cit.
[15] La vida tradicional en la obra del poeta. Fernando Flores del Manzano. Publicado en el suplemento “Gabriel y Galán en el centenario de su muerte. HOY. Jueves, 6 de enero de 2005. p. 18.
[16] El título original de Las aguas esmaltadas fue “Yo le digo desde entonces”. El cambio fue debido a la consideración que la editorial hizo al autor alegando motivos de imagen.