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jueves, 29 de noviembre de 2007


Juan Gelman,
Premio Cervantes 2007
La extranjera no sabe que su sangre es su casa, que todo pájaro suyo sólo ahí puede cantar y abrir alas de su verano y se abalanza, alcanza, lanza, alza como una sed de mundo que no se puede apagar. El pájaro encendido cuida los huecos de la pérdida como joyas perdidas sin remedio.Canta allí, loco de luz, no renuncia a mis monstruos, valiente.
JUAN GELMAN

En el poeta argentino Juan Gelman (1930), la traumática experiencia del exilio no viene a conformar sólo una parte importante de su producción, la comprendida entre 1975 y 1988, sino que además, y fundamentalmente, establece el desplazamiento hacia zonas de sentido en las que el lenguaje es también "el expulsado", el "vacío-pasión", "la marca de una ausencia que no cesa de no escribirse", en sus propios términos. De ahí que resulte tan relevante su encuentro con la poesía mística española, en la medida en que el místico es un exiliado de Dios (Citas y Comentarios, 1982), y con la poesía sefardí (Dibaxu, 1994),

"como si la soledad extrema del exilio me empujara a buscar raíces en la lengua,
las más profundas y exiliadas de la lengua".
María Ángeles Pérez López. Universidad de Salamanca.
La profesora María Angeles Pérez López, de la universidad salmantina, estudio y seleccionó la antología de Juan Gelman titulada Oficio Ardiente, que "ha sido atravesada por palabras que han obsesionado al poeta como amor, otoño, niñez, revolución, muerte, olvido y memoria".



Final incierto para El gran Gastby

ficción sobre ficción
A.L.

Regresé a Louisville con la esperanza de sacudirme algunos recuerdos que se fragmentaban en mi memoria como el rompecabezas de un niño que recibe por navidad. Repetía algunas palabras alrededor de las imágenes que pasaban por la calle mientras la gente esperaba en las marquesinas la llegada del bus. Quizás por eso mismo los pensamientos se suceden, porque como escuché, aprendemos a demostrar nuestra amistad a la gente durante su vida y no después de muertos. ¿Se habría merecido Gastby un final así? Habían pasado algunas semanas y uno no sabe si la norma es dejar a los muertos en paz en ese endiablado rompecabezas que ahora nos hace adultos, hasta que llega el día de doblar el vestíbulo del hotel y percibir de soslayo en la terraza, que una mujer de rojo reta al condenado frío, como queriendo evitar su propio miedo. No había la menor la menor duda: su parecido con Daisy era como el dos perlas salpicadas en su escote.

- Si quiere, podemos entrar dentro. La nieve no cesará, se lo aseguro.
- ¿Está usted convencido de ello?, - me dijo - haciendo que cogiese su copa.

Cuando nos sentamos y el camarero dejó sobre la mesa dos martinis tan fríos como las manos ateridas de aquella figura asustada observé que las miradas del tiempo se reproducen como una música repetida y que en esencia, los paraísos que vivimos reaparecen como las hojas de un almanaque.

- Mi marido me ha llamado lo peor que se le puede decir a alguien -me confesó - mientras bebía un largo sorbo y el agua helada resbalaba por su nariz. “¡Bastarda!”. “¡Eso es lo que eres! ¡Una bastarda!”. “¿Qué le parece” -añadió- .

Fue entonces, al escucharla, cuando me vino de nuevo, como un extraño relámpago marcado en fuego sobre la piel, la desazón de haber estado en la casa de Gastby por última vez. Mientras le ofrecí mi pañuelo para que secase el agua de la nieve o de sus propias lágrimas, sólo me atreví a contestarle: Todos hemos visto esa palabra alguna vez en nuestra vida.

martes, 27 de noviembre de 2007






El signo y la dignidad: José Ángel Valente




A.L.
Una vez recogí a José Ángel Valente en Barajas, llegadas nacionales. Le acompañaba un poeta, sombra del personaje de su propia novela: Fernando Quiñones. En el trayecto hablaron de Andalucía, de la luz de la vida y de la velocidad del coche porque Fernando sostenía una botella de jumilla entre las piernas. Valente comentó que si una botella había viajado en avión no era para preocuparse tanto. Quiñones confesó que, en realidad, la botella no era exactamente de Cádiz sino que un profesor de Málaga se la había llevado a Toronto pensando que se la regalaría en el transcurso de unas conferencias. Posteriormente, como no pudo ser, el profesor regresó con ella a Málaga creyendo que allí lo encontraría definitivamente. Y al final, la botella pudo entregársela en Barcelona. Valente, entonces sentenció: “Esta es una botella que lo merece”.

La primera consideración que el poeta tiene ante lo escrito es la pureza de lo que transmite. Valente fue un poeta generacional de los cincuenta, como se ha escrito, pero es ante todo un lugar -absolutamente imprescindible- para tener en cuenta la actitud de quien crea. Desde su obra ensayística “Las palabras de la tribu”, “La piedra y el centro”, admira lo que siente, descubre a Juan de la Cruz desprovisto de todo argumento innecesario y entronca con ese gran desconocido que es Miguel de Molinos.

Valente es un poeta necesario para descubrir lo que destruye toda ambición y lo que destina un empleo común como territorio de lo acontecido: “En mis ojos se agolpa repentina la luz. Cómo si tú de pronto, volvieras a la vida”. Hay en su obra el atrevimiento de sopesar el mundo. Indaguemos en “El fulgor”, la antología poética (1953-1996) nos indica la concepción libre, ilimitada de la palabra. Andres Sánchez Robayna, citando a Max Jacob dice lo siguiente: “Una obra no vale por lo que contiene sino por lo que la rodea“. Así sucede en la obra de quien hizo posible “No amanece el cantor”, uno de los libros más intensos de la poesia española.




La mentira y sus vástagos
El odio
espeso y su constelación de sombra.
La cólera terrible de la tierra
que no alimenta la raíz del aire
y se acuesta en la tierra boca abajo.
La palabra que nace sin destino.
La sangre que no siembra más que sangre.
El pan desposeído de la casa del hombre.
La opaca caridad del rico sórdido.
La simonía de la inteligencia.
El miedo y sus profetas.
Un fruto triste se desgarra y cede
más débil que su propia podredumbre.
Esta es la hora éste es el tiempo
-hijo, soy de esta historia-,
éste el lugar que un día
fue solar prodigioso de una casa más grande.


Es memoria José Ángel Valente de una actitud que concierne a la conciencia de la palabra, y la palabra desde él trasciende como hecho, como signo de lo que es: palabra para amar, declarar y para seguir siendo lenguaje de dignidad.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Acerca del ser y del murciégalo
¿Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos?
Desde que entramos en la escuela o la iglesia, la educación nos descuartiza:
nos enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón.
Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana,
que inventaron la palabra sentipensante para definir al lenguaje que dice la verdad.
Eduardo Galeano


A.L.

Cuando alguien le preguntó el otro día acerca de las razones que le llevaron a pensar en la muerte de Enrique Lapoche para considerar su asesinato, hacer útil su venganza o inutilizarla según los críticos, pues considerarían que una simple investigación evidenciaría no una mala ostra sino un relato incierto o malo o cruelmente insatisfactorio, lo único que cruzó su pensamiento fue el clarinete del hombre flaco que hacía sonar rapsody in blue. Sucedió que tras visitar a Lidia, el negro jubilado recogió su cheque.
Cuando ocupó el asiento asignado que le llevaría a la Gran Defensa se hizo la pregunta de que si habría elegido bien la palabra, y contestándose a sí mismo, pero como si fuera a otro a quien se dirigía, como si hubiera sido otro quien se lo preguntaba, se dijo…hay una razón que se pasea por delante de ti sin que apenas lo percibas. Puedes quedarte mirando la cara de un hombre que acaba de olvidar su periódico en la barra y nada te hace pensar si aquello que leerás por casualidad tendrá que ver con lo que vendrá después o lo que dejará de ser, el porvenir de una rata o la venganza de tu vida, la perdición de tu sombra por cuanto el peso de una pena sólo es carga si es descubierta.

Él se fía de mi y por tanto nada tengo que objetar si por ello me paga lo suficiente como para retirarme de esta inmundicia. Confías en que como él se fiaba de ti no desvelaría el pacto y añadiría tu nombre junto al suyo en la última novela. Pero cuanto desconoces, te implica, por eso te hacer ser el que lee el periódico y cita tu hora con el detalle de la venganza. Echas mano de una vieja influencia y cuanto es añadido a un manjar sorprendería a Poirot.

Lo peor de todo, lo que nada equivale incluso a ser real o pasajero, incauto y hasta sorprendente es conocer del otro un instinto para el miedo. Pongamos que el jubilado pensó que Lapoche poseía una alergia y denominado así por la policía, como una mala ostra, el infame cae frente al lavabo. ¿Acaso que fuese alérgico no es reflejo de cuanto puede suceder en la vida como para ser olvidado en la literatura?. Nunca tal fragmento de identidad nos es desvelado, por temor o desgana, por inconsciencia o petulancia incluso y la presencia o ausencia de semejante información nos evita o nos hace retroceder, por miedo y conciencia del personaje o deficiencia técnica del autor o inconsciencia impropia de sí mismo.

¿Lo ves ahora Lapoche –se dijo-?, pese al daño que me has hecho no vas a comer esa ostra.

Todo tiene su punto de partida: la barra donde das cuenta de un vaso de vino blanco, el hombre que estaba y el hecho de que se lleva el periódico del bar bajo el brazo. Te sientes entonces como el murciégalo atravesando la nieve de tu infancia en la camiseta del Valencia.

viernes, 23 de noviembre de 2007

El regreso de Joyce


Para Ana. En Coruxo

Aníbal Lozano


Toda traducción merece la consideración de una deuda contraída. Es como el afán de poseer lo irrenunciable, la sospecha de estar, aun sin conocerla, dentro del alma de la lengua que dio origen a su creación. Si se trata de una traducción como el “Ulysses” (Cátedra, 2000) el acto de fe se convierte en alumbramiento de la traducción que Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas nos han legado hoy, tras una escondida senda de siete años alrededor de esta razón literaria. No todos los días, años, lustros y décadas aparece una traducción de “Ulises”, perseguida desde su origen, ya por Scotland Yard, ya por el FBI (aún tan sólo hace unos años desclasificó los papeles de su prohibición) y bueno será recibirla –como el desayuno de su personaje emblemático- entre riñones y casquería de los best-seller actuales. Pintemos aquel mundo en que nace y anotemos que en el intervalo de la primera posguerra mundial, 1919-1922, en Europa tiene lugar un periodo singular donde el arte y el hombre, desde la literatura, alimentan la ruptura más trascendente del siglo y una de las más insignes en la historia de la humanidad. A la entronización por parte de Valle Inclán del esperpento que se origina en “Luces de bohemia”, Proust ha desvelado hace pocos años que la careta es la memoria en “A la busca del tiempo perdido” y es en este año cuando de James Joyce se apiada la propietaria de la Shakespeare’s Library de París para publicar la novela que, bajo todos los signos perceptibles, aún hoy es tan vigente y contemporánea como el nuevo milenio.
Con la humildad de un científico seguro de su trabajo diario, con la sabiduría de un profesor enamorado de su papel, la traducción aporta, sobre todo hoy, una clave en el ritmo trepidante de las publicaciones que sobre James Joyce y sobre todo “Ulysses” siguen convirtiendo al autor en mito y al personaje –mito ya era- en carne viva. “Traducir ‘Ulysses’ representa una auténtica odisea” escribe en la introducción del libro este profesor que fue de la Universidad de Salamanca en los difíciles años setenta, y cuya persecución como PNN le llevó hasta Joyce.

Las traducciones anteriores de “Ulysses” son de todo encomio, no sólo la clandestina, argentina, de Subirat sino sobre todo la del gran profesor y eminente poeta José María Valverde que a tantos y tantos abrió el camino de una lectura emblemática como ésta. La traducción que hoy celebramos es, ante todo, además de un signo de gratitud, una bellísima razón de amor como escribió Pedro Salinas. Estamos ante una novela de amor fuera del tiempo o si se quiere más allá de él, donde el eco de la musicalidad y la vibración acompañan el carácter de alumbramiento que una traducción así merece para su lectura.

Resalta, en una aproximación inicial, comparada con otras traducciones, que el profesor Tortosa haya acercado la lengua en la terminología que ha considerado más al uso popular de la lengua castellana. Y ello, es de agradecer. Primero porque estamos ante “Ulises” y segundo porque recordamos el episodio del cura y el barbero en la biblioteca de don Quijote:


“Ni aun fuera bien que vos le entendiérades –respondió el cura-; y aquí le perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo memos harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua; que por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento”.


¿Es Ulises una novela difícil?. Puede. Como lo es la vida, el amor, y como tal necesita de algo que esta traducción nos invita a contemplar: el humor. A la frase de “Yo no he leído el “Ulises” ¿Y qué?”. Respondamos: bueno, pues salud y suerte. No pasa nada por entrar en la duración de un día mítico como así es la génesis de esta novela, en una ciudad como Dublín y con unos personajes que nada quieren saber de ellos sino que en cada uno de ellos se revela su conciencia – y la del lector- en su actitud. De ahí la magia de esta biblia: para algunos suponen un evangelio y tortura es ámbito para otros. Que el orondo Mulligan se afeite mal y tarde, que tal acto se convierta en la contrariedad de Joyce con la religión católica, que las cosas más nimias sean representadas como galería de muecas escatológicas, que el sexo tenga más de túnel largo, que de “Trópico de Cáncer” de Miller pese a la proclamación erótica, que el señor Bloom tenga el aspecto no de un héroe sino de un tipo corriente o que su señora Molly describa sin puntos ni comas en el mayor y más trascendental monólogo el final antológico del libro, supone, ante todo, una elección que no resta libertad a quien la observa como lector, sino que la enternece y atesora como un diamante.

Ulises se fragmenta precisamente entre el diamante y la ternura, componiendo la frase de la complicidad de Valente, la concepción de una página de la vida cotidiana como algo histórico o, mejor dicho, algo intemporal que trasciende la actitud de personajes, la geografía de interiores, el paisaje urbano por la gravitación de la conciencia humana. Joyce sumó a su correspondencia interior la autobiografía de un hombre atormentado, casado con Nora Barnacle y de ella tan enamorado como de sus arrebatos. Su incipiente ceguera le llevó hasta Homero y de él dedujo la creación de una odisea cotidiana que entre Trieste, Zurich y París escribió durante siete años, Paradoja de esta traducción tan sincera y cercana. Acaso porque, a la multitud de detalles descritos sobre la novela en estudios científicos, glosas literarias y –como no, desdibujadas copias que nunca igualaron el original- la lectura hoy de “Ulises” forma parte del mismo ejercicio urbano del mundo por antonomasia, de su sístole, de su diástole.
Estamos ante una memoria que perdura porque en el fondo de la desnudez “Ulises” es una biblia libre de sospecha. Acepta y afecta al lector, a su libre albedrío, como un personaje más de la odisea humana a la que pertenecemos. Proclamemos, por tanto, esta celebración en la lengua de don Quijote donde ‘Ulises’ aparece como nombre en una sola línea y una sola vez. Tras la maldita novela subyace ese secreto que Joyce trató con humor. La hermosa parábola debería ser acogida entonces con tal sentido y no con mala leche. En “Ulises” nos acercamos al sentimiento de libertad, como no leerlo, o terminarlo antes de tiempo supone un acto de esta misma condición porque la elección está en la misma conciencia que James Joyce nos traslada con pasión. Y con ironía. Como el físico que da fe ante la deducción la palabra se muda en acto para tallar los recovecos de la imaginación. (*)



(*Versión corregida de un artículo publicado en TRIBUNA DE SALAMANCA Salamanca, 7 de junio de 1999)

jueves, 22 de noviembre de 2007

Fernando Fernán Gómez:
el genio del genio





Aníbal Lozano
Guardaba el viejo camerino del Liceo de Salamanca el álbum de Antonio Hernández, el tramoyista, que lo convertía en museo intemporal del teatro. Un día el actor Valeriano Andrés, que interpretaba en Salamanca un Buero, reparó en el mágico lugar y en la imagen de una señora que en los primeros años del siglo XX actuaba en el Liceo ante un decorado que simulaba la fachada norte de la Iglesia de San Martín, junto a la Plaza Mayor. "Indudablemente, es ella, Carola. Carola Fernán Gómez" -sentenció el buen actor-. De aquélla extrajo Fernando Fernán Gómez, en primera toma, la sabiduría de una alocada profesión que puede convertirle a uno en tunante o en genio. Si él hizo de tunante en muchas películas, nadie discutirá que ha sido un genio en todo cuanto divulgó (Si no hay arte, aún de algo viven los artistas cuenta en "El viaje a ninguna parte".) Él ha sido un tipo del renacimiento en una época en que acariciar semejante actitud puede producir monstruos no sólo en la razón a la que Goya se refirió sino en la envidia convertida en estado permanente de la vida. Aún así, el genio FFG , "El malvado Calabuch" como torpemente lo recordaba la pasada noche una contertuliana en "Hora 25", (confundiendo la película "Calabuch" con "El malvado carabel", a la que quizás quería referirse sin pensarlo demasiado,) quedaba por encima de casi todo, incluso de su propia insolencia, a veces acusada. Insolencia de genio, en todo caso.

El festival de cine de Valladolid quiso recordar una vez la desconocida obra de Edgar Neville. Con tal motivo, a fin de que pudiera intervenir en su homenaje, se había hecho coincidir a Fernando Fernán Gómez con la presidencia del Jurado. Como quiera que la memoria del autor de "El baile" le retumbase, Fernán Gómez desapareció aquellos días del otoño y del Pisuerga hasta regresar estrictamente en el momento, día y hora, en que se celebraba una mesa en torno a su viejo amigo. Todos suspiramos por verle y, especialmente, los responsables de la Seminci mientras una mirada de incierta condescendencia partía de los labios de Conchita Montes, la eterna amante de Neville, que sabía la razón de aquella ausencia. Al llegarle el turno de intervención, Fernando Fernán Gómez sentenció: "Pues yo no voy a ser breve" y extrajo del bolsillo de su americana un montón de hermosísimas cuartillas sobre "El dandy en la taberna".
Lo que vino a continuación no cabe reseñarlo sino en el hecho de que el recuerdo de aquella lectura me acompañará siempre, como el comienzo de "El gran Gastby".

martes, 20 de noviembre de 2007

20 de noviembre de 2007


De la memoria histórica



Una de las grandes paradojas del cinismo que nos asola trata del modo en que nos miramos ante el espejo mientras la cuchilla de afeitar se desliza entre los poros de la piel. Si no fuera porque de piel se trata se diría que olvidamos que el tiempo pasa sobre ella como queriendo defenderse del territorio que va ocupando el interior de cada uno. No hay más pasado perfecto que del que tratan los verbos –hay lenguas que evitan hablar de perfecto- y no la vida. Es aquí, en la vida donde transcurren el imperfecto y el indefinido como parte del tiempo que gravita en la conciencia humana. ¿Cambiarla?. Se puede disfrazar, pero nada evitará que salpique el significado que atesora. Pues bien (o mal): he ahí la paradoja construida en torno a la Ley de la Memoria Histórica sobre la que parece gravitar la repulsa de quienes no soportan ni la razón ni la conciencia misma.
El detalle de la venerable Iglesia Católica de criticar duramente la mencionada Ley para de forma timorata darse un golpe en el pecho mientras beatifica con pompa y circunstancia a cuatrocientos mártires del bando republicano de la guerra civil, evitando incluir en su lista a los damnificados por las tropas fascistas no hace sino enturbiar el agua del lavabo donde se sacude la cuchilla antes de seguir afeitando los pliegues del tiempo. Significado cinismo revuelve las tripas si no fuera por el menester que la Ley procura para que los muertos y olvidados de la guerra –y de la posguerra que duró cuarenta años, que nadie lo ignore- tenga ahora un lugar donde la memoria obtenga rango de razón de ser y no de infamia.
Andando por Salamanca. Suelen agitarse las bocas cuando el medallón de Franco en la Plaza Mayor aparece embadurnado de pintura, lo que supone evidentemente un flagrante atentado contra un monumento impecable cuya belleza no merece esa afrenta, mas cabe preguntarse: ¿podrían los berlineses pasar por AlexanderPlatz mientras la efigie de Hitler les observa con inescrutable horror? ¿los milaneses por Il Duomo tanto en cuanto les fustigara una estatua de Musolini frente a las agujas de la enciclopedia?. Uno piensa que suficiente memoria ha quedado grabada en las pupilas y en la carne de muchos españoles y salmantinos acostumbrados a tener que soportar en silencio y resignación semejante profusión de símbolos franquistas. Pero claro, ¿Cómo acabar afeitando el tiempo si, tal como refiere el personaje de “Las bicicletas son para el verano”, tras la guerra no llegó la paz, sino la victoria?. Patino lo supo expresar tan difícil como arduo lo pagó en una película memorable. Aún hoy.

domingo, 18 de noviembre de 2007


El murciégalo ilustrado


A Gabriel Solé Enríquez

Aníbal Lozano


Mi vida pasó de ser un templado clarinete a una sórdida trompeta el día en que Lidia me llamó para entregarme el último cheque. Así supe que había muerto o quizás, que había vuelto a nacer. Aquello formaba parte del empleo pues para la editorial yo había sido hasta entonces un negro obediente, un relator eficaz y sobre todo un anónimo honrado.
Una mañana de jubilado, mientras daba cuenta de ostras y albariño, alguien olvidó su periódico sobre la barra. No quería volver a ver una sola palabra pero el titular del Celta me encandiló. No fue la noticia del zurdo brasileño lo que me hizo derramar el vino sino el faldón de la publicidad que cerraba página: “Hoy se presenta en el Bahía ‘El murciégalo ilustrado’, la última novela de Lapoche”. Aquel anuncio me envolvió la cabeza de rencores y planes. No era posible más humillación. ¿No fui yo quien había jugado con las grafías de aquella arquitectura literaria a fin de darle gusto al director para que Lapoche, un zampón de vanidades y moluscos, apareciese como un impecable seductor de la filología en un mercado que no poseía?. Él y su yo eran vísceras de televisión. Pero, si bien él no era sino un falso novelista yo ahora me convertía en un asesino disfrazado. No fue difícil acceder al cóctel y servirme del favor de viejos conocidos para ocuparme de las ostras más exquisitas en la bandeja cercana al autor. Ni Vitelio hubiera rechazado semejante tentación, pese a que Lapoche pudo llegar hasta el baño cuando se sintió indispuesto. Mientras el presentador excusaba su ausencia, una infamia caía sobre el lavabo y el níquel del grifo reflejaba el gris azulado de un rostro con rabia. “Fue una mala ostra” escribieron sobre su muerte.
“Ya es mala suerte, sí, que un novelista muera atragantado, sin decir palabra. Eso le pasa por no saber escribir murciélago. ¿No le parece? ... –bromeó el barman. Y continuó: “Lástima, porque a mi mujer le gustaba eso del murciégalo. Tiene gracia”. “Claro” –añadí, mientras me servía un albariño del noventa y dos y un hombre flaco interpretaba a Gershwin en la puerta del hotel.
El otro Zamora


Aníbal Lozano

Al eco del legendario cancerbero que acompañaba la alineación recitada por mi padre y de la que no comprendía cómo sólo dos defensas, aun siendo ellos Ciriaco y Quincoces seguían siempre a Ricardo Zamora, como Epi y Blas, o Hernández y Fernández, contrasta ahora la reciente desaparición del profesor Zamora Vicente, cuya resonancia filológica algo tiene que ver con la de este recuerdo evocado. Conocemos a las personas por la huella que imprimen, ya sea en uno u otro lugar de nuestra vida o a un lado y a otro de lo que nos contaron sobre la suya al no coincidir en la nuestra misma o, indirectamente puede que sí, que en el marco del tiempo seduce lo que fueron en vida por la memoria recobrada de lo que sentimos. (Por cierto, ¿vendrá algún otro inquisidor a expoliarnos en muerte lo que nos fue arrebatado en vida?. En fin, dejemos tamaña estudipez para los indolentes).
El caso del profesor Zamora, de tan amplia resonancia épica por lo que el guardameta hizo en la arqueología del fútbol, guarda, sin duda, un espacio singular en la alineación de cuantos filólogos han alimentado durante generaciones el estímulo por los estudios hispánicos y la filología románica. Ni que decir tiene que su eco gravita en la facultad de Filología de Salamanca de cuya Universidad fue catedrático antes de tomar el tren hasta Madrid. Ilustre forjador de la escuela de estudios hispánicos, solía decir en vida que era el último discípulo nada menos que de don Ramón Menéndez Pidal. Zamora, el filólogo, asociaba su amistad además hasta Américo Castro y, como no, Dámaso Alonso. Nombres que, como Alvar, Lapesa, Alarcos, Bustos, Llorente o Lázaro Carreter han configurado junto a otros y otras, como María Moliner o Rosa Lida de Malkiel, las otras alineaciones de la Filología.
El manual de “Dialectología española” de Alonso Zamora Vicente aún hoy sigue siendo un punto de referencia para muchos profesores y estudiantes y ha servido como base para nuevos estudios de dialectología. Libro que ocupa algo más que la consulta sobre un fenómeno, como la metafonía, el cambio de pronunciación de una letra por otra, el trasunto de Zamora Vicente tuvo que ver también con su memorable discurso de ingreso en la RAE publicado después en un maravilloso libro como es “La realidad esperpéntica”. Ya en los años de transición, el profesor se acercó de nuevo hasta Salamanca para presidir el tribunal de la tesis doctoral de Ciriaco Ruiz, profesor de la USAL, sobre la lengua de Valle Inclán. El filólogo de reminiscencias épicas sacó entonces de la chistera eso que acompaña sólo a los sabios y que alguien ha resaltado recientemente: la decencia. Vaya el recuerdo por tanto de Zamora, el otro guardameta de las palabras.
GABRIEL Y GALÁN EN LA MEMORIA DE UN JUGLAR SALMANTINO: MANUEL DÍAZ LUIS


Aníbal Lozano

Más que un mote o apodo que diera nombre a lo que ocultaba la memoria en su combate con la ficción, el de Julio Burrablanca es un heterónimo, aplicado por oposición a «autónomo», al que es regido por un poder ajeno a él. Así aparece tal personaje en Las aguas esmaltadas[1], novela de Manuel Díaz Luis publicada hace veinticinco años, punto áureo de su obra, hoy corta, pese a lo intensa y embriagadora, a los diez años de su muerte.

Manuel Díaz Luis nace el 3 de junio de 1956 en Campillo de Salvatierra. Tras hacer estudios de Historia y de Psicología ve publicados sus primeros poemas mientras forma parte, en la transición de los setenta, del grupo TLALOC que reúne a músicos, intérpretes y poetas como Quini Sánchez, Ángel Luis Prieto de Paula, Juan Miguel González, Francisco Mata y más tarde traba la amistad con el pintor, también desaparecido, Florencio Vicente Cotobal. Manolo Díaz es un cantautor que buceará irremediablemente en la otra línea del folklore, intimista y personal, en torno a la memoria de las gentes de Escurial de la Sierra, Endrinal, Frades de la Sierra, Linares de Riofrío y, como no, Monleón.

“Los mozos de Monleón se fueron a arar temprano/para ir a la joriza/remudaron con despacio”. Entre la copla recuperada por García Lorca para ser cantada por La Argentinita y la dramaturgia que Ángel Carril imprimiera al romance queda, entre medias, como el Caballero – la flor de Medina, la gala de Olmedo-, el espacio y el eco de algunos poetas cuya voz en la tierra tiene que ver con el empleo que dieron en su día los ciegos al papel de su romance. Son poetas del pueblo, como así se ha dicho, y su palabra habita en la transmisión oral, en la razón y el tiempo como denominador común de la tradición a la que se suscriben.

Fronteras o límites, lo que separa o une a la tradición de la literatura popular forma parte de la geografía humana a la que dedicó memoria y ficción en su obra Manuel Díaz Luis. Y, en este recodo de su creación, ¿qué hay, qué hubo y qué tiene que ver la poesía de José María Gabriel y Galán?. A la casual o no-ubicación de la otra geografía física que atesora el paisaje de la Sierra baja salmantina, en las faldas primeras del Cervero, lo que resulta del poeta de Frades es la huella perceptible desde su imagen en los registros del autor de Las aguas esmaltadas.

Lo que el poeta padece y actúa es fuente copiosa de poesía verdadera. Son palabras de Emilia Pardo Bazán, según anota Jesús Gabriel y Galán Acevedo[2] en su libro sobre su abuelo. Se refiera a otro poeta salmantino, en quien descubre un alma gemela de Gabriel y Galán:

“La biografía es diferente: Ruiz Aguilera fue uno de tantos muchachos de provincia como se lanzan a Madrid. Rebosando ilusiones, después de haber agotado en el pueblo de su nacimiento lo que puede dar de sí la vida literaria, esas tertulias y círculos donde se encandilan los ingenios mozos, donde se entrenan y preparan a luchar por la nombradía.../... Con todo, no sé si la cultura estorba o auxilia al poeta en este caso.../... el autor de cierta bien forjada superchería popular y de cuentos aldeanos de sabor genuino, el autor de las donosas Querellas del ciego de Robliza y de las historietas Del campo y de la ciudad.../...”

Anota Pardo Bazán que se conmueve a una generación –al menos en poesía lírica- cuando la vida se desposa con el arte. ¿Se perdió por ello la Arcadia salmantina del siglo XVIII?. ¿Puede llegar a ignorarse desde entonces el territorio de palabra tales como la sementera, la siega, la arada...?. Quizá no resulte baldío atravesar los recovecos de aquella poesía de la arcadia salmantina, de Meléndez Valdés a Cienfuegos o a Quintana para entender el paisaje poético de José María Gabriel y Galán y de lo que vendrá años después.

“Estoy en el pecho
presidiendo mi hermosa sementera.
Todo lo escucho con avaro oído:
el blando hundirse de las anchas rejas;
el suave rodar hacia los lados
de la mullida tierra...” [3]


No es extraño que don César Real de la Riva citara esta sementera como “una iniciación tímida y hasta torpe, donde surge el más bello poema labriego de la poesía castellana” [4] como una de las más hondas y sentidas bucólicas.


El territorio de la fecundación no es ajeno a la complicidad de los poetas. Fue en Frades de la Sierra, durante una de las actuaciones de Manuel Díaz Luis como cantautor, donde emergió la defensa de éste sobre la poesía de aquel, tomando como denominador común del relato la cercanía de las gentes y la lectura de sus versos. No escapó el juglar –al fin y al cabo de eso trataba su oficio- del hecho de presentir la palabra en boca de quien la aprehendía con una “h” intercalada en el aliento.

Resultaba que la obra incipiente de Manuel Díaz Luis emergía de la hondura de la tierra y de la palabra fidedigna que había encontrado al traspasar la línea de una tarde cotidiana, al caer el sol, frente a las Quilamas:


“En el orfandad del monte
Vencida ya la tarde
Y el sol allá en poniente, como huido,
Regreso por la fronda de castaños
Con nidos de oropéndolas vacíos:
Qué sola está la tierra sin los pájaros,
Y qué desamparada la hoz del río.
La torre del castillo, sin cornejas,
Y el pueblo, solitario, recogido
Dentro de las murallas,
Encerrado en sí mismo:
Las tierras de labor abandonadas,
Los sembrados perdidos.”[5]


El poema se llama Monleón. Lleva por nombre el del pueblo en el que Manuel Díaz Luis levantó un mundo de ficción sobre la realidad de las gentes, circunscribiendo la memoria del lugar a un mundo onírico. Da la estricta casualidad de la proximidad entre Monleón y Frades de la Sierra.

Carretera provincial al uso, hay que marcar el camino entre Endrinal y Fuenterroble para dar con los huesos en la linde para avistar el torreón.

Frente a la puerta legendaria de los carros hay plantada desde hace años una catalpa que le recuerda que con ella el juglar diera nombre a una columna de periódico.[6]

Estamos, “como la vida reza”, a la misma altura del trabajo y del hombre, como recoge Fernando Gómez Martín en su libro El campo salmantino en la poesía de Gabriel y Galán,[7] pues ese era el ora et labora también de Manuel Díaz Luis en lo que le llevó su exilio interior en la misma sierra.

“Tú no sabías entonces los años de la tierra. Toda ella era de gozo y tenía tu tamaño. La esfera que giraba en la mesa de la escuela. Creías que aquel mundo redondo que cabía en tus manos, era el pueblo y su gente, la dehesa y las montañas, lo que veían tus ojos, todo lo que tocabas, que más allá, detrás de aquellos límites de tu mundo pequeño, estaba el cielo y Dios, su reino, la tierra prometida de la Historia Sagrada de las enciclopedias, el bien y el mal que aún no conocías. Allá se iban las gentes que no volvías a ver después de los entierros. La muerte era una fiesta que nunca te afectaba ”.[8]

Como en los mozos de Monleón, el designio era una palabra no sucedida pero advertida en el horizonte. Es Tierramadre la segunda novela de Manuel Díaz Luis, tras la exitosa aparición de Las aguas esmaltadas, pese a que pueda haber sido pergeñada antes y su prosa poética nos invite al conflicto que se debate en el inventado –pero existente- pueblo de San Andrés de la Sierra.

Quizás sea en Tierramadre donde el ahondamiento galaniano y el sentido de compartir su naturaleza poética se nos hace más evidente. De los cuatro libros que componen uno solo, es en el primero de ellos, el que lleva este nombre, donde acontece el paralelismo temático con la poesía que nos reúne. Lo que es narrado por un niño, en segunda persona, es lo que nos afecta: la rueda del tiempo.

José Luis Puerto, prologuista de varios de los libros de Manuel Díaz Luis, habla “del espacio y al tiempo primordial como fuente de toda revelación primera, que es la que, sin duda, deja las huellas más hondas y salvadoras en el alma humana”.[9]

Hay, por tanto, en esa búsqueda de la exploración rural, en el tejado y en el suelo de la literatura oída frente al fuego y en el habla de las gentes, un material sonoro y profundamente popular que el autor incorpora, no como el etnógrafo que detalla el registro de una conversación implacable sino como el poeta que intuye la emoción de lo revelado. Así, podemos sugerir la aparición de personajes versificados en la obra de Gabriel y Galán y reinventados en la prosa de Tierramadre.

Más allá de imágenes paralelas, encontramos en Las aguas esmaltadas estos ecos del Tío Tachuela galaniano:

“El ruido continuaba simulando, sucesiva y lentamente, zumbar de viento en el bosque, fragor de trueno lejano, sorda amenaza de nube cargada de granizo destructor, redoble de mil tambores de guerra, rumor de río despeñado, y luego, rodar de hierro... rodar de mucho hierro sobre más hierro..., / ... y al Tío Tachuela se le llenó el corazón de ternura mientras los veía pasar, porque eran cosas muy suyas, y las lágrimas le enturbiaron las pupilas... Y cuando todo aquel mundo estrepitoso y magnífico pasó, y en la próxima curva se iba hundiendo con marcha solemne y brava, el tío Tachuela sintió en toda su grandeza la maravilla de hierro que antes había maldecido, y la quiso saludar. Se atragantó ”.[10]

Quedamos, por tanto, en que el tiempo tiene que ver con la lexicalización de una palabra y así también con los dibujos de la memoria, pues entre Tio Tachuela y aquel Tio Berna, de Monleón, habita esa huella palpable del horizonte literario.

A esta misma razón, la de palpar la memoria en la complicidad de cuanto la memoria atesora no escapa el reciente libro de otro poeta de la tierra, Manuel García Blanco, cuya obra Yesca y palabras angulares[11] dedica por cierto, pues –nada es por causalidad- a Manuel Díaz Luis:


“Si tenemos que morir
nacemos para el camino.
La claridad no sueña ser día
ni por los montes el río precipitarse.
A la nada volvemos. Por nacer
la carne a la tierra
o se avienta, materia para el camino.”

Camino. Ésa es la palabra del escritor mientras conjugaba los versos de “El embargo” poniendo detalle en el ritmo, porque el verso en sí mismo es canción, como el juglar que ante las gentes dialoga en conciencia con su tradición.

En una hermosa carta que José Luis Puerto hizo pública para el prólogo de Labor de hombre[12], encontramos este detalle:

“Querido José Luis: Aquí tienes los poemas de que te hablé. Forman parte del trabajo de este año y creo que va en ellos los mejor de mí mismo. Son poemas de vida y esperanza, himnos de alegría y luz que me han sorprendido gratamente porque me han llegado como por asalto, cuando menos los esperaba, y creo que son un fiel reflejo de mi estado de ánimo desde que dejé la moribundia salmantina. Espero hacer algunos más y concluir este trabajo a finales de verano o de año, para meterme de lleno con los “HIJOS DE BRIBIAS”, mi segunda novela.” [13]


No es extraño que José Luis Puerto cite los signos cenitales del libro “de un modo lírico y muy puro del territorio primordial de Manuel Díaz Luis: la naturaleza, la niñez, la geografía salmantina del sur, Monleón, la Sierra de Francia, Batuecas, los elementos cósmicos (la luz, el viento, el agua...), ciertas claves religiosas... es decir, toda la urdimbre en la que el poeta se reconoce y en la que teje su sentido vital, en busca de una plenitud, que él nombre en ocasiones como resurrección”.[14]

Bien, pues tales elementos no son ajenos a la arcadia que Gabriel y Galán dibujó en “Castellanas” y “Extremeñas”. La ruralidad –como indica el antropólogo Flores del Manzano- bulle en los versos galanianos[15].

Es más, “nos acerca el poeta al ensimismamiento de los hondos valles y de las frescas vegas. Nos sube a las conspicuas sierras y hasta las agrias breñas. Nos pasea por unos campos –salmantinos y cacereños- mansos y cadenciosos”. Es verdad que estamos ante imágenes aliadas y percibidas bajo el denominador de la naturaleza y la interpretación del lirismo como factor sensorial. ¿Puede decirse que tal paralelismo es al uso costumbrista?.

Esta es una idealización que tiene que ver con el mismo hecho de la observación de la propia naturaleza y de sus gentes sobre la memoria y la palabra donde habita. Ya desde entonces, como así presimía el título primero de Las aguas esmaltadas,[16] el juglar había decidido cerrar la barra del Corrillo y vivir, hasta su temprana muerte, en 1996, en Santiago de Compostela.

El juego del amor y la pasión se habían comprometido definitivamente. Acaso como en un lejano paralelismo recóndito con el poeta de Frades, que acabó siendo cómplice de la dialectología extremeña en Guijo de Granadilla. Razón de amor y de paisaje.

Aún así, la memoria de los versos aprehendida en los pueblos de la sierra salmantina, llevó indudablemente a Manuel Díaz Luis a acercarse hasta ellos como juglar primero, y a regresar como escritor después, mientras interpretaba la obra de Gabriel y Galán, enhebrando esa aguja de finísimo alcance que hay entre la carne y la palabra.

Salamanca, 2005.

NOTAS
[1] Las aguas esmaltadas. Manuel Díaz Luis. Seix Barral. Madrid, 1990.
[2] José María Gabriel y Galán. Su vida. Su obra. Su tiempo. Jesús Gabriel y Galán Acevedo.
Editora Regional de Extremadura. Junta de Extremadura. 2004. pp.669.
[3] Las Sementeras. Poesías Completas. . José María Gabriel y Galán.
[4] Vida y poesía de José Mª Gabriel y Galán. César Real de la Riva. Publicaciones de la Diputación Provincial de Salamanca. 1954.
[5] Labor de hombre. Manuel Díaz Luis. Amarú Ediciones. Salamanca, 1999.
[6] Durante 1995-1996 Manuel Díaz Luis publicó una columna semanal “A la sombra de la catalpa” en el diario TRIBUNA DE SALAMANCA, colaboración que se interrumpió con su muerte.
[7] El campo salmantino en la poesía de Gabriel y Galán. Fernando E. Gómez Martín. Ediciones Diputación de Salamanca. Salamanca, 1992. pp. 139.
[8] Tierramadre. Manuel Díaz Luis. Presentación José Luis Puerto. Amarú Ediciones. Salamanca, 1994.
[9] Prólogo de Tierramadre. José Luis Puerto. Edic. Citada.
[10] EL TIO TACHUELA. Obra Citada por César Real Ramos en catálogo de la exposición “José Mª Gabriel y Galán: un fragmento de infinito”. César Real Ramos. Exposición conmemorativa del cincuentenario de la muerte de Gabriel y Galán. Frades de la Sierra. Ediciones Diputación de Salamanca, mayo 2005. (Obra en imprenta).
[11] Yesca y palabras angulares. Manuel García Blanco. Colección Autores salmantinos. Ediciones Diputación de Salamanca. Salamanca, 2004.
[12] Op.cit.
[13] Op.cit.
[14] Op.cit.
[15] La vida tradicional en la obra del poeta. Fernando Flores del Manzano. Publicado en el suplemento “Gabriel y Galán en el centenario de su muerte. HOY. Jueves, 6 de enero de 2005. p. 18.
[16] El título original de Las aguas esmaltadas fue “Yo le digo desde entonces”. El cambio fue debido a la consideración que la editorial hizo al autor alegando motivos de imagen.

GRAHAM GREENE Y EL OTRO QUIJOTE



Graham Greene y el Padre Leopoldo Durán recorrieron España durante años hasta dar vida a “Monseñor Quijote”



Aníbal Lozano
Un día inexacto de hace veinticinco años, el escritor Graham Greene se encontraba junto a su amigo el padre Leopoldo Durán ante el nicho número 340 del cementerio de Salamanca. Para entonces, el autor de “El americano impasible”, “El poder y la gloria” o “El tercer hombre”, no podía prever que ante la tumba de Miguel de Unamuno recibiera un destello de profunda pasión por un personaje que a ambos escritores sedujo con la inmensidad de un rayo, desde que Cervantes le pusiera por nombre don Quijote. ¿Qué hay, qué hubo, qué sucedió desde aquel viaje, al que siguieron otros muchos a España, para que Graham Greene, como Unamuno, Ortega o Borges escribiera su propio Quijote?. Puede que la memoria aún ardiente del hoy anciano padre Durán evoque más que un retrato nostálgico del gran escritor británico el paisaje humano y doliente que le llevó a escribir una singular obra como “Monseñor Quijote”.

Vayamos por partes. De los viajes por Greene por España, relatados por el padre Durán en su libro emblemático “Graham Greene: amigo y hermano” (Espasa, 1996) puede desprenderse que, en realidad, el largo caballero británico andaba ya metido en pieles y alma quijotescas, observando hacia fuera en una España de transición y auscultando hacia su adentro en un conflicto permanente con su fe. El catolicismo de Greene podía valer como paisaje de la Mancha y en “Monseñor Quijote” eso se revela, rebelándose, en su interior. Lo que sucede en esta novela no es sino el viaje agónico de dos hombres frente a todo y frente a la nada, de ruta por una España cuyo retrato se deja sentir en la Castilla interior, desde Ávila al ahondamiento más cercano a San Juan de la Cruz que a Santa Teresa hasta dar en Salamanca ante la tumba de don Miguel y pergeñar el motivo de su obra literaria. También en Salamanca, claro, nace la contradicción.

Según Emilio Pascual, cervantista y director editorial, “Unamuno es contradictorio en todo, escribió primero un artículo titulado “¡Muera don Quijote!”, y más tarde, en la propia Vida de don Quijote y Sancho lo reconoció y pidió perdón al caballero”. En uno de sus exilios, le habla de sus calcetines a su mujer: “desechos, acaso para que pueda decirme lo que se dijo Don Quijote, mi don Quijote, cuando vio que las mallas de sus medias se le habían roto, y fue: ¡Oh pobreza, pobreza!”. Estaba hablando del alma, como Greene en su propio Monseñor... así lo reconoce. Pero si Salamanca es para Graham Greene “la ciudad eterna” no es casualidad que uno de sus lectores más profundos sea de Barcelona.

El doctor Ramón Rami Porta es un eminente cirujano torácico que trabaja en el Hospital Mutua de Terrassa y él ha indagado en los vericuetos de “Monseñor Quijote” hasta repetir el itinerario que llevó durante años al propio Graham Greene y al padre Durán en la ruta del caballero y el escudero. “A Greene –alude el dr. Rami- le gustaba el sonido de la palabra compañero y la utiliza en español en el texto original. Greene prestaba atención al sonido de las palabras cuando escribía”. Su estudio sobre M.Q. es un espléndido catalejo para desnudar la esencia del autor del “Dr. Fischer en Ginebra”, el escrutador de los ambientes tórridos del poder en torno al espionaje político y las guerras insurreccionales (Greene predijo la entrada norteamericana tras el conflicto de los franceses en Indochina) y el hombre que evitaba ver las películas sobre sus novelas pese a que se tratara de buenos trabajos como los de Alec Guinness, James Mason o, nada menos que Orson Welles.

El Padre de Durán nos recuerda desde Vigo, que “Greene se enamoró de Salamanca, porque extraordinariamente se encontró, además, con Unamuno”. Jose “Valencia” regente del restaurante que lleva su nombre en el callejón salmantino de la calle Concejo, recuerda el paso de GG y su amigo “el cura” por la casa. Le dedicó una firma en el libro de honor y le regaló un par de botella de “verdejo” para seguir haciendo boca hasta Valladolid, León, La Rioja... hasta llegar, como final de trayecto, a la Galicia del Padre Durán que reservaba para la ocasión habitaciones en el Monasterio de Oseira. Lo que la línea del viaje trazaba era la definición de una amistad pero también, desde la visita a Unamuno, la historia se tornó en trascendencia por cuanto ficción y realidad se mezclarían, desde entonces, de manera indeleble.

La profesora Asunción Alba Pelayo recoge, en un magnífico estudio comparativo las sombras y luces entre Unamuno y Greene. Y hace constar lo siguiente: “También Unamuno, como Greene, se siente un poco Don Quijote incomprendido, y cuando oye los juicios que se emiten sobre sus dichos piensa: “¿No será acaso que pronuncio otras palabras que las que me oigo pronunciar o que se me oye pronunciar otras que las que pronuncio?. Y no dejo entonces de acordarme de la figura de don Quijote... Porque hay una turba de locos que padecen la manía persecutoria, la que se convierte en manía perseguidora, y estos locos se ponen a perseguir a Don Quijote cuando éste no se presta a perseguir a sus supuestos perseguidores”.
Llevó a Greene escribir “MQ” cerca de siete años, lo que implica, por otra parte, que en torno al cura de aldea, convertido en Monseñor y a su compañero de viaje, el alcalde comunista que lo acompaña para aliviar el dolor por las elecciones perdidas, hay un poso lento para la creación de los diálogos y un tiempo que lucha, permanentemente, por ser real desde la ficción y viceversa, además de una inescrutable sensación de intimidad y memoria: “Siempre hay una frontera en los temas de Greene –recuerda el Dr. Rami- que no se puede cruzar, un recuerdo permanente de la puerta de paño verde que separaba la escuela de Greene, y su ambiente poco amistoso, de la seguridad de la casa de sus padres”. El autor de “El cónsul hononario” y su amigo Leopoldo Durán continuaron su viaje por España, durante años. Mientras se alimentaban en ruta, ya en fondas como en merenderos naturales, crecía en Greene la necesidad de simular su historia personal desde el fondo de un personaje mítico y eso le llevó a Unamuno. Pero a don Miguel le traspasó otro personaje, que dialogaba contra su propia fe.
Aproximadamente a cien kilómetros de Zamora, entre las líneas de Orense y Portugal, se encuentra el Lago de Sanabria. Mítico, sobre una de las laderas se alza el pueblo de San Martín de Castañeda, convertido en Valverde de Lucerna por Miguel de Unamuno en “San Manuel Bueno y Mártir”, quizás un alter ego del mismo Quijote, un homónimo de su hermano Juan o, acaso también, de su propio “otro”. Indudablemente, en la lucha que Graham Greene jugaba consigo mismo, entre su fe y su matrimonio, sus visitas prostibularias y sus tramas, sus agentes y sus símbolos de transformación entre personajes de su propio yo, no resta cuidado que tal paisaje le llevara a su propia confidencia literaria. Lo curioso es que hoy Sanabria reivindica su Quijote. Leandro Rodríguez es un estudioso del habla de Cervantes que ha publicado el “Léxico en el Don Quijote de la Mancha y Cervantes de Sanabria”. De ello se percibieron también los lexicógrafos Maribel Riesco Prieto, que permanece en nuestra memoria y su esposo Enrique Fontanillo Merino. “De Cervantes hablé –dice Leandro Rodríguez- con Pura, ejemplo de tesón e iniciativa solidaria, nacida y criada en Santiago de la Requejada donde había sido pastora. Me informó que desde que cobra la pensión de ancianidad ha comenzado a estudiar la gramática y a leer el Don Quijote de la Mancha. –tengo que decirte, me dijo, añade Leandro Rodríguez- que el Don Quijote sólo lo podía escribir un sanabrés”. ¿Llegó tal eco hasta el mismísimo don Miguel de Unamuno y después hasta Greene?. Nada está lejos.
Lo que subyace en el Quijote de Cervantes es, además de todo lo que se quiera interpretar, una historia de amistad y ese es el recado que deja también Unamuno en su “Vida de don Quijote y Sancho” y, como no, Greene en su Monseñor. ¿Qué le llevó a camuflarse en la obra, él mismo, como Quijote y hacer de éste nada menos que otro personaje en las tripas de un Monseñor y dejar a Sancho en manos de un alcalde comunista, lector de Lenin hasta las entrañas si en los viajes de la vida real los hacía Greene junto a un cura llamado Leopoldo?. Esto fue así, hasta el final de su vida, en que decidió invertir los papeles tal como señala el Dr. Rami,: “Hay coincidencias asombrosas en las muertes de Monseñor y de Greene. Sus papeles parecen haberse intercambiado. Monseñor fue sostenido por un atento y cuidadoso Sancho, que había estado observando muy de cerca el deterioro de la vida de Monseñor durante la misa, hasta que al final se cayó. Greene murió en compañía del Padre Durán, como había deseado, y el Padre Durán le cogió de la mano durante los últimos minutos de su vida, observando cuidadosamente su respiración superficial hasta que se paró. La muerte de Monseñor fue como una premonición transferida: lo que Greene escribió de Monseñor le pasó realmente a él”.
En fin, así como no hay Don Quijote sin Sancho, declaremos que no hay historia alguna sin pasión en torno a la huella que Cervantes dejó en la trastienda del alma, caso de Graham Greene, el tercer quijote.
Material memoria
Aníbal Lozano

En este año se han cumplido veinte de la muerte de Aníbal Núñez (Salamanca, 1944-1987) cuya vinculación con Zamora residía tan cerca y tan lejos como entender su ausencia más allá del ámbito de la habitabilidad. De haber vivido hoy pasaría de cumplir los sesenta, cifra que según las impertinentes divisiones geoliterarias, falsamente estratégicas y aduladoramente crueles, el poeta –y pintor- sería considerado un clásico. ¿Bajo el mismo malditismo con el que vivió para unos y para otros, incluso –como no- para sí mismo?. Es posible.
Llevó a Aníbal Núñez titular Primavera soluble varios espacios de su vida entre­lazados y mezclados. No parece extraño, por tanto, que José Ángel Valente reparara en su obra y la prologara: “Inútil arrepentirse. Si se ha avanzado un pensamiento, ya no cabe retroceder. Se retrocede, a veces, por conveniencia o miedo. Mas, ya sabiendo que estar aquí es puro aparecer efímero entre una y otra nada, nada juzgaríamos capaz de retenernos o de impedirnos franquear el límite que apenas nos separa de la aniquilación final”. Así que veinte años nos separan de la primavera en que murió Aníbal Núñez y su poesía sigue siendo un referente de absoluta atención en la lectura contemporánea.
La irónica mirada que arroja sobre Villar y Macías y sobre la sociedad salmantina que lo maltrató tiene una doble interpretación en “Alzado de la ruina”: “Circulan dos relatos –anota el crítico Miguel Casado desde los versos de A.N.. sobre el lugar preciso donde Villar y Macías se arrojó-; para la versión culta, ‘un remanso apartado de aguas limpias’, para la popular, el puente en que ‘se vertían / todas las inmundicias de la ciu­dad”.
Desvelar, por otra parte, el contenido de un poema como “Casa Lys” resulta innecesario. Donde ahora hay un Museo de Art‑Decó y de peleas judiciales la palabra hace tiempo tomó ventaja: “...los troncos balaustres / remiten a los ojos incendiados / al desa­sistimiento que, en los límites / de la ciudad caduca, altos muros leprosos / representan...”.
Las dos últimas muestras aparecidas este año en Béjar y Salamanca: “Cartapacios” y “Estampas de ultramar”, al amparo de la Fundación PREMYSA y de la Diputación de Salamanca, respectivamente, que han corrido a cargo de Germán Labrador Méndez y Fernando R. de la Flor dan fe de la trascendencia y vigencia de su gran obra poética.
Por ello, desde la rebelión, desde la náusea incluso, desde la belleza y desde la verdad pese a tanta dureza que asoló su biografía, la palabra de Aníbal Núñez queda en ese instante donde “el diamante y la ternura” asoma por encima de cuanto desvelara el poeta José Ángel Valente en su memoria para concluir que su obra destaca hoy, aquí y allá, sobre la de “tanto vivo difunto”.

sábado, 17 de noviembre de 2007

La gran arquitectura de “Calle Feria”

La gran arquitectura de “Calle Feria”

Aníbal Lozano
Recuerdo, no hace mucho tiempo, un artículo de Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) publicado en LA OPINIÓN DE ZAMORA que se titulaba “Los dependientes”. No era una fugaz literatura del escritor y poeta. Desde entonces, supe que tras aquel se escondía un esbozo de “Calle Feria”, la magnífica novela ahora publicada en Algaida y que ha merecido el XI Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Estamos, sin duda, ante una obra cuya arquitectura ensambla con una precisión exquisita de quien domina la construcción del relato y, además, si se me permite, nos situamos ante el domador de palabras que en el circo de cuanto nos asola deja la puerta abierta para sugerirnos una obra delicada, mágica y profundamente tierna.
No se trata de ligar una retahíla de adjetivos ante la novela de Tomás Sánchez Santiago. Es una obra cuyo cosmos concita la creación de múltiples universos por el que deambulan personajes trazados en torno a la realidad y ficción. La primera, soslaya los recuerdos y apuntes vagos del poeta que los recrea con una increíble dosis de fe en la memoria. La segunda, la ficción a la que da pie el juego de dos adolescentes enamorados de las palabras constituye el caparazón por donde deambula el juego entre la literatura y la vida, lo que es común a los buenos escritores y lo que de verdad gravita por entre los poros de “Calle Feria”, calle que puede ser la que fue, la que es o la que el lector incorpore a su emoción. Queda, para la sagacidad del lector el romanticismo latente sobre el comercio desaparecido o tendente al olvido y la apabullante fenomenología de las grandes superficies. En realidad estamos también ante una pregunta sobre el tiempo y la especie humana. He aquí, precisamente, la tercera clave que la novela nos provoca: emocionarnos. Y Zamora, en tal hecho, aparece como testigo no mudo de cuanto es narrado.
El sortilegio que tienen los buenos poetas es que de ellos puede salir, además de un poema impecable, una novela prodigiosa. Creo que éste es el caso. La suerte sobre la que dependen las palabras es el sentimiento que el autor cede al lector para que uno pueda convertirse en parte íntima del relato, hacer que penetre en su literatura y viaje en el interior de una supuestamente anárquica estructura novelada, mas no es así. Existe en “Calle Feria” una configurada actitud sobre la personificación y este detalle no recrea un solo mundo como puede parecer el diálogo exclusivo entre dos amigos, como sus miedos, su fabulación o su iniciación amorosa, sino el universo de un tiempo desdoblado, entre la posguerra y su antes y su después que se nos despliega como un atlas ante nosotros a través de un inmenso mundo de matices y sensaciones.
Es esta una novela de sentidos y, sobre todo, de ternura ante las palabras, pero lo que esconde tras “Calle Feria” es una arquitectura espléndida, una armónica y plural geografía en su construcción literaria y, por ende, una razón donde el eco de Zamora se antoja universal en una novela emblemática.
Hay sugerencias en el relato que se nos antojan brillantes, como la tertulia por donde vagan las historias de quien desaparece en una de ellas, las acotaciones de un relato por donde no querer perder a un personaje, las crónicas de cine en tiempo de censura o la lectura emocionada de una carta de Lorca (“Federico dolorido”) pocos años antes de la barbarie. Detalles inmensos que no escapan al hilo conductor no de una trama sino de un engranaje que precisa del anterior para dar sentido al mecanismo de relojería que subyace en el texto. La arquitectura no escapa al abordaje de una técnica que desdobla los géneros literarios y que juega con ellos con impecable oficio como los personajes aman el suyo propio.
Tal hecho, el de la caracterización y el de la pirueta literaria configuran la excelente novela de Tomás Sánchez Santiago merecedora indudable del premio que la ha descubierto. Zamora tiene ante sí una memoria literariamente reconocida desde una novela que marca un antes y un después, como las grandes causas recreadas.

Comienzo de la aventura bloggista


Escribo estas primeras líneas en el que espero sea una herramienta de disfrute para todos aquellos interesados en las creaciones artísticas de mi queridísimo cuñado Anibal Lozano.
Va por tí Don Anibal, espero que disfrutes de grandes momentos en la WWW posteando tus creaciones día a día....
Un gran abrazo
Álvaro